lunes, diciembre 31, 2012

Una crisis de hoja en blanco al buen estilo aristidemiano




La crisis de la hoja en blanco siempre ha sido una constante para mí. No porque no tenga nada que decir, no porque no quiera decir nada; sino porque cuando quiero decir no es lo que quiero y las palabras, el lenguaje y toda la falsedad de la supuesta expresión no siempre lo dicen todo.  Es tal vez una mera repetición de ideas lo que estoy a punto de hacer –que ya empecé- y que como siempre, es más difícil encontrarle pies, cabeza, sentido o cualquier incoherencia que dentro de la lógica tenga coherencia. No bastan las palabras carnalito, siempre quedó más que claro, y nunca fue suficiente.

La crisis de la hoja en blanco se debería llamar esta parrafada, la crisis de querer decir tantas cosas y que todas se queden atragantadas en los dedos, en las uñas. La crisis de querer expresar algo que de cualquier forma es o reprochable o desdecible por cualquier otra parte. Me siento, tratando de tomar una taza de café a sorbos largos, tratando de entender lo que sigue, pero después de unos segundos, minutos no hay nada, nada más que el ruido de fondo, las imágenes inconexas que se repiten una a otra, las ideas que se machacan entre sí queriendo salir una, otra y otra para dejar de la principal y convertirse un híbrido extraño, una amalgama entre palabra-sensación-incoherencia, que cuando me doy cuenta, la asquerosa hoja está ahí, tratando de ser cubierta por algo que simplemente es nada, que es simplemente lo simple, la otra vida, la simple.

Luego trato de poner un poco de orden a la idea principal, un poco de coherencia y sentido y –recuerdo- esperar que lo que sigue empiece a tomar forma. Como cuando se quiere crear una historia a partir del absurdo, hay que partir desde él mismo y luego reconstruirlo para hacerlo entendible. No sé cuántas cosas tengan que sentirse para que escribir sea algo que vale la pena, vos lo entendiste hace mucho, años, vidas enteras; escribir es nada más exorcizarse los propios demonios, escribir siempre fue la exculpación de todo aquello que creemos que no se puede decir y que es necesario transcribir, pero siempre el pudor era más fuerte. El pudor de pensar que qué dirá equis o ye sobre lo que pienso, si se me empezará a juzgar o a tratar de descifrar. También está la tonta teoría de que simplemente nos gusta el baile de máscaras y nos acostumbramos a andar en él que cuando salimos a la calle –y nos vemos envueltos en humo, entre ruido y miles de extraños- queremos fingir, yendo de allá para acá, de un lado a otro, idas y venidas, todas en casi la misma dirección para encontrar lo que no hay en ningún lado.

La muerte tenía algo de hipocresía desde que se mostró que a nadie le importa. Es una oración desde la cual puede partir mucho, pero no hay razón para hacerlo, porque desde mucho tiempo atrás viene importando poco el qué dirán, el qué harán, el cómo funcionará la cosa; desde tiempo atrás solo van sombras, manchas absurdas en papel que se intentan hilvanar, transgredir y desdecirse al mismo tiempo, ¿pero para qué?, me lo vengo preguntando desde hace tiempo. También te lo preguntaste de más de una forma porque estar cuestionando el absurdo es la mejor forma de perder el tiempo, de ver las agujas del reloj caminar hasta repetirse, hasta darse cuenta –uno, el otro, cualquiera- que es el único círculo vicioso que no dejamos escapar. La muerte siempre ha tenido el patetismo suficiente –como para que te dé risa o como para que te burlés como si no hubiese sido suficiente reírte en mi cara.

Luego me pongo a recordar que habían tantas frases sueltas, más que frases sueltas un montón de palabras sin lugar, sin ubicación. Luego, también había la necedad de experimentar con colocarlas aquí, allá, al revés, al derecho. Luego de nuevo la circularidad de tener la manía absurda de borrar, como se borra una mancha en el espejo, y de vuelta. La puta hoja en blanco que repite la idiotez de pensar que seguramente lo que esté escrito ya estuvo escrito y seguramente alguien lo va repetir.

O simplemente el lloriqueo de tratar de desentenderme de todos los demás y preguntarme tantas cosas como se preguntan tantos, -la manía chismosa de querer saber lo que no me incumbe- que a esta altura no tiene sentido. Porque si tuviera sentido, si las palabras volvieran a convertirse en frases, en gestos leídos, en dislocamientos o en absurdos in extremis, sí, si las palabras volvieran una vez más, seguro la puta hoja con manchas estaría ahí, preguntándose lo que todos se preguntan y que con respuesta o sin ella ¿quién escribirá ahora en ella?

viernes, diciembre 14, 2012

Edi, Edi





—¿Cómo?
—Edilberto.
—Ay no, ¿Edilberto?
—Todos le dicen Edi.
—Al menos no tiene facha de Edilberto.
—Tiene un ojo de vidrio.
—¡Qué! Ay no, ¿cómo crees?
—Ajá. Según me contó, que un día, cuando era niño, jugaba con uno de sus primos en un jardín, y que éste le dio un golpe con la rama de un limonero. Se le clavaron dos espinas en el ojo y ya no fue posible salvárselo.

—¿Se le salió el ojo ahí?
—No se le salió, la rama se quedó incrustada y así lo tuvieron que llevar al hospital.
—¿Tienes una foto donde salga sin lentes oscuros? En esta está muy lejos.
—Sí. Espera, la dejé por acá.
—Pues no sé, amiga. Está muy raro esto de que salgas con un tal Edilberto, con un ojo de vidrio, que nadie conoce ni nadie sabe de dónde vino o a qué se dedica.
—Claro que sé a qué se dedica, es estriper.
—¡Qué! Ay no, ¿cómo crees? ¿Es broma o qué?
—No, es estriper y abogado.
—¡Ja! ¡Estás loca! ¡Jajaja!
—¿Por qué? ¿Sabes cuánto gana?
—¿Como estriper o como abogado?
—Aún no ejerce. Mejor dicho, lo dejó. Dice que gana el triple de lo que ganaba litigando.
—Ay, pues sería un pésimo abogado, oye. Esos te sacan lo que quieren.
—Pues acá también se saca lo que quiere.
—¡Asco! ¡Cómo crees! ¿Ya saben tus papás?
—No, ¿pero te digo qué?
—¿Qué?
—El otro día que me dejó aquí afuera de la casa, mi mamá estaba bajando unas cosas de su coche y Edi me dijo que la conocía, que la había visto en una fiesta en la que él bailó.
—Ay no, ¡júralo!
—Por lo que me dijo, fue en la casa de Martha Aguayo, un jueves de esos en que dizque se ponen a jugar canasta. Al parecer don Flavio estaba de viaje o algo así.
—No lo puedo creer… ¿Y tú mamá? ¿Te contó qué hizo tu mamá?
—Sí, que se la pasó tapándose los ojos y muerta de risa. Y agárrate, Edi me describió a la más lanzada de todas: flaquísima, pelo corto pintado de rojo, naricita operada, labios demasiado gruesos y un vestido escotado hasta el ombligo.
—¡Felicia Talamantes!
—Tu mismísima suegra.
—Ex suegra, por favor.
—Esa vieja está loca.
—¡Jajaja! ¡Qué bárbara! ¡Pero es simpatiquísima!
—Según Edi, se lo quería echar. Le preguntó que cuánto cobraba por el servicio completo.
—¡La cara que pondría Héctor si lo sabe!
—¡Ni se te ocurra contarle!
—Ay no, ¡cómo crees!
—¿Sabes qué le dijo la zafada ésa?
—Ni idea.
—Le dijo: “Te quiero emparejar los ojos, rey”
—¡Ay no! ¡Jajaja! ¡Júralo! ¡Qué asco!
—Qué asco ella, oye.
—¿Baila así, sin lentes?
—¡Pues claro! ¿Qué, en tanga y con lentes oscuros? Es estriper, no naco, oye.
—Ay, amiga, es lo mismo.
—Para nada, Edi viste muy bien; mejor que muchos que conocemos. ¡No encuentro la foto!
—Oye, ¿y qué le dijo Edi? ¿Se negó?
—A ver, él es estriper, no prostituto. ¡Y no me digas que es lo mismo!
—Uhm.
—¿”Uhm” qué?
—Ay, amiga, no sé. La verdad es que estás más loca que Felicia. Ella, al menos, no lo quería de novio. ¿Cómo se te ocurre andar con alguien así? Digo, ya dejándonos de cosas. ¡No me digas que estás enamorada!
—No, no estoy enamorada. Ni somos novios, estamos saliendo nomás. Pero te juro que me he divertido como nunca en mi vida con él…
—No lo dudo.
—…Es muy listo, sabe un montón de cosas, platicamos de todo y no tiene prejuicios estúpidos…
—Me imagino.
—…¡Estoy harta de los hombres tarados que no tienen más conversación que sus carros o sus anécdotas de amigos borrachos! Edi no toma, se ejercita a diario, le gusta leer, ¡le han pasado cosas! ¡A nadie le pasa nada interesante en este pueblo!
—Eso es verdad.
—Él es de Zacatecas, pero conoce todo México. Hace unos años se fue de mochilazo a Sudamérica, estuvo en Paraguay, Argentina y Brasil, aprendió el portugués y estuvo trabajando en un barco. Si lo escucharas hablar de todo eso, de lo que aprendió, de dónde y con quiénes vivió, ¡Dios! ¡Es un alivio!
—Bueno, ya. ¿Qué tal lo hace?
—¡Maravilloso!
—Ay no, es demasiado. Ese hombre no existe.
—Ma-ra-vi-llo-so.
—Ay, amiga, cállate. Ya son tres meses sin nada.
—Además tiene algo... no sé, como mucha ternura... muy... como un niño. A veces creo que le pasaron cosas graves, tal vez maltratos o algo así, porque me abraza, se recarga en mi pecho y se queda quieto, así, abrazándome muy fuerte. Por momentos ha estado a punto de decirme algo, lo veo en sus ojos...
—En su ojo, dirás.
—Ay, no seas así, oye.
—Perdón, amiga.
—De verdad, siento que le pasó algo muy grave y que pronto me lo va a decir.
—Oye, ¿y Antonio?
—¿Qué con él?
—¿Ya no te busca?
—A veces me llama, pero ya no le contesto.
—¡Cuándo sepa que andas con un estriper llamado Edilberto, le va a dar un infarto!
—Que le dé, no me importa. Es un idiota.
—Todos los hombres son unos idiotas, amiga.
—No todos. Eso dices ahora; luego de andar con Héctor, es normal.
—¡Mi Tito! Pero sí, tienes razón, es muy tonto, el pobre. A veces hasta me dan ganas de hablarle para saber cómo está.
—¿Y cómo va a estar? Borracho y coco, como siempre. ¡Ni se te ocurra marcarle!
—No le voy a marcar. Es sólo que a veces…
—¡Acá está la foto!
—¡A ver!
—Se la tomé antier, en un restaurante. Además, eso: el hombre es espléndido…
—¡Natalia!
—¿Qué pasó?
—¡Ay no! ¡No lo puedo creer!
—¿Qué?
—¡Este tipo se llama Eduardo y fue mi novio en la secundaria!
—¿Cómo?
—¡Júralo!
—¡No es cierto! ¡Se llama Edilberto y…
—¡No! ¡Éste se llama Eduardo González y es un vividor hecho y derecho! ¡Qué cabrón hijo de puta!
—¡Cristina!
—Ay no, discúlpame, pero es que este es… ¡El tatuaje en el cuello!, un par de cerezas, ¿no?
—Sí.
—¡Es él! En la otra no lo reconocí por la distancia y por la greña, pero te juro que este maldito fue quien me desvirgó.
—¡Cristina!
—¡Qué cabrón!
—Lo estás confundiendo. Ese tatuaje lo puede traer cualquiera.
—Ay sí, ¿y en el mismo lugar? Nada. Lo puedo reconocer a kilómetros; la sonrisita, la pose… ¡Te está engañando!
—Estás loca.
—¡Te lo juro!
—¡El ojo! Te la has pasado asqueada por su ojo, ¿cómo que fuiste su novia, entonces?
—¡El ojo lo tenía bien! No sé qué le habrá sucedido, pero cuando lo conocí tenía sus dos ojos bien puestos. Oye, por cierto, casi no se le nota el de vidrio. ¿Cuál es?
—Este.
—Ay no, no es posible. ¿Dónde dices que lo conociste?
—En el gimnasio.
—¿Vas al gimnasio?
—Sí, desde hace un mes.
—¿Y por qué no me habías contado?
—Creí que se notaba.
—¿Qué?
—¡Las pompis, tonta!
—¿Mh?
—Ash, ¡olvídalo!
—Es que estoy anonadada. No creí volver a saber nada de este gusano, ¡y menos por ti!
—Cristina, te estás confundiendo, no puede ser quien tú dices.
—Ay no, qué cosa más increíble.
—Estás mal, Cristina. No puede ser.
—Amiga, escucha bien lo que te voy a decir: ¡aléjate de este tipo! Es un desgraciado. Desde adolescente se ha dedicado a malvivir, a estafar. A mí me violó, en pocas palabras.
—¡Ah!
—No sé qué le habrá echado a lo que tomamos esa noche, pero me puse muy, muy, borracha. ¡Tenía catorce años! Ni siquiera lo recuerdo. Fue hasta el otro día, cuando el dolor y la sangre seca, que supe lo que había pasado. Fui a reclamarle, así toda asustadísima. ¡Yo me quería morir! Le hablé a la que era mi mejor amiga de entonces (a quien tengo añísimos sin ver, por cierto) (Se llama Claudia) (Es que no te he contado, pero mis dos primeros años de secundaria los cursé en una federal, porque acabábamos de llegar de Torreón y a mi papá no le fue muy bien al principio, que digamos) (Luego ya, entré al Cristóbal Colón y tú y yo nos conocimos) (¿Te acuerdas de La Marmota, la de Civismo? El otro día la vi en Sam’s. Ay no, vieja espantosa, aún siento que la odio) ¿En qué me quedé?
—Lo de tu amiga Claudia, que le hablaste…
—¡Sí! Le hablé y le pedí que me llevara a casa de Eduardo. Le tuve que contar lo que había pasado. ¡Hasta hoy era la única que lo sabía! Ella estuvo en esa fiesta, pero en algún momento se fue con su novio (con el que luego se casó, por cierto). Bueno, fuimos a la casa de Eduardo. Él no estudiaba en la escuela; lo conocimos por el novio (ahora esposo), de Claudia; luego supe que desde entonces se dedicaba a robar, él mismo me lo dijo. Robaba autos. Primero, sólo los estéreos y lo que hallaba dentro; luego, el carro completo…
—A ver, a ver, espérate ¿Fuiste su novia?
—Sí.
—¿Pero no estás diciendo que te violó?
—Ay, amiga, no te vayas a reír, pero es que en ese entonces yo lo que quería era casarme con él.
—¿Cómo?
—¡Era una boba! ¡Una niña! Yo no sabía nada de nada. Para mí, lo único que importaba era que podía estar embarazada; si mis papás se enteraban, me matan con todo y niño, ¡júralo! Él también era un mocoso de dieciséis o diecisiete años.
—Pero es que no es posible. Edi me ha dicho que a esa edad estaba estudiando la prepa en Guadalajara. Me platicó de sus amigos, del lugar donde vivía.
—¡Préstame esa foto! Es él, te lo juro. Es más, tiene tres lunares pequeños, como un triángulo, en su espalda, a la altura del hombro.
—Sí…
—Ay no, es increíble.
—Hijo de puta…
—¡Natalia!
—¡Es un hijo de puta!
—Así es, amiga.
—¿Qué pasó después? ¿Lo encontraron en su casa?
—Sí. Salió y no lo negó. Dijo que yo se lo había pedido. Eso me puso malísima; yo no recordaba nada. ¡Uy, cómo lloré! Claudia le empezó a decir que eso no era cierto, pero él lo aseguraba sin titubear y nos fuimos de ahí, yo más nerviosa que nunca. ¡Imagínate!
—No me lo imagino.
—¡Horrible!
—¿Sabía hablar portugués?
—Para nada. No sé cómo lo aprendió. El tipo era un burdo. ¿Te ha hablado en portugués realmente?
—Me ha cantado dos canciones.
—¡Ay no!
—Tal vez sea cierto lo de que se fue a Sudamérica y todo eso.
—Lo dudo, ¿eh? Lo dejé ver muchos años, pero durante un tiempo seguí al tanto de sus dengues. Te digo, cuando anduvimos, pasó del robo de autos al comercio de drogas, y luego a otras cosas. Clonaba tarjetas de crédito, también.
—Pero es que eso es lo que no entiendo. Cómo, tú, siendo así como eres, pudiste ser su novia, ¡y con lo que te hizo!
—Ay, amiga, la verdad, la verdad, es que el desgraciado me encantaba.
—¡Ay no! Estás mintiendo.
—No, mira, luego de que fuimos a su casa, él comenzó a buscarme. Todos los días estaba fuera de la escuela y platicábamos. Estaba preocupado, aunque trataba de fingir lo contrario. Ya cuando vimos que no estaba embarazada, teníamos un rato de llevarnos bien y me pidió que fuéramos novios. Duramos un año y medio. Cambió mucho. Tenía unos detallazos, me compraba lo que quisiera, me invitaba a todos lados, cada mes me daba arreglos enormes de rosas...
—Sí.
—¿Esas te las dio él?
—Sí.
—¡Ay, Naty! ¡No sabes cómo lo siento!
—¿Qué sientes?
—¡Todo esto!
—Sí…

—¿Estás bien?
—No, la verdad, no. Estoy asustada.
—Pues sí, ¿eh? Eso de que se cambie el nombre está muy raro.
—Eso es lo que me da miedo.
—¡Amiga!

—¿Diga?
—Sí, este, ¿Eddie?
—Ajá.
—Hola, oye, hablo por tu anuncio…
—Ajá.
—Bueno, este, quería saber, ¿cuánto cobras?
—Quinientos pesos por el show de una hora.
—Oye, este, ¿y qué haces o qué?
—Bailo.
—¿Nomás bailas?
—Bueno, eso depende.
—¿Te dejas manosear?
—Claro, va incluido en el show.
—¿Y lo demás?
—¿Qué es lo demás?
—Este, sexo.
—¿Es para una fiesta o para un servicio particular?
—No, es para una despedida de soltera.
—¿Y con quién tendría sexo?
—Con la novia.
—¿Eres tú?
—¡No!, es mi prima. Se casa en quince días. Le estoy organizando su última despedida, porque las que le han hecho, pff, ¡qué cosa más aburrida!
—¿En dónde sería le servicio?
—En mi domicilio, Paseo Primavera 220, en la colonia Libertad.
—¿Para cuándo?
—Este viernes, a las seis de la tarde.
—Bueno, mira, el servicio así, completo, te sale en mil quinientos. ¿Es virgen?
—¡Ja! ¡Claro que no!
—Oquéi, entonces…
—Este, oye, ¿y cómo estás?
—¿De físico?
—Sip.
—Uno ochenta, bien marcado, pero soy delgado, de piel blanca y cabello castaño.
—¿Guapo?
—Varonil.
—Feo, entonces.
—Ya tú dirás.
—Está bien. Entonces el viernes a las seis, ¿sí?
—Paseo Primavera…
—Doscientos veinte, colonia Libertad.
—Oquéi.
—Bueno, este, nos vemos.
—Espera, ¿cuál es tu nombre?
—Rita.
—¿Tú número de teléfono?
—Cuatrocientos cuarenta y nueve, doce, treinta y cuatro, cincuenta y seis.
—Bien, Rita, el viernes a las seis en punto.
—¡Sale! Chau. ¡Te cuidas!
—Chau.

—¿Diga?
—¿Ya tienes mi dinero, pendejo?
—…
—Ay, cabroncito, ¿crees que estamos bromeando o qué?
—¡Espera! Hablé con el Chato y quedamos en que le iba a poner…
—Sí, pendejo, ¡eso fue hace un mes! ¿Dónde está la carnada que ibas a conseguir?
—Ya está lista, es cosa de llevarla a un lugar seguro que todavía no consigo. No la puedo guardar acá en mi casa, estoy rodeado de vecinos. Denme una semana más.
—A ver, imbécil, ¿qué, tú de plano no entiendes? Si el dinero no lo tenemos en, máximo, veinticuatro horas, te vamos a sacar el otro ojo…
—¡No!
—¡Cállate! ¡Te vamos a sacar el ojo para que haga parejita con el otro que tengo acá en su botecito! ¡A ver si así se te quita lo pendejo!
—¿Tienen mi ojo en formol?
—¡Hijo de la chingada! ¡Escúchame bien, cabrón! ¡El Chato ya dio la orden; yo te estoy dando este plazo para que cumplas! ¡Si no nos pagas, te van a encontrar mañana, tirado en una calle, ciego y jodido! ¡Hijo de puta! ¡Te sacamos del bote y la volviste cagar, pendejo!
—¡Eso ya está pagado! ¡Ya déjenme en paz!
—Achingáchingá, ¿”Ya déjenme en paz”? ¡Pero qué putito me saliste! Mira, pinche tuerto, te lo voy a poner así: te hemos estado siguiendo y sabemos dónde vive y quién es la vieja con la que estás saliendo. No hace falta que la escondas tú, nosotros lo haremos por ti. Hoy mismo se arregla el pedo, nomás sácala a pasear…
—¡No!
—¡Se acabó, pues, hijo de puta! ¡Ya valiste verga! ¡Te vas a ver bonito con los dos ojos de vidrio, cabrón!
—¡No te atrevas a tocarla, guacho de mierda! ¡Óyeme bien!
—Tss, no tienes remedio, pendejo. Adiós, Edi. Ya voy abriendo el botecito pa’ guardar tu otro ojito.
—¡Chingas a tu perra madre!
—Ey. Y otro botecito para los de ella. No, es más, los voy a poner todos juntos, pa’ que se vean toda la vida, así, con mucho amor.
—¡Por favor! ¡Mañana tienen su dinero!
—No, no. Ya me caíste gordo, por marica. Asómate a tu ventana.
—¿Qué?
—La camioneta gris. ¿Ya? La maneja el Potro. Sí te acuerdas del Potro, ¿no?
—…
—Bien que te acuerdas. Te tiene ganas desde hace rato; ya sabes que ese vato está muy pinche loco y cualquier agujero se le hace bueno para entrar.
—Por favor…
—Lo acompaña tu primo Quique. Trae su cuchara lista para sopearte de nuevo.
—Son unos desgraciados.
—Adiós, Edi. ¡Hasta la vista!

—¡Es él!
—¡Ay no! ¡No contestes!
—¡Dios!
—¡No contestes! ¡Apaga el celular!
—¡Se va a dar cuenta!
—¡Ay!
—¡Que ya cuelgue!
—¡Dios mío!
—¡Cristina, qué hago!
—¡No contestes!

—¡De nuevo él!
—¡No contestes!
—Ay no! ¡Otra vez!
—¡Amiga!
—A lo mejor…
—¡No contestes!

—Hola, soy Naty. Por el momento, no puedo atender a tu llamada. ¿Me dejas mensajito luego del famoso bip? ¡Sale!
—Natalia, no preguntes por qué, llama a la policía, pídeles protección, estás en peligro, te van a secuestrar. Muéstrales este mensaje como prueba. Se trata de la banda del Chato Rules, ellos saben quiénes son. ¡No salgas de tu casa! Y si no estás en tu casa, no te muevas de donde estás. Discúlpame, Naty, nunca quise hacerte daño, te lo juro por lo más sagrado. ¡Responde, carajo!... ¡Carajo!

—¡Dejó un mensaje de voz!
—¡Ay no! ¡Ni lo escuches; bórralo! ¡Bloquea su número ya! ¡Que ni sepas cuándo marca! ¡Que se entere de que ya no lo quieres ver!
—¡Sí!
—¡Ufa!
—¡Me estoy volviendo loca!
—¿Sabes qué? ¡Vámonos! Te invito un café en el Starbucks de Altaria, para distraernos y que no te encuentre acá tampoco.
—No, no quiero moverme de mi casa.
—Ay no, amiga. ¡No dejes que te ponga así! Anda, vamos. Yo invito.
—Bueno…
—Anda, anda. Si no, ¿para qué somos las amigas?

Texto del libro El Cuerpo Remendado de Fernando Paredes. De venta en librerías Educal o en la página.

Matamoscas*

Ilustración: Zertuche Slecht Leven, Aguascalientes, Ags. México. 2012. Iba a sentarme a escribir pero me puse a matar moscas. No ...