Seño
Malu platica que el sábado son los quince años de su hija, lo platica haciendo
tortillas a mano, lo platica para los dos, para don Carmelo y para mí, nos dice
que estamos invitados, gracias seño Malu, gracias seño Malu, y llega
Joaquincito con lentes negros para pintar una sirena en la pared del fondo y
también está invitado a los quince años y Joaquincito pregunta que si puede
llevar unos amigos a la fiesta y Don Carmelo bufa y seño Malu dice que no importa
y yo me río, porque los amigos de Joaquincito encontrarán que el ambiente
kitsch sigue permeando las tradiciones ceremoniales de nuestra cultura popular
o algo así dirán mientras todos en el salón bailamos al compás del Venado
y brindamos con los desconocidos que acabamos de conocer e intentamos meter
mano a la suegra del hermano del novio de la quinceañera, y ahí estaremos seño
Malu, borrachos y contentos de que su hija haya llegado al fin a la edad de las
madres solteras sin, por supuesto, ella serlo. A seño Malu se le nota lo
contenta que la hace la fiesta de su hija. ¿Usted va a cocinar, seño Malu?
Claro, pozole.
Pozole
el que me comí anoche, dice Joaquincito sacando una hoja de una de las bolsas
traseras del pantalón, desarrugando su boceto y mostrándoselo a Don Carmelo
para que éste bufe otra vez y yo le pueda ver que nomás no le gusta lo que sus
ojos ven y no puedo decir qué ven los de Joaquincito, porque con lentes negros
nunca se sabe, pero él sonríe, le hace marcas con un lápiz al boceto por aquí y
por allá, y le dice a su papá que los colores son los indicados para aprovechar
al máximo la luz natural que se filtra a La Curvita y así lograr un efecto
claroscuro perfecto en los meses en que el sol cae perpendicular sobre la
ventana del fondo, y Don Carmelo, mazatleco de cepa, nomás no agarra la onda,
no sabe dónde está la sirena que pidió, no la encuentra, dice ¿dónde está?, y
yo me asomo para ver si puedo decirle por dónde se vaya, darle pistas, pero me
asomo y yo tampoco encuentro la sirena, digo ¿dónde anda?, las sirenas no
andan, dice Joaquincito que se basó en el mito de Ulises y que él no pinta
sirenitas disneylandizadas, que no forma parte de las jóvenes promesas de la
cultura nacional para ponerse a pintar tatuajes de marineros trasnochados en
las paredes de cualquier lonchería, y eso sí que no, dice don Carmelo, que por
más lonchería que sea le da de comer al marihuano de Joaquincito, y los
marihuanos, es bien sabido, comen como cosacos, y que si no pinta una sirena
con todas las de la ley nomás no pinta nada y que mejor vaya buscando trabajo
porque se le está acabando su tiempo de gracia dentro de la casa, dice Don
Carmelo, y Joaquincito repara, se pone serio, agacha la cabeza y explica que lo
que él quiere pintar es el canto de las sirenas, pintar lo que siente un ser
mitológico a la hora de poner en práctica toda su magia y no nomás dibujar una
vieja con cola de pescado, tetona y sonrientota, que le diera chance de
expresarse y seño Malu se asoma para ver el boceto y pregunta: ¿no iba a ser una
sirena?
Entonces
llega Joaquincito para pintar una sirena en la pared del fondo y le pregunto
que si no trae pastillas rosas que vender, y sí, sí trae, dame cinco, toma cien
y me cuenta que ayer estuvo con una gorda que conoció en la presentación de un
libro y terminaron en el cuarto de la casa de ella y que lo mejor de todo es
que nunca más la volverá a ver, porque imagínate, dice Joaquincito que me lo
imagine con una más gorda que su madre, y pienso en la madre de Joaquincito que
está hecha una puerca y me lo imagino y él dice ¡imagínate! y seño Malu dice
que estamos invitados, gracias seño Malu, y Don Carmelo pregunta ¿dónde está?,
y Joaquincito dice qué pozole el que se comió anoche.
Así
que pinta una sirena o no pinta nada. Yo ya no le sigo porque llega gente, se
sientan, leen la carta, los precios, piden, anoto, dejo la nota blanca junto a
la caja registradora, a la vista de don Carmelo, pego la nota rosa en la barra
de guisados, a la vista de seño Malu, recibo lo que pido, doy lo que ordenaron,
espero a que pidan más o pidan la nota blanca, los palillos y ahí voy con
pantalones verde perico y playera mango manila, esperando que Don Carmelo ponga
monedas chicas, de las que hacen bulto, de las que estorban o dan pena a la
hora de caminar por cualquier lado y mejor se las dejamos al chavo, al mesero,
a sus órdenes.
Así
son los días (menos los miércoles) todos los días; así son los días para que
luego vengan con eso de “sorpresas da la vida” y ni pasa nada, ni cambia nada y
todos los días lo mismo. Porque a veces, cuando la llave cuadrada hace así:
cric-cric-crac, me voy a la cantina de Charly y pido una cerveza, me siento y
bebo mi cerveza, y le platico a Charly que los días nomás no cambian, que vengo
del trabajo y nomás no sucede algo interesante, y dice Charly que si no hay
nada interesante que contar a él no le importa, que está viendo un partido de
futbol y que lo demás se puede ir al carajo; esas son cosas que se agradecen,
que existan personas así, como Charly, a las que les da lo mismo si eres o no
eres, si trabajas o te aburres, si te aburres en el trabajo, si penetras o te
penetran, si eres feliz o desgraciado, porque desde su trinchera espirituosa
Charly ve al mundo pasar del llanto a la carcajada y viceversa en cuestión de
tres vasos y un plato de cacahuates rancios; Charly sabe que no hay nadie que
pueda hacer algo por alguien, que todos van a parar al mismo hoyo, más lento o
más rápido, que todos somos sordos gritones y lo que sufre uno es lo que al
otro hace sonreír. Así que también con Charly no pasa nada, lo mismo de
siempre, una cerveza y ya, eso es todo.
Me
explico: todo está bien así, no me quejo, no me ayudaría en nada que sorpresas
me diera la vida, no importa, porque están aquellos que quieren ser
sorprendidos constantemente, hasta que la sorpresa se les transforma en rutina
y después andan asombrados de lo que dejaron de apreciar por andar de
exploradores del interminable espectáculo de lo que sorprende a quienes piensan
que hay que buscar algo que haga que no sea la vida tan monótona y acaban con
la sorpresa de no encontrar nada. Esos pobres.
Están
los tiempos en que todos fuimos jugadores que querían ganar; todos fuimos Hugo
Sánchez y goleamos al equipo del futuro y dimos maromas para festejar que había
más tiempo que vida, hasta encontrarnos ahora con que en la vida no hay tiempos
extras y los penaltis son siempre en contra. ¿A poco uno se va a poner triste
por eso?
Por
eso no me atribula mi padre con aquello de qué harás con tu vida y pone cómo
ejemplo al dentista de mi edad, al dentista que fue mi compañero en la
secundaria, el que le arregló las muelas para que dejara de masticar como
ratón, el dentista más marihuano que conozco; mi padre, al que sólo veo los
miércoles, cuando voy a comer a su casa que antes fue mi casa, que sigue siendo
mi casa pero que ya no siento como mi casa, porque mi casa está en otro lado,
lo suficientemente retirada de la casa de mi padre a la que voy a comer los
miércoles y siempre la sopa de fideos, el agua de limón y la carne asada;
escucho a mi padre quejarse de que desde que murió tu madre todo sabe a tierra,
y yo me pregunto si mi padre sabrá que las pastillas rosas saben a tierra, que
con ellas él podría ponerse a pensar tranquilamente en su tristeza y se daría
cuenta de que no hay tristeza que valga la pena de andar penando por lo
irremediable; he pensado en pulverizar pastillas y ponérselas en la sopa de
fideos o en el agua de limón o como sazonador de carnes y ver cómo mi padre se
dice a sí mismo que, a fin de cuentas, la tierra no sabe mal.