Con los siete dedos de mi mano izquierda señalo el paisaje ruso de mis
primeras leches, las vacas rojas, las gallinas con cuatro patas, la cabeza
aerostática de las vecinas ortodoxas. Hoy tengo una flor parisina marchitándose
en mi solapa, una ventana que da a la torre Eiffel, un gato que se parece al
pope imberbe que se emborrachaba en los resquicios amoratados de la iglesia con
sangre de Cristo. Mi corbatín es una orquídea, mis cabellos han crecido como el
trigo y mi abdomen ha perdido el frío lunar de mi tierra.
Bella está aquí, me ve con sus labios de estrella, me besa con sus
piernas de pan, me cocina un platillo de memorias ferroviarias, me ama con los
colores del cielo infinito. Su silencio es el mío. Sus ojos, los míos. Es como
si Bella me conociera desde hace mucho tiempo, como si lo supiera todo de mi
infancia, de mi presente, de mi futuro... sentí que ella era mi mujer. Su tez
pálida, sus ojos. ¡Qué grandes son, profundos y negros!. Son mis ojos, mi
alma.*Por las noches, un planeta de espejos se posa suavemente en las sábanas y
nos reflejamos diez veces por caricia, cien veces por murmullo, mil veces por
beso.
Yo era un niño verde, verde como las manzanas, verde como el moho, verde
como los becerros verdes que manchan la nieve. Yo era un niño verde que
escuchaba a los violinistas verdes, que vivía entre judíos verdes y soñaba
verdes sueños. Y así vi a las vacas dormitar en los tejados, a los hombres del
campo regresando a sus covachas sin nada en los bolsillos. Vi los suelos rojos,
las amarillas sombras, las guirnaldas, los macizos alborotados de pelusa y
fragancias tiernas. ¡Qué lejos todas estas cosas, que habitación tan estridente
encontraron en mi cabeza!.
Un paracaidista me saluda desde la esquina de una nube, me grita: ¡Marc,
desde aquí se ve tu Rusia envejecida!, y yo le pregunto si las gallinas siguen
corriendo tras los gusanos, si las mujeres llevan aún sus siete faldas de tela
ruda una sobre otra, si las casas persisten en tener la chimenea bajo el suelo.
Pero el paracaidista se ha ido a otra nube y grita: ¡Pablo, desde aquí se ve tu
España ensangrentada!...
Voy con Bella por los callejones, compramos chocolates rosas y rosas
blancas, vamos a los puentes. Subo a sus hombros y caminamos sobre el Sena.
Bella tiene los pechos desnudos, bajo ellos cae el blanco vestido y su pierna
derecha muestra la media que quitaré con los dientes. Yo, sobre ella, sobre sus
hombros, brindo por sus días enredados con los míos, le tapo un ojo, nos
reímos, andamos sobre el agua, un ángel nos envidia.Somos dos gigantes
enamorados.
En el circo vemos a una amazona preñada de flores, la vemos montar un
unicornio, la vemos correr sobre el lomo invertido de los mitos. La música
improvisa músicos, la música gitana que se posiciona del aire enrarecido, de
los olores animales, y aparecen los trashumantes, los volantineros enfundados
en trajes de cometa, los viejos arlequines con un cascabel en el alma. El
circo, Bella, el circo es la vida, es tu amor dando giros en la pista de mi
existencia, es el caminar fantástico de tus piernas, el circo. Bella, es el
sitio donde mis colores viven su más profunda, su más ligera, su más libre
experiencia...