jueves, junio 14, 2012

Pantalones blancos




Hay distintas formas de hacerlo. La que yo acostumbro es sentarme a las tres de la tarde en los escalones del Parián con una bolsa de agua de chía en una mano y un cigarro en la otra y me quedo esperando. Aunque eso es un decir, porque el desfile es interminable. Hay quienes usan lentes oscuros o simulan leer el periódico o una revista. A mi me parece que eso no es necesario. Lo obvio se transforma en ridículo. Por eso yo me siento sin más que mi agua y mi cigarro y cuando tengo que ver algo, hago precisamente eso: ver. O contemplar, mejor dicho. Porque uno ve las noticias, o ve un avión cruzando el cielo, o ve el semáforo en rojo. Pero para contemplar hace falta un ejercicio de abstracción, un completo entregarse a la imagen que así nos seduce o intriga, un eso y nada más que eso. Están también los que no se conforman sólo con ver pasar, aquellos que persiguen a muy poca distancia el objeto de su atención durante un trayecto considerablemente largo si tenemos en cuenta que la mayoría de los que pertenecen a este grupo son los que ya sobrepasan los sesenta. De hecho se puede adivinar casi con un cien por ciento de certeza el estado civil o emocional de los demás mirones. Los de periódico y revista son hombres con más de diez años de matrimonio a los cuales ha dejado de emocionar su mundo cotidiano y escapan unas horas al trabajo o la familia para darse su pequeño, efímero placer. Los que están sentados en las jardineras o bancas de los parques son, por lo común, estudiantes recolectando material fabulatorio para sosegar (o aumentar) sus nocturnas (o diurnas) efervescencias. Éstos sí llevan a cabo el tradicional movimiento de cabeza de noventa grados acompañado de las expresiones y onomatopeyas correspondientes conforme va pasando frente a ellos la presa en cuestión. Luego están los “distraídos”, aquellos que fingen estar viendo los aparadores de cualquier tienda o usando un teléfono público para el cual no tienen tarjeta, o fingen ver la lista de sabores de cualquier nevería al aire libre, o más: hacen como si el niño que va de su mano les estuviera diciendo algo que los obliga a torcer la vista hasta donde precisamente va pasando alguna de esas cosas. Estos son casados y algunos rescoldos de fidelidad los detienen de hacer más evidente su goce estético. A fin de cuentas todos caen, caemos.
Esto ha de ser la actividad masculina más antigua del mundo. Ver pasar mujeres, verlas andar, contonearse, verlas ir y verlas regresar, ver sus piernas, sus traseros, sus pechos, verles el rostro y buscar en sus ojos un instante de emoción, ver su pelo, sus brazos, su cintura, verlas reírse o platicar, verlas ir solas con rostros seguros o inquietos, ver que se han dado cuenta de que las estamos viendo y ver un desaire en el gesto de sus rostros, un enfado, un desagrado, una burla y, muy pocas veces, ver una sonrisa vanidosa, una sonrisa de aprobación, una sonrisa que siempre salvará al que la haya provocado, pues le dará toda la seguridad que no le pudieron dar ni la escuela, ni la familia, ni todo el dinero. Cuando sucede algo así, cuando dos personas que no se han visto antes y que lo más seguro es que no vuelvan a hacerlo, cuando sin decir absolutamente nada se establece por un álgido segundo una conexión perfecta entre mirón y mirada, entonces la sonrisa viene a ser algo así como una marca indeleble en el tiempo-espacio que se dilata en esa misma eternidad que ha asomado por un instante.
Los que, como yo, nos sentamos en los escalones de cualquier lugar y no disimulamos nuestra hambre vouyeur estamos más bien expuestos al rechazo y al desprecio. Cosa que damos por sentada y no padecemos ni un momento. Al menos yo no. ¿Qué esperaba?, ¿que me sonrieran por estarme comiendo sin dientes todo aquello que se me antoja de su cuerpo? Me gustan sus traseros. Un buen trasero es todo lo que necesito para palpitar. Un trasero firme, bien delineado, carnoso, de esos que dan ganas de acariciar muy suavemente, de apretar con toda la mano, de arrimarse a él y quedarse un año así, calientito. Un trasero de esos y no me importaría que la dueña estuviera decapitada. Aunque el rostro es algo que también me gusta ver. En eso no tengo preferencia. El rostro femenino me gusta en sus más distintas formas, en sus contrastes más notorios. No puedo decir qué es lo que me gusta en el rostro de una negra o de una china o de una rubia, sólo puedo decir que me gustan. Aunque es una mentira aquella de que no hay mujer fea; las hay y bastante. Pero para mí, con un buen par de nalgas se soluciona todo.
Ahora, con esto de que cada vez son menos las que usan falda y, en cambio, son abrumante mayoría las que usan jeans a la cadera, los fetichistas del trasero estamos en una encrucijada. Por un lado los pantalones delinean de forma casi perfecta los glúteos de aquellas a las cuales la naturaleza les ha brindado un sabroso par de asentaderas, pero por otro lado, no hay mejor prenda que una falda para mostrar en toda su cualidad femenina la parte anatómica en cuestión. Una falda es algo así como una bandera y unas buenas nalgas son algo así como la patria (la única) por la que vale la pena trabajar, luchar y morir. Además está el extra de las piernas al aire libre. Y las piernas son otro tema de abundante delectación. Las extremidades inferiores de la mujer suplantan a cada paso que dan la vacuidad de la mayor parte de las horas por un cúmulo de esperanzas promisorias, un fárrago de humana dicha, un disfrute que no por fugaz deja de ser excitante panacea. Desde los tobillos hasta el muslo, pasando por los chamorros y la suavidad de las rodillas, unas piernas de mujer adelgazan el tiempo y fijan el deseo a lo largo y ancho de su figura.
Se aprende mucho ejercitando el inofensivo deporte del mirón. Por ejemplo, de los pantalones blancos. Cuando una mujer usa pantalones blancos, entonces se puede estar seguro de la intención de la prenda. Primero que nada, quiere decir “mírame”, pues el color blanco ceñido al cuerpo tiene esa cualidad de ocultamiento y exhibición combinadas y siempre que lleven pantalón blanco también llevarán braguitas de hilo dental, ya que, cuidadosas como son, no quieren que se marque el contorno de sus prendas íntimas al ir por la calle. Entonces, mírame, luego fíjate; y si juntamos ambos mensajes llegamos a la otra conclusión: “no estoy en mis días”, lo cual, en otras palabras, quiere decir disponibilidad. Es decir, ya vimos, ya nos fijamos, ya comprendimos que está hormonalmente dispuesta, ahora viene la conclusión: quédate con las ganas.
El pantalón blanco es entonces un arma, las más sádica de las armas, una sofisticada y psicológicamente letal. Uno queda como aquellos condenados a muerte que después de haber pasado por todo un proceso de negación, sufrimientos y temores enfrentados, llegan al fin a la más serena de las aceptaciones para ser informados, después, de que siempre no, que se alarga la condena, que el proceso continúa, y uno ya ha muerto, literalmente, y el no probar el último instante es aun más fatal que el cumplimiento de la sentencia. Lo que queda de nosotros es el despojo de lo que ya hemos sobrepasado y la agonía es la forma que toma el aire que respiramos. ¡Ah, cuántos pantalones blancos me han matado!
Así que me siento, el agua agridulce y el tabaco cancerígeno. No oculto la dirección de la mirada, ni finjo estar interesado en otra cosa. Vienen y van como pétalos o como lenguas de fuego. Casi nunca me sonríen. Y está bien. Yo lo hago por los dos.


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