lunes, noviembre 12, 2012

¿Por qué alguien tendría que leer esto?

2009-07-29







Ilustración: Ilse Cuiidny, San Luis Potosí-Aguascalientes, México.
Usted siempre poniéndose en boca de todos, poniéndole la boca a todos, boqueando siempre todo, todo. Usted no sabe y sabe actuar, le salen palabritas como humo sale del cigarrillo, como programa radiofónico, y usted modula y eructa y reza según el santo que le acompañe, dice y ríe y asegura tantas cosas de las que no sabe más que el nombre, antes de encontrarse en la cama, pensando, viendo los reflejos de su ventana en el techo, pensando en que le gustaría un día ser como una planta o como un sillón. Sí, como un sillón acompañado de una planta, una flor amarilla, no importa si girasol o tulipán en su florero, así nomás, en un cuarto blanco al que no entrara nadie durante días, con un librero pequeñito y vacío, una lámpara colgante en forma de cono y un zapato gris que al parecer nadie usará jamás. La flor amarilla le enseña que uno nunca es el mismo, aunque no se mueva ni sea útil, aunque no hable o no emprenda, uno es siempre otro, acumulando y perdiendo, cambiando de color. Usted presiente que su compañera será removida pronto del florero, porque aunque se ha marchitado hace ya mucho tiempo, ahora comienza a deshacerse y ya no será una flor sino basura...

¿Cuánto tiempo para que pase usted lo mismo?

Usted es un sillón más bien sencillo, un poco pasado de moda, pero cómodo. Tiene alma de sillón, formada a base de pedos y humedad. Si le dan un buen sopapo le saldrá siempre un poco de polvo, y si le escarban puede que encuentren algo que daban por perdido y les haga sentir bien.

Usted debe contentarse con lo que le ha tocado en suerte, esa casa, ese auto, ese rostro, esa falta de glóbulos rojos. La casa y el auto no le han tocado en suerte, correcto. Pero el rostro, eso que ni qué. El cuerpo, el humor, los sueños y los glóbulos también. Su casa no es fea, es pequeña. Muy. Y su auto no está mal, nomás es viejo. Muy. Usted ya también ha comenzado a envejecer. No es feo, pero es gordo. Eso siempre ha sido un problema. Y le gustan las mujeres grandotas, frondosas, exuberantes; de esas que quieren casas grandes y autos último modelo. A usted se le va toda la plata en atenderse ese problema. Ahí la mala suerte estuvo en haber sido hijo de su padre. Papelina Suárez le decían por lo amarillento que tenía el cuero. Usted sabe que es de por vida, ni modo. No le queda más que contentarse con lo que le tocó. Es listo, le gusta viajar, baila muy bien. No viaja tanto como quiere porque, ya sabemos, el dinero no le alcanza. Pero baila mucho. Casi siempre solo, encerrado en su casa, en la sala, cha cha chá.

Y le da por pensar; lee, escribe. Tiene libretas tapizadas de versos negros, historias verdes, reflexiones azules. Lo curioso es que en medio de sus bajones y desmayos (los glóbulos) es cuando usted recibe o siente o capta esas cosas que luego escribe. Eso es una especie de buena suerte. Quién sabe, un día tal vez pueda dejarnos leer algo de lo suyo. No se preocupe por lo de su auto, es nomás cosa de pintarlo otra vez. Luego lo puede vender.

Y mire, consiga una buena mujer, eso es lo que importa. Una que lo quiera así como es, que le guste bailar y tenga temas para conversar. ¡Jo! No, eso sería demasiada suerte. Que lo quiera nomás. No está en edad de ponerse exigente. Pero si no, véalo así: soltero, no feo, con casita propia y bueno para el baile. Debería divertirse más. Sí, es posible que se desmaye por el esfuerzo. Por eso baila solo, para no asustar a nadie. Es usted muy amable. Muy. Siendo hijo de su padre no salió prepotente ni caprichoso, sino todo lo contrario. Su santa madre lo volvió un inútil pacífico, qué se le va hacer. No, inútil no. Su afición a las flores no es cosa de inútiles. Se requiere paciencia, exactitud, constancia. Y su trabajo de lunes a sábado tampoco es cualquier cosa. Pero no hablemos de su trabajo. Los trabajos son casi siempre temas aburridos. Confórmese con tener uno en estas épocas tan duras. Tómelo con filosofía. Hay tiempos en los que se puede hacer lo que se quiere y hay otros en los que se hace lo que se puede. Este es uno de esos últimos. Nada nuevo.

Nadie muere en la víspera y no hay mal que por bien no venga. Sí, señor.

miércoles, noviembre 07, 2012

Palimpsesto (segunda versión)



15/03/2012




Ilustración: Carol Gómez Pelegrín. Barcelona. España, 2012.






Apagué la ficción con un chorro de humo frío y me puse los pantalones antes de que Denise trepara al último sueño. El sol pintaba de blanco las paredes verdes y en mi estómago el hambre marcaba las 10. Llené de leche y pizza fría. Salí a la calle silbando una melodía inventada por mí hacía ya muchos años, cuando era adolescente y estudiaba música. Subí al auto de Denise y esa mixtura olor a vómito y caramelo volvió a cerrar mi glotis por un instante. Pensé en eso, en Denise vomitando un caramelo rubí sobre los tapetes del auto, en alguna noche ebria muy lejos de nuestra primera mirada. Abrí las dos ventanillas y arranqué. Volví a admirar lo bonito de esa calle arbolada y esas casas de madera salidas de no sé dónde, como de película o serie televisiva. Podría acostumbrarme a vivir aquí, verme viejo con nietos enredados en las piernas, y una pipa grande, humeante, para las noches de fresco en la terraza. Paré en un autoservicio  a comprar un café americano. Eché un vistazo a los encabezados de los periódicos mientras hacía fila detrás de un par de adolescentes vestidas de enfermeras; en todos se veía la jeta del gobernador en primera plana y en uno se leía claramente: 12 mil empleos. Pagué el café y un paquete de chicles sandía-yerbabuena. Al salir de ahí, tomé un teléfono público y marqué el 912 15 23. Nadie contestó. Volví a tomar rumbo poniente y sintonicé al renacuajo que da las noticias. No tardé en saber que tenía horas deshaciéndose en halagos hacia el gobernador y que estaba recibiendo llamadas de “espontánea” adhesión a la algazara oficial. Sonreí. Son unos hijos de puta.

En una bomba de chicle sandía-yerbabuena metí la única confesión que formularía. La goma estaba impregnada ya por la sangre de mi gingivitis y lo que dije terminó por romperla justo en el acento final.  Se escaparon algunas cuantas letras hediondas que yo mismo aspiré sin ascos y luego bajé nuevamente del coche, esta vez para entrar a mi casa. Todo estaba tal cual. Pensé en cómo un acto puede cambiar hasta el ambiente de los lugares que son propios, volviéndolos opresivos y extraños. Revisé la contestadora; ninguno. Entré a mi recámara, me tiré sobre la cama y me quedé mirando fijamente al techo.

Salí de bañarme a las 13 horas en punto.  Reacomodé mis facciones según lo estipulado en el contrato. La nariz y las cejas causaron los mismos problemas de siempre y estuve a punto de dejarlas mal puestas, cansado de su mala hechura. Pero al fin quedé perfecto.  Escogí uno de los trajes negros y una de las corbatas turquesa, zapatos negros y brillantes, de un solo cruce de cintas, y discretas mancuernillas plateadas.  Frente al espejo recité mi nombre, mi fecha de nacimiento, el nombre de mis padres, mis hermanos, mi mujer y mis hijas, dije mi profesión y fingí modestia al hablar de mis logros. Luego recibí una ovación invisible, desde el espejo, y salí de ahí tranquilamente. Afuera, mi forma de andar delataba todo la mentira.

Desde mi celular marqué el 912 15 23. Nadie contestó. Confirmé la hora y decidí probar suerte. En mi camino crucé con varias personas, pero sólo una señora mayor pareció verme con curiosidad. Le hice un leve saludo con la cabeza y ella me respondió con un “Buenas tardes” más bien divertido. Sentí su mirada sorprendida en mis espaldas y luego escuché que decía mi nombre, emocionada.  Entonces algo que puedo llamar satisfacción me hizo respirar profundamente. Alcé la vista y vi al sol hecho añicos entre las hojas de una tupida arboleda. El mundo estaba, nuevamente, a mi favor. Desde ahí vi caer el bolo blancuzco de la caca de una torcaza y me detuve a tiempo, justo para verla caer, explotar entre mis pies. Una mancha blanca, beige y verdinegra; una cosa bella que me auguraba días felices. Dirigí mis pasos a la zona comercial y entré ahí  como embistiendo o como danzando o como ambas cosas, atravesando la banqueta del lado luminoso, escuchando en mi cabeza las notas limpias de un grupo de metales, trompeta, saxo y trombón, tocando algo que me recordaba otros días parecidos, luminiscentes.

Entré a una pequeña tienda de ropa femenina y la empleada me dejó ver lo grande y sucia que era su sonrisa. Calculé 35 años. Pregunté por las minifaldas y los escotes pronunciados. Le pedí que se los probara y me dejó ver lo flaco de sus piernas y las marcas de zancudos en su pecho enteco. Compré dos prendas y le dejé mi tarjeta.

Entré a una pequeña tienda de ropa femenina. La atendía una sonrisa de piernas flacas. Pregunté por las bragas y los ligueros y ella me los modeló hasta que dijo “¡Cógeme, cabrón!”  Al final le di de puntapiés y salí con las prendas puestas.

Entré a una pequeña tienda de ropa femenina. Había dos clientas y una sola empleada, que prefirió ignorarme a favor de las primeras. Se lo agradecí, quería regalarle algo a Denise y necesitaba privacidad.

No entré a ningún lugar, la calle tensaba sus extremos y de todas partes salían ritmos humanos y distintos. Me pareció estar en el lugar correcto, en el instante correcto, formar parte de un organismo tan complicado como fácil de aprehender, yo, glóbulo de sangre y oxígeno, familia de los vertebrados, comprendiendo a media tarde el secreto sencillo y profundo de la vida, del porqué y sus porqués, como una ecuación parvularia que siempre hubiera estado ahí, escrita en el dorso de mi mano y que por alguna razón hasta hoy lo recordaba.
Aligeré la marcha cuando agoté todas las posibilidades de mi dicha y quedé con la mente en blanco.
Recuperé el habla y los sentidos tendido en la cama de Denise. Le decía algo acerca de la ingenuidad de todo un pueblo al borde de la nada, mientras ella cepillaba su cabello húmedo, envuelta en una toalla, sentada en su taburete tapizado, con un cigarro sin encender colgando de sus labios. La televisión sintonizaba un noticiero, y por la ventana, detrás de él, se perfilaban los primeros rayos del sol. Denise se levantó y dijo que se lo tenían merecido por apáticos; buscó, luego, en el cajón superior de su tocador y sacó unas bragas anaranjadas. Dándome la espalda, se quitó la toalla y la pasó por sus piernas y la pelusa castaña de su sexo; se puso las bragas y del mismo cajón sacó un brasier blanco que se puso en un santiamén. Giró buscando algo y encontró mi sonrisa desmañanada. Me la devolvió sin malicia y caminó hacia el otro lado de la cama. Ahí encontró, tirado, su vestido; se inclinó y le di una nalgada imaginaria, porque estaba muy lejos; se puso el vestido y volvió a encontrar mi sonrisa, esta vez más grande, y ella sonrió otra vez, entrecerrando los ojos. Subió a gatas a la cama y al llegar junto mí pasó por encima una de sus piernas, presionando mi costillar con sus muslos fríos. Se agachó, me cercó con sus manos, tocó mi entrecejo con la punta del cigarro y me pidió que le subiera el zipper.  Así lo hice. Luego le quité el cigarro y nos dimos uno de esos besos estáticos, que detienen el tiempo. Salió del cuarto dejando su aroma a champú y un regusto dulzón en mi paladar.
Minutos después la escuché salir de la casa y arrancar su auto. Dormité otro rato mientras escuchaba el pronóstico del tiempo en el televisor y trataba de crear un plan, una agenda o una guía mínima para aquel día. Me sentía dispuesto a todo, incluido el homicidio. Recordé aquella novela de Dumas que leí en mi juventud, donde Catalina de Medici hacía gala de una imaginación deliciosa para asesinar a sus rivales: cartas rociadas con veneno, lámparas que expelían  gases mortíferos al encenderse,  y cosas así, que evadían lo burdo, lo elemental del asesinato.
El gobernador sería mi víctima. Me las arreglaría para dejar en uno de sus bolsillos una carta explicando todo el embuste detrás de aquella transacción millonaria en la que se sacrificaba una vez más el futuro de mucha gente a favor de unos poquísimos bastardos. La firmaría Sansón Sánchez, héroe popular. 
Preparé unos huevos con jamón. Mientras se cocían me comí un plátano. A las 13 horas en punto meneaba una taza de café. Entré al estudio, abrí mi cuaderno y revisé las cosas que había escrito la noche anterior. No recordaba varias partes y el párrafo final me resultó completamente  ajeno. ¿Cuándo había escrito aquello?  Estaba muy bien. Incluso, la caligrafía se volvía ahí más segura y elegante. Usaba palabras como desflore, palimpsesto, amateur y purpurado. Sonaba muy bien en voz alta, respiraba y retumbaba  como el último movimiento de una sinfonía. En el punto final no había más que asombro, se abría un vacío de luz intensa y el gozo y la inquietud mezclaban sus salivas en el paladar. Luego el dolor.
Un retortijón me dobló como un gancho al hígado y gemí, buscando apoyo contra la pared. Me asusté como siempre, porque, como siempre, esta vez era más fuerte, más sádico que el anterior. Pensé en mi madre y aquella advertencia suya cada vez que me veía sufrir. Boqueé, sacudido, y caí al piso, temblando. Todo se volvió amarillo, como siempre, distintos tonos de amarillo, y comenzó el derretimiento.
Cuando el aguijón me ataca, todas las cosas se derriten como cera bajo flama, con gruesos goterones de materia y un burbujeo crepitante, prueba de su combustión. Mis fosas se atascaron con el hedor a huevo revuelto que salía de mi boca, de mis poros. Pronto entré a ese espacio sordo y presurizado,  anuncio del último ataque antes de quedar libre de todo mal. Así, contemplé el escurrir alucinado de los objetos, mientras vomitaba sin esfuerzo ni sensación de asco.
Escaldado de la lengua, mordiéndola, trapeé mis jugos gástricos y apachurré los trocitos de carne blanca que aún se movían.  Procuré aromar el aire con un incienso de coco. Luego me lavé los dientes y salí a caminar por el vecindario.
El amarillo aún teñía algunas cosas, o mejor dicho, teñía la justa mitad de mi campo de visón, la parte baja, como un charco residual de orina o una mancha de humedad entre dos hojas transparentes. El hedor era ya el golpe fragante a copal que exhalo siempre que paso por uno de esos trances. Comencé a trotar. Sabía de la inevitable llegada de un júbilo exacerbado, como siguiente síntoma del malestar. Había un recodo entre dos casas escondidas al fondo de uno de los caminos cercanos que iban a dar al disecado lecho de un río, margen del vecindario idílico, sembrado de árboles altísimos y matorrales de hojas carnosas, al que Denise me había llevado alguna noche para fumarnos un porro y caminar entre la espesura. Ahí quería llegar antes de que el acceso de gritos y aullidos me hiciera su presa.  Entré a la vereda un minuto antes de la explosión. Todavía pude asombrarme de lo distinto que era el sitio a aquellas horas del mediodía, despojado de su latir nocturno, como si se tratase de dos planetas distintos. Me abalancé contra el tronco de un fresno y lo abracé con todas mis fuerzas. Grité y seguí gritando y grité y seguí gritando.
Tardé un ratito en saber que iba sentado en el auto de Denise, con Denise manejado y diciéndome Otra de tus pesadillas, como si dijera Son las cuatro y media de la tarde y mira el tráfico que hay, nunca vamos a llegar a tiempo, o nunca llegaremos a ningún lugar, o, simplemente, no nos movemos y el calor es insoportable. Y decir también:
Asientos de mierda, pantaletas, cigarros, hermosura, piel,
elasticidad, juventud, llaves, casa, zapatos, sopa de arroz,
agüita de limón, primeros auxilios, madre, loca, hermana,
chingada, nunca más, óyelo, nunca más, insoportable,
vestido, dinero, está loca si cree que me voy a quedar con
los brazos cruzados, si cree, silencio, si se piensa, nada,
si por algún motivo

No sé si me guste tanto olvido entre nosotros. Ella parece quererme y, por lo que me entero, yo la quiero a ella de manera muy especial. Soy, dice la vocecita, algo muy importante en su vida. Parece provocarme sólo cosas buenas o cosas calientes o ambas y yo siento que todo está bien cuando ella es Denise conduciendo el auto y la escucho decir cosas que a nadie importan, con la pasión distendida de las confesiones terminales o los grandes discursos, porque Denise es, ante todo, palabras, voz que no cesa de formular y nombrar y conjurar estupideces, incontinente, como forma primera de marcar su espacio vital en el mundo, como si las palabras se le hicieran hojas girando en torno a su voz que es un alambre de púas, a veces, un listón de seda, a veces, un cordel de estambre, a veces más, y uno tuviera que retirarse, hacerse a un lado, previniendo el embate del tornado protector que aleja y esconde a Denise y eso mismo, dice la vocecita, me atrae, me la presenta loca y divertida como si dijera guapa y millonaria, porque la veo y me gusta lo que veo en su cara y sus gestos y su cuerpo y sus maneras, pero también sé (o presiento) que me puede gustar menos que muchas otras que me han gustado tanto, aunque Denise y su cabellera de esponja marina se ve tan bien a contraluz esta tarde a la que reclama no sé cuántas cosas acerca de la vida, su vida pequeñita para la que soy tan importante, como si la tarde –que degrada al negro en tantos grises–   lastimara a alguien con su belleza o inundara el mundo con frases tan trilladas.
La imposibilidad de nuestra historia reside en la mutua negativa a caminar las bien pavimentadas calles del cliché:
Recibí muchas llamadas ese día, pero no respondí a ninguna. No supe que él había sido uno de tantos. Teníamos mucho tiempo sin vernos y, la verdad, yo ya no quería verlo otra vez. De sólo recordar el último invierno juntos se me congelaba el pecho. Nunca he vivido nada peor. Todo cambió para mí desde entonces. Aquella casa me representaba  el arquetipo de la zozobra, y él era esa casa, sus ojos eran esas ventanas por las que nunca entraba el sol y su aspecto era el de aquel  oscuro pasillo ineludible, de una habitación desolada a otra igual, en el que tantas veces sentí miedo y me eché a llorar. Hasta el mismo olor a axila y tierra húmeda, perenne.
Después de aquello nos volvimos a ver muchas veces, manteníamos los mismos amigos (o como se le pueda llamar a toda esa gente) y yo tardé casi dos en abandonar el rumbo. Fue curioso, porque recién nos separamos y ambos nos veíamos con gusto, como si todo el daño desapareciera de repente, por el simple hecho de no vernos la cara todo el día todos los días, y sólo cosas buenas  quedaran entre nosotros.
Ahora que lo digo he sentido un nudo en la garganta. Espera.
Al pasar el tiempo, fui resintiendo lo profundo de las heridas que dejó. Me despertaba por las noches sintiendo su presencia y, muchas veces, sus frases llenas de odio irrumpían en mi cabeza, a media charla con alguien más o estando a solas en mi departamento, con nitidez electrizante. Entré en una depresión mortal y creí volverme loca. Etcétera.
Ahora decido el color de los ojos de Denise que se prueba un lente de color distinto en cada uno, verde y violeta, azul y miel, y Así no puedo, le digo, amarillo y blanco, terrorífico, y la muchacha que nos atiende se ríe, y dice que Los verdes siempre se ven muy bien, y no sé por qué encuentro una clase de vulgaridad risible que me aleja de la situación y me da cuenta de  Denise en shorts y ojos bicolores, y una morenita de sonrisa fantástica, yo entre las dos, sonriendo también, tarde luminosa, en un sitio donde todos los que pasean son extras de películas entrañables y Denise dice que me veo más guapo si se pone los azules y que me veo más viejo si se pone los castaños y que parezco nórdico si se pone los violáceos y que le gustaría que me llamara Olaf y fuera dueño de varios perros flacos, perros altos, de pelo largo, ¿cómo se llaman?, perros lindos de gente adinerada que parecen muñequitas, que fuera dueño de tres y saliera a pasearlos por un bosquecito todos los días, con mi aspecto pensativo que tanto le atraería desde una banca del prado al que ella iba a leer, y claro que ya me habría dado cuenta, inducido en más de una forma a solicitar acceso, pero me escondía tras mis perros y fingía que no veía a quien me veía con ojos que hacían ver los míos de un transparente esmeralda, hasta que un día, por cualquier cosa, nos encontramos en una tienda de esas  y ella diría algo así como Te ves más alto sin tus perritos o algo así como ¿Dónde dejaste a las niñas? o algo así y yo mostraría sorpresa ante la bella irrupción y diría algo así como ¿Disculpa?  o ¿Es a mí? o ¿Ah? y tú dirías tu nombre y yo diría Olaf.
Pensé en mi escritura, en lo mucho que aún tenía que aprender. Uno toma cosas de la vida e intenta hacerlas parecer extrañas por medio de las letras, intenta profundizar en donde no hay nada y divertirse con lo más manido de la historia. Aproveché que Denise se entretenía viendo todo nuevo con sus ojos violetas y marqué el 912 15 23 desde un teléfono público junto a los baños del centro comercial.
-          ¿Bueno?
Colgué, asustado. Esa voz no era en absoluto la que supuestamente debería de contestar. Esa voz tenía otro sexo y parecía llegar desde un sitio tan grande como vacío. Era la voz de alguien que no sabía nada de lo que yo sabía de esa otra voz que no me contestó y que ahora dudaba en recordar bien, como si todo el tiempo hubiera marcado un número que sólo me había gustado por cómo sonaba al nombrar  la secuencia numérica nuevedoce quince veintitrés sin que supiera a dónde o a quién podría pertenecer y como si la voz que suponía debía de contestarme se hubiera introducido en mi cabeza por obra de alguna enfermedad mental en proceso o por la ilusión de escuchar nuevamente a alguien que hace mucho no escuchaba, un viejo amor, un lejano hermano, una referencia de mi existencia antes de todo esto.
(Una bala en la frente mientras da uno de sus discursos –una de esas tonterías retóricas que luego aplauden como tarados todos los tarados que siempre llenan esas congregaciones. Aunque lo que me gustaría más sería matarlo con saña, verlo de cerca, a los ojos, y hacerle saber el listado pormenorizado de razones por las que el castigo no cesaría hasta el último espasmo;  ver al hombre poderoso hecho una piltrafa ululante, un amasijo de quejas y lloros)
¿Cómo podría saber quién era yo en realidad?
Mi celular timbró con el sonsonete del canon de Pachelbel. 912 15 23 llamando. Denise hablando en sueco con una pareja de adolescentes vestidos completamente de negro. La tarde sin orillas, desparramando luz como agua tibia. Contesté:
-          ¿Bueno?
-          Tienes que hacerlo hoy por la noche – dijo la voz.
-          Sí – contesté y noté el cambio en mi piel y en mi estatura.


 

De sogas, epitafios y eructos dedicados


Fotografía: Fernando Paredes, Aguascalientes, Ags. México, 2009.




Odio a mi mujer. Un odio tan profundo como el primer amor que le profesé: lento e intenso por igual. Pudiera matarla. Y digo pudiera porque quiero y no puedo. Cosas de policías, jueces y licenciados. Ella lo sabe. El día a día lo confirma minuciosamente; un gesto aquí, una pregunta sin respuesta allá, un portazo bien medido, un codazo a media noche, fingiendo dormir…

 

Antes de vivir con ella al único que podía despreciar era a mí mismo. Ahora sé que no hay delicia más tortuosa que desmenuzar los defectos, fallas e idioteces de alguien más. ¡Y las suyas son tantas! El tonito mustio de su voz, la mirada vacuna a la hora de comer, el hedor que deja en las almohadas, ese andar de pato, ese estómago blancuzco, la manía insoportable de reírse sola, sus ronquidos inhumanos, su indomable pereza, todas y cada una de sus opiniones, todas y cada una de sus prendas, sus hemorragias y cólicos mensuales (exactos, puntuales), los amigos de su infancia, las amigas que frecuenta, su total falta de malicia, las cosas que me cuenta...

 

Que me contaba. Ya no nos hablamos. Hemos vuelto a la época en que el lenguaje se conformaba de gruñidos, onomatopeyas y monosílabos. Pudiera destrozarle un hueso de mamut en la cabeza, ofrecerla en sacrificio a un dios recién inventado por mí, destazarla, asarla, comérmela y quedar insatisfecho. Y apagar cigarrillos en su vientre, hundirle los ojos, darle martillazos en los dedos de sus pies, morderle las tetas, escupir tejidos, darle puñetazos al rostro hasta dejarle un solo diente y amarrarle un hilito y jalar para que caiga juguetonamente sobre las baldosas color marrón.

 

La odio con el más antiguo de los odios, el primario e inconsciente; el auténtico furor de la bestia herida. Y no estoy herido, estoy harto. Hay momentos en los que sé que no tendré el estoico desprecio que me exigen sus ires y venires; la sola certeza de su presencia sería suficiente para enloquecer. Me invento cualquier camino para retrasar mi llegada a casa y me regodeo con fantasías mortuorias, con tajadas rapidísimas a la yugular. Imagino que ese árbol es lo suficientemente fuerte como para colgarla de la última rama o que esta avenida es muy transitada y un atropellamiento provocado pasaría por accidente lamentable o que es cosa de ahorrar tres quincenas y esa pistolita haría tan bien su primer trabajo…

 

A cada segundo que pasa es mayor el cebo que se forma en mi tráquea; más acedo y nauseabundo. ¿Cómo llegué a esto? No importa, llegué y aquí me quedo. Este odio es la única realidad que ahora poseo. Todo lo demás se ha borrado definitivamente. Me encuentro huérfano de ideas, seco de recursos, limpio de recuerdos. Todo es un ahora sobre fuego; una explosión en cámara lenta. Como la gula, como la incontinencia, como el deseo. No sé cuánto tiempo podré resistirlo. No sé porque no empaco mis cosas y simplemente me largo. El peligro ya ha encontrado otros sitios; ya también ronda mis espaldas. Se ha adueñado de mi cama, de mis libros, de mis tardes de café y revistas. No puedo andar desprevenido, fingiéndome único concesionario de esta maldición. Este espectro de humores negros y afiladas uñas, de sogas, epitafios y eructos dedicados, es la suma inclemente de sentirme acorralado.

 

Ella también me odia, no hace falta investigarlo. Sólo espero su primera invectiva, la más calculada de ellas, para atacar sin remordimientos.

Jorge al final

2007-05-15













Jorge se iba a suicidar y sonó el teléfono.
- ¡Tu padre se acaba de colgar en el baño! – dijo su madre con voz de bocina.
Jorge fue a casa de sus padres, descolgó al muerto, lo enterró y regresó a su casa.
Se iba a suicidar y sonó el teléfono.
- ¡Mamá se acaba de dar un balazo en la cabeza! – dijo su hermana con voz de larga distancia.
Jorge tomó un avión, asistió al velorio, abrazó a su hermana y regresó a su casa.
Se iba a suicidar y sonó el teléfono.
- ¡Tú hermana se tomó un litro de cicuta! – dijo su amigo Timoteo con voz de calavera.
Jorge metió a su hermana en una caja, le prendió fuego y regresó a su casa.
Se iba a suicidar y sonó el teléfono.
- ¡Tu amigo Timoteo se aventó del piso veintinueve! – dijo su esposa con voz de teléfono público.
Jorge recogió los pedazos de su amigo, se los dio a un perra callejera emabarazada, dio media vuelta y se fue a su casa.
Se iba a suicidar y sonó el teléfono.
- ¡Tu esposa se cortó las venas en un bar! – dijo su patrón con voz de intercomunicador.
Jorge llegó al bar, cargó a su esposa, pagó la cuenta, la llevó al campo, la dejó sobre un hormiguero y regresó a su casa.
Se iba a suicidar y sonó el teléfono.
- ¡Tu patrón...
Jorge colgó de golpe y salió a la terraza. Intentó prender un cigarro, pero un ataque de risa lo convulsionó hasta la muerte.
Descanse en paz.


No hemos luchado por nada





No hemos luchado por nada,
Por nada hemos roto nuestro cuerpo,
Nada hay en nuestras banderas de estúpida inocencia.
No hemos peleado por nada,

Sólo hemos llegado a lugares limpios,
A pisos de espejo,
A camas tendidas,

Rodeados de gente igual, complaciente y complacida,
Buenos ciudadanos que no cuestionan,

Que no dudan.

Las cosas ya estaban ahí,
Ordenadas,
Clasificadas,
Dispuestas a ser usadas, 

Pero nunca a ser movidas.

Y el tiempo cabe en la muñeca,
Y el amor es un amasijo de frases hechas,
Y la rabia está bien muerta.

Ella llora

Ilustración: Manuel Meraz Cervantes; Gómez Palacio, Durango, México.









Ella llora. Es su forma de cantarle al mundo. Yo hago limpieza general. Saco las bolsitas de sangre y las marañas de cabello y acomodo libros que quisiera algún día leer, algún día tener tiempo. Yo tenía tiempo, antes. Yo tenía veinte. Yo no lloro. No sé. Mi manera de cantarle al mundo es: No Sé. Mi voz cubre rangos de bajo hasta soprano, de hombre barbado a mujer delgada, de hombre triste a mujer triste: ella llora y es una noche perfecta para no saber. No quiero saber. Hago limpieza general. Los vasos van así. Las sillas van acá. El refrigerador tiene espacios claros para cada cosa: legumbres, envases, frutas, sobras. Clarísimos. Ella dice que estoy loco y yo digo que desde cuándo la locura es orden y la coherencia es caos. Pregunto. No hay respuesta. Hay orden y hay caos. Hay días. Yo nací un viernes. Ella nació un viernes. Moriré un día y tal vez ella muera un día igual. Así son las cosas. Basura todo: acá, aquí, allá. Yo no lloro. Es así y el mundo es grande. Yo soy un hombre feliz, todas las mañanas salgo de casa a trabajar y canto durante doscientos cincuenta metros exactos. Canto bien. La gente me mira raro. La gente no canta porque piensa que cantar en la calle es raro. Canto ahora que hago limpieza. Ella deja pistas de su existencia por todos lados y a mí me da por borrar la presencia de los otros.
 

Pérdida de tiempo. Las cosas se desgastan y uno antes que cualquiera de ellas. Basura todo, tarde o temprano. Todo se rompe. No debería pensar en esas cosas; tengo que arreglar tantas otras: la silla, la lámpara, el baño. Y las situaciones. Y los días. Ella. Alguien, desde un lugar que no puedo precisar, dicta: todo se soluciona queriendo. Viene acompañado de árboles en fronda y pajaritos trinando: queriendo el mundo es otro. O la vida es otra. O creyendo, dictan otros. No Sé. Quizá así sea. Y quizá a unos les sea más fácil que a otros. El mundo no está mal, eso es literatura. El mundo está bien, es perfecto. Eso también es literatura. Quizá se trate solamente de gustos literarios. O de autismo. Yo, al hacer limpieza, me doy cuenta de mi lectura tendenciosa de los hechos: siempre hay algo que anda mal, algo torcido, bajo, sucio. Pero no estoy loco, puedo pensar también de la otra forma. A veces lo hago; algunas adrede, otras sin darme cuenta.

martes, noviembre 06, 2012

Agüitas

   2011-11-15 


Fotografía: Fernando Paredes, Aguascalientes, Ags. México.



En Aguascalientes los negocios abren tarde y cierran temprano. Pue´que todavía a las 10 de la mañana no hayan abierto y dalo por seguro que cierran a las 2 para ir a comer. Luego vuelven a abrir a las 4 y apenas dando las 8 y media están poniendo ya los candados a las cortinas metálicas -casi siempre blancas, casi siempre sucias-  y para eso de las 10 de la noche aquello parece 1980 de lo tranquilo que está.

     En 1980 los taxis eran verdes y su marca era Datsun. Aguascalientes era pequeñito, ni al cuarto de millón llegaba. Había mucho descampado por todas partes, pero también había agua y se podía sembrar y tomar de la llave, con la cosa de que todos tenían los dientes cagados por el sarro, pero no pasaba de eso, no te enfermabas ni nada. Ora no hay agua. O eso dicen, que ya no hay y que vayamos pensando en cambiarle de nombre al estado. O como tantos que ya cambiaron de país y de vida, porque la verdad es que el polvo se adueña de cada vez más centímetros cuadrados y no sólo de pan vive el hombre y menos de pura tortilla. El pródigo valle desapareció tiempo ha y sólo nos queda un sol pasado de lanza y un otoño-invierno de fríos martirizantes al que nadie se acostumbra nunca. La ciudad pasó de cabecera municipal grandota a urbe semimoderna, semiturística y semicaótica en un cuarto de siglo. Ha logrado mantener la compostura, pero no tanto así las apariencias; hay zonas en las que el ciudadano común podría preguntarse en dónde se encuentra, pues tanto ricos como pobres han extremado sus distancias y remarcado lo grotesco de sus símbolos externos. Las páginas de sociales y de nota roja han engrosado sus secciones en lo diarios, lo mismo que el número de carriles en las vialidades o los índices en las tasas de desempleo. Lo que fue un ambiente de sereno devenir devino tensa convivencia entre pares que ya no se reconocen.

     Todavía hace poco a mis paisanos les daba por decir que la Plaza de Armas era el mero centro del país, justo donde la exedra enarbola su aguilota, y que los atardeceres de Aguascalientes eran los “segundos más hermosos del mundo”, sin que nadie pudiera fijar la dirección de la Comisión Mundial Certificadora de Espectáculos Naturales, ni suscribir los nombres del primer y tercero lugares en la lista, ni demostrar con el respectivo diploma la veracidad de tal afirmación. Ambas presunciones han desaparecido junto a la ingenuidad y las señoras que por las noches sacaban las sillas del comedor a la banqueta de sus casas, para conversar largo y tendido con sus vecinas, acerca de la vida y milagros de cualquier ausente.

     Aún así, continúa siendo la planicie cuyas distancias se cubren con prontitud, donde se impone el tránsito sereno del atardecer -su noche de desierto, su amanecer de campo-, al carácter displicente con el que sus habitantes ven pasar las cosas y en el que aún quedan rastros de una cordialidad apenas secuestrada.

     Es una ciudad que se presenta sin ínfulas de nada. Rodeada de otras que son “joyas coloniales”, “capitales industriosas”, “escenarios históricos”, “cunas” desto y lotro, Aguascalientes no presume ni fama ni prosapia y se conforma con ser la sede de una feria ebria y excesiva, en la que pobres y ricos se igualan porque borrachos todos somos lo mismo, y que una vez terminada, su recuerdo se va de inmediato al cajón de Lo Muy Lejano o al bote de Lo Que Sería Mejor Olvidar, funcionando como el subconsciente de un lugar en el que todos dicen que no hay nada, que no pasa nada, que qué aburrido, que la chingada, pero en cuya fiesta mayor todos hemos sido iniciados en alguna mala arte, y a la que todos volvemos año tras año con el mismo nervio desquiciado de la primera vez, para con-fundirnos en la masa humana y perder los márgenes cotidianos, empujados por una estridencia salpicada de rostros y curvas y choques y duelos instantáneos, en donde todos bailan y todos gritan y todos presienten que el desastre ocurrirá de pronto, hasta el día (el año) en que simplemente nos repele y comenzamos a hablar de ella como de una novia con la que nos divertimos mucho pero que nunca cambiará y con la que es cansado continuar fingiendo adolescencia, y no nos duele saber que miles de weyes la están pisando, la están orinando y guacareando, porque sabemos que le encanta ser tratada así y estará revolcándose de alegría, la muy puta.

     A estas alturas es insuficiente el glosario de términos entonados en Re-huevón (el ira, el haiga, el saaabe, el dese sobre la desa) o el itinerario de las doñas beatas (de misa al mercado a la casa y de nuevo a la iglesia) o las señas particulares de los señores bajitos, de carne prieta y ojillos negros -con bigote recortado, sombrero vaquero y botines color miel-, para describir apenas nada de este llano con vialidades bien trazadas en la periferia y un laberinto absurdo en las calles del centro, en donde las referencias para ubicar una dirección cualquiera son los templos que se levantan demasiado cerca uno del otro, porque de otra manera sería imposible hacer entender la trama y las vueltas a quien pregunta cómo llegar a la casa donde se celebrará la fiesta.

Chaskas que son esquites, bolsas de papitas con cueritos nadando en salsa, semillas de calabaza, jicaletas con chamoy, gorditas de lengua y deshebrada, tacos al pastor, tortas de lechón, birria y menudo para la cruda, carne asada con cebollitas y choriqueso, porque aquí comienza el norte y la cerveza se hizo para este clima de canciones rancheras y este cielo azul espeso por donde el sol resbala lentamente.

Las morras de las escuelas usan las falditas al borde de lo ecuánime y los vatos se relacionan a base de golpes y carrilla pesada; un "chingas a tu madre", acá, es un buenas tardes, y "pendejo" es el mote de nuestro mejor amigo. Tan chiras las morrilas, bañadas y maquilladas desde tempra, saturando los camiones con el frutal aroma de sus rutinas, prendiendo el boiler sin meterse a bañar, parando el tráfico sin cruzar la calle, nomás porque les encanta ser remiradas y fingir demencia.

Al orgullo del individuo no lo conforma otra cosa que su propia lucha. No requiere -porque no la tiene- una historia colectiva o una arquitectura emblemática que la encuadre. Es una especie de desarraigo, un no deberle a nadie ni el saludo -aunque la franqueza siempre sea autocensurada-, lo que hacen del hidrocálido, el aguascalentense, el aquicalidense y el hidrotermapolitano, un huérfano entre tanta madre, incapaz de identificar en sí mismo la añoranza de tiempos mejores, siempre dispuesto a mejor carcajearse de sí mismo, antes que defender alguna tradición dizque propia.

Matamoscas*

Ilustración: Zertuche Slecht Leven, Aguascalientes, Ags. México. 2012. Iba a sentarme a escribir pero me puse a matar moscas. No ...