viernes, julio 08, 2011

Padre Árbol

A guy.










Recuerdo a cuatro de los niños que formaban parte de una de las bandas más particulares de mi infancia en la escuela. Elio, Eloy, Eric y Gustavo eran buenos estudiantes, malos deportistas, torpes para los golpes (algunos más, algunos menos) y, aunque no eran los únicos, sé que eran los líderes de la banda del Padre Árbol, algo que, creo, comenzó como un juego y terminó siendo un culto prohibido o, más aún, anatemizado dentro y fuera de la escuela, en nuestras casas, lo cual ya era decir mucho. Nunca me enteré de las, digamos, reglas o los fundamentos del grupo y sus rituales, pero todos nos enteramos del objeto de su adoración, el cual era uno de los muchos viejos y fuertes eucaliptos que demarcaban los campos de futbol, dentro del colegio. Por qué habían decidido o cómo “supieron” que ese eucalipto en particular era el Padre Árbol, no lo adiviné nunca. Acaso era más alto o más grueso o contenía algún antropomorfismo visto desde algún ángulo específico que yo nunca encontré (hice mis propias investigaciones). Las instalaciones del colegio donde cursé la primaria eran 70% campos bien cuidados para jugar futbol; pinos y eucaliptos -que seguramente vivían ahí antes de que aquello fuera una escuela- servían para trazar paseos y fronteras entre una y otra cancha; así, cada salón tenía su propia fracción de campo, suficiente para dispersar al hervidero de niños que salían a competir como enajenados en las horas de recreo. Andando hasta el fondo se formaba una oscura arboleda en la que estaba levantado un enrejado, aviso de que la primaria terminaba, y allá, entrevisto por los negros troncos, se abría el mundo de la secundaria y el bachillerato, infiernos prometidos y deseados. Aquella era, pues, la mejor escuela, la más grande, la de mayor prestigio deportivo y académico, sólo para varones. Como es de suponerse, pertenecía -pertenece aún- a una orden religiosa. Asistíamos los hijos de las familias acomodadas de aquella todavía pequeña ciudad de mediados de los 80’s y recibíamos el tipo de educación que, con el tiempo, divide tajantemente a los patrones de los obreros. Fijaciones con cosas como el orden, la limpieza y la presentación personal, y fijaciones con cosas como la Virgen, el pecado y un Dios que todo lo vigila, en medio de una especie de competencia selectiva, inducida por el mismo profesorado, de la cual no éramos conscientes y de la que, me temo, aún hoy muchos de mis compañeros de entonces no habrán caído en la cuenta. Éramos niños viviendo y compartiendo con la clase de gente que nos rodeaba desde el primer respiro. No había duda en ninguna de las cosas que se nos inculcaron como ciertas. Eso nos igualaba y definía un perfil, una forma de comportarnos ante el mundo, al menos teóricamente. En la práctica sabíamos que no éramos iguales entre nosotros; había grupos, personalidades, habilidades, coincidencias y desprecios que hacían imposible ser amigo de todos. El deporte era un factor que designaba lugares dentro de nuestra propia escala social; el líder dentro del campo de juego ampliaba su impronta en las relaciones fuera de éste y aseguraba la camaradería de los que, como él, practicaban y eran buenos en algún deporte. La otra raza la conformaban los adeptos al estudio. No quiero formar la imagen prototípica de las escuelas gringas que todos hemos visto en cine o en televisión, donde los futbolistas mamarrachos mantienen una especie de reinado sobre los buenos estudiantes, a base de golpes y/o extorsión. Éramos muy jóvenes para eso y había niños muy buenos para las matemáticas que también eran delanteros de primera. El asunto era que ni Elio, ni Eloy, ni Eric, ni Gustavo formaba parte del once ideal de nadie con tres dedos de frente… y a ellos eso les importaba un pepino. Elio era el alumno más brillante de la clase; sus pies, además de planos, torcían un poco hacia adentro, lo que le obligó a llevar ortopédicos durante toda la primaria; usaba lentes y era de carácter tranquilo. Eloy era un gordo simpático, desaliñado, bueno para algunas materias y malo para las otras; de voz chillona, entrón para los golpes y futbolista de cuarta que de vez en vez se colaba en partidos importantes; Eric es el que más se me escapa, pero es quien termina teniendo el papel más importante en la historia; era flaco, de cabeza ahuevada y grandes dientes superiores que lo hacían silbar un poco mientras hablaba; Gustavo era (y seguirá siendo) un chaparrito cabezón, rubio de grandes ojos azules, que no era ni buen deportista ni buen estudiante, un subgénero de entonces que parece ser el dominante de hoy día. Así de prototípicos, los cuatro encontraron en un eucalipto, colindante ya a la arboleda del fondo, algo sobrenatural que los llevó a adorarlo, fundar preceptos y urdir un culto que terminó de manera escandalosa.

No recuerdo quién me puso al tanto del asunto. El Padre Árbol recibía pleitesía todos los días, se le cantaba, se le rezaba, y como muestra de devoción, uno o varios de sus cultores dejaban ofrendas al pie del ser; ofrendas que consistían en paquetes de pastelillos o frituras o alimentos preparados en casa. ¡Creo que ésa era la anécdota! Alguien cercano a ellos se enteró del rito y durante un tiempo lo aprovechó, comiéndose todas las ofrendas sin decirle a nadie, hasta que vio cómo aquello se tornaba cada vez más loco y se le ocurrió invitar a alguien más a presenciarlo. De ahí cundió por toda la escuela: varios nerds adoraban a un árbol, le dejaban twinkys y cantaban cosas como “¡Oh, Padre Árbol, danos tu poder!” mientras lo abrazaban y se restregaban contra el tronco. De inmediato nos fuimos a burlar de los señalados. Eso fue un error. Debimos esperar, ocultos en la arboleda, para ver una ceremonia con nuestros propios ojos, no asustar de esa manera a los apóstatas, quienes desde ese día tuvieron la inteligencia de no acercarse a la zona, al menos durante el tiempo que estuvo asediado por los curiosos, que no fue poco, y fingieron la demencia debida en esos casos, negándolo todo. Era raro ver cómo crecía el mito de sus hechos, mientras ellos seguían siendo sólo unos torpes buenos estudiantes que se mantenían al margen. Se decía que eran más; que, incluso, eran cientos; que muy temprano en la madrugada se podían encontrar, todavía, ofrendas, y que quien se encargaba de desaparecerlas era un conserje, comisionado a su vez por la dirección del colegio, al tanto ya de la herejía que se llevaba a cabo en su propio territorio. “¡Oh, Padre Árbol, danos tu poder!” se convirtió en una consigna de uso corriente entre nosotros, un chiste local con sentidos múltiples y ambiguos. En favor a lo fantástico, debo decir que fui testigo de dos casos extraños. Uno fue cuando en el tronco aparecieron grabados, con muy buen pulso, una abigarrada serie de pequeños rectángulos con líneas y puntos en su interior, a la manera de una estera o el complicado patrón de un tejido; un trabajo que suponía un par de horas, al menos, y nadie había visto a nadie haciéndolo. Lo lógico era pensar que cualquiera, con un poco de suerte y paciencia, lo había logrado. Pero en esos días la zona fue vigilada por toda clase de curiosos, incluidos los alumnos de grados más arriba. De haberse hecho a la vista de todos, pronto hubiéramos conocido el nombre del autor, de alguna manera u otra. Otra característica en el grabado fue motivo para los supuestos más delirantes: estaba hecho a una altura imposible para cualquiera de nosotros. Era, sin duda, el trabajo de un hombre adulto. Otra vez el conserje, pero ahora encarnaba otro papel, mucho más interesante que el de esbirro de la dirección; el papel de Sacerdote Supremo del Padre Árbol. Elio y los otros eran solamente los beatos; el conserje tenía años induciendo a los alumnos de la escuela a convertirse al culto. ¿Sus intenciones? Negrura total. Esto pronto se rebatió, haciendo uso de la lógica: Si el conserje llevaba tantos años haciéndolo, por qué querría ser descubierto con tan sencillas deducciones. Haciendo uso de la lógica, se propuso otra explicación más plausible: en realidad era un árbol sagrado y ese grabado era algo así como un código o una clave que era urgente descifrar. ¿Por qué? ¡Eso es lo que hay que descubrir! ¿Pero quién hizo el grabado? ¡Él solo se hizo! Acoto: en el colegio veíamos películas acerca de la vida de santos o de apariciones milagrosas, como las de Fátima. Bien podrían aparecerle esas cosas a un árbol sagrado, sin caer en contradicción. Íbamos en 4º de primaria, teníamos 9 años de edad, en promedio, y todavía éramos capaces de creer en casi cualquier cosa. Formé parte del escuadrón que llevó a Elio y a Eric, prisioneros, para que explicaran el significado de los rectángulos. Entonces fui testigo de la segunda cosa extraña: el tronco había sido lijado y el código había desaparecido por completo. Otra vez ni un sólo testigo. Los dos acusados se mantuvieron serenos bajo nuestro acoso de preguntas y burlas, como si realmente no supieran nada. De nuevo el conserje, etc. Unas semanas más tarde se diluyó la importancia del asunto, hasta que la perdió completamente. La arboleda volvió a su antigua somnolencia, al tiempo que nosotros nos enzarzábamos en nuestras propias situaciones. Pero la cosa había llegado a oídos de los maestros, lo que provocó la presencia del director en nuestro salón, hablándonos acerca de lo peligroso que era adorar falsos dioses, ejemplificándolo con extractos de historias bíblicas en las que Yahvé se refocilaba en condenar y matar a los infieles, para luego, en una clara maniobra de coacción, sugerir que quien diera información importante acerca de ese culto blasfemo a un árbol, sería recompensado tanto en la tierra como en el cielo. Pues bien, todos sabíamos algo y nadie dijimos nada. Pusimos en práctica la regla no escrita de la camaradería universal: No delatar. Y fue magnífico percibir la frustración de aquel tipo que se hacía llamar director y que, a fin de cuentas, no era más que uno contra todos nosotros. Descubrimos el montonerismo sublimado al estadio de “causa”. Y luego, como ya dije, lo olvidamos.

“¡Eric se aventó del Padre Árbol!” Eso era lo que realmente quería contar, cuando Eric se aventó del Padre Árbol. Según quienes lo habían visto todo, cantó durante unos minutos antes de arrojarse de frente, con los brazos abiertos, gritando: ¡Padre Árbol, dame tu poder! y se estampó sin más, durísimo, contra el suelo de tierra; comenzó a convulsionarse y luego nada, se quedó tieso. “¡Eric se aventó del Padre Árbol!” Salimos todos corriendo hacia el sitio sagrado, en el que ya se veía un numeroso grupo de fisgones haciendo bola. Otros dijeron que no cantó, que sólo subió hasta la última de las ramas que pudo sostenerlo (en realidad era un niño muy ligero, llegó casi hasta la punta del árbol, a más de diez metros de altura) y, sin pensarlo, se aventó de espaldas al vacío, gritando, eso sí: ¡Padre Árbol, dame tu poder! O “hazme volar”. Algo así. Era hora de recreo, estábamos jugando fut en nuestra cancha y de pronto llegó Brambila, gritando la noticia de lo que Eric acababa de hacer. ¿Se aventó? En el trayecto de esa carrera hacia el sitio del sacrificio, la certeza de mi primer encuentro con la muerte hizo que realmente todo se paralizara. ¡Está muerto! Era increíble que un niño de mi clase se hubiera matado ahí mismo, ¡y de esa manera! ¡Y yo iba a verlo ahora mismo! “¡Eric se aventó del Padre Árbol!” Elio estaba fuera de sí. Su palidez no casaba con la furia de sus ojos, ni su andar envalentonado casaba con sus pies un poco chuecos. Lloraba, eufórico, dando vueltas desesperadas, enfrentando con la vista a todos, como si nos culpara de lo hecho por su amigo. Ese día pensé que nos había intimidado su clara disposición a la pelea a muerte, pero ahora creo que en verdad nos hizo sentir esa vergüenza del que ha actuado en bandada sobre el indefenso y de pronto es fielmente reconocido como uno de ellos. Yo y muchos otros nos burlamos o nos aprovechamos de Eric, porque eso era lo que teníamos que hacer: subyugar al débil, hacer sentirse mal al pequeño por su pequeñez (y al gordo por su gordura, y al negro por su negrura…), despreciar al torpe y al excéntrico y al mediocre, golpearlo de vez en cuando para que no olvide, sólo para que no olvide, y olvidarlo nosotros, hasta reencontrarlo en el círculo vicioso de las relaciones grupales, para volver a burlarnos y sobajarlos, en un ejercicio inconsciente de totalitarismo sutil y efectivo. “¡Eric se aventó del Padre Árbol!” Y se quedó tieso. ¿Nadie va a hacer nada? ¡El sacrificio propiciatorio! ¡El Padre Árbol recibirá la sangre de su hijo amadísimo y teñirá con ella su camino de venganza! ¡Alabado sea el Señor y sus justos designios! ¡Oh, Padre Árbol, danos tu poder! ¡Haznos fuertes, victoriosos, temibles! ¡Danos tu eternidad! ¡Que el malo se rinda ante nosotros y las fieras huyan despavoridas! ¡Sálvanos de todo mal! ¡Líbranos de todo peligro! ¡Te alabamos, te bendecimos, te adoramos! ¡Oh, Padre Árbol, danos tu poder!

Cuando llegué al punto exacto del aterrizaje, lo estaban subiendo entre cuatro a una carretilla que pertenecía al conserje. ¿Estaba muerto? Nadie lo sabía. Una carretilla de construcción, de acero, oxidada y sucia. Uno de los ayudantes, Roberto, tomó luego por las manillas el vehículo y avanzó corriendo hacia la rampa de acceso al patio, con el deshilachado cuerpo de Eric saliéndose por todos lados, brincando, hasta que se salió por completo en un reborde que no vio o no midió bien; Roberto perdió el control y Eric cayó como mono de trapo, esta vez contra el más benigno césped. Lo que recuerdo es que muchos se rieron. Yo no. Yo corrí a ayudar a Roberto, quien de todos modos llevaba una caravana de niños estentóreos detrás de él, y algunos de ellos le ayudaron a subir de nuevo a Eric a la carretilla, antes de que yo pudiera acercarme, y volvieron a correr detrás de él, como una estela de gritos. Ahí me quedé parado. El escándalo trascendió las altas bardas del colegio y de repente el Padre Árbol estaba en la mesa de todos, alargando sus tenebrosas ramas por nuestros cuartos, mientras nuestros padres clamaban por una explicación que diera un poco de sentido a la locura que relataban sus hijos y a lo escuchado por boca de otros padres horrorizados con lo que sucedía ahí dentro, en la mejor escuela de la ciudad. Se nos impidió terminantemente juntarnos con los otros niños acusados de herejía; cosa inútil, porque ellos sólo se juntaban con ellos mismos. Estoy seguro de que hubo niños que fueron cambiados a otro colegio a causa de esto. Algunos padres abogaron por la tala del eucalipto maligno, pero alguien inteligente les hizo ver la impresión contraria que eso podría provocar en la mente de los alumnos. Lo mejor era dejar que todo pasara naturalmente. Ya verán cómo pronto será tan sólo una anécdota.

Eric no regresó en todo ese ciclo escolar. Se rompió costillas y huesos de la cara y dislocado la clavícula y hecho polvo una muñeca y adiós dientes frontales que lo hacían silbar un poco cuando hablaba. Yo nunca fui a visitarlo a su casa, pero me enteraba de su recuperación por boca de otros. Regresó a clases al siguiente año escolar, totalmente recuperado, con algunas cicatrices en el rostro y en el cuerpo, pero nada que lo hubiera deformado o dejado cojo o algo así, lo cual era ya un milagro. Un día le pregunté por qué lo había hecho. “¡Para volar, obviamente!” Los implantes en su dentadura eran casi idénticos a los originales. Ahora lo recuerdo mejor: era un niño bueno, sin malicia, un tanto tímido, que sonreía fácilmente. ¿Y qué sentiste al darte el costalazo? “¿Cuál costalazo?” dijo, con una extrañeza auténtica. "¡Yo volé!”, y luego de decir esto, comenzó a hacer el ruido de un motor y se alejó de mí, volando.

A él no lo he vuelto a ver desde que me corrieron de aquella escuela en segundo año de secundaria, pero a los otros sí, incidentalmente. Eloy es uno de los licenciados en Derecho más renombrados de la ciudad, maestro de universidad, autor de varios libros en su materia y activo participantre de las discuciones políticas del rancho; a Gustavo lo vi un día entregando agua embotellada, uniformado de azul y con la misma cara de niño asombrado. Se hizo el tonto y no me saludó. Y Elio me sorprendió el día que, en un bar decadente, era él quien tocaba la guitarra y gritaba en la banda de punk que ponía ruido al lugar. Bueno, no era de punk, porque ellos de punks no tenían ni la facha, pero tocaban canciones de los Ramones, MC5 y algunas cosas más. Y no lo hacían tan mal.

Matamoscas*

Ilustración: Zertuche Slecht Leven, Aguascalientes, Ags. México. 2012. Iba a sentarme a escribir pero me puse a matar moscas. No ...