viernes, julio 06, 2012

Nadie

pa Maura



Te encuentras fumando, sabes, en la estación sin trenes, zapatos nuevos y para qué seguir pensando en que alguna vez ella quiso quererte, de todas formas los muertos no tienen tiempo para recibir en sus brazos a nadie.
Por aquí no va a pasar ningún tren, nadie, sabes. Sólo el tiempo oxidado de aquel reloj sin minutero que marca las tres y los zapatos aprietan, incómodos, nuevos y extraños, color tabaco. Hubieras sido un pésimo bailarín si con ella, aquella noche, solos.
¿Cuál noche? ¿Cuál de todas?
Aquella primera con su vestido blanco en medio del humo insomne del saloncito a donde tus pasos llegaron pidiendo una cerveza, los ojos secos de tanto aironazo por los caminos de tierra y rayos de sol blanco clavados en la piel. Una cerveza, cigarros sin filtro, un banco, un espejo y su reflejo bailando en la pálida luz de un foco salpicado de polillas nerviosas. Danzón calientito saliendo del horno musical, la vitrola italiana, irresistible nostalgia de estar contento, y sus piernas de bronce pisando apenas el suelo cuando el clarinete se fugó por los aires simulando un ave marina.
¿Quién es ella?, pregutaste al cantinero.
Y su nombre le iba tan bien, le dibujaba un cetro de mariposas, untaba almizcle en su cabello y era voz para conjurar al misterio más profundo.
Viste tus pies descalzos, la camisa rota y el mismo espejo te mostró ese rostro hinchado y sucio que gritaba en todas direcciones tu huida, el crimen, la muerte. Indio patarrajada.
¿Cuánto cobra?
Ella no cobra; si quiere se va contigo, si no quiere... bueno, más vale que no insistas.
Otra cerveza y otra y otra y nunca animarse a llegar tan cerca para olerla, para decirle muy bajito, para saber.
Matar fue sencillo, hacer figuras hermosas con el machete, destripar al madito. Pero esto nomás no sabías cómo, no sabes, te sientes estúpido y pobre y pequeño y qué bien estaría sentirla a tu lado, sentirla centímetro a centímetro hasta abarcar todo el continente, ser ahora tú el colonizador, hacerla hablar tu lengua, hacerle de tu lengua un regalo extendido y minucioso y hacerla bajar con la lengua, desparramarse.
Te sacaste el miedo de los huesos y en ese mismo instante estalló tu corazón. Ya no huirías, sentándote, diciendo ya no importa, aquí me quedo. Borracho te dormiste y a la siguiente vuelta estabas ya fregando los pisos y sirviendo las mesas. Podían hallarte en cualquiera, reconocerte, darte uno y nada más. Podían y nada sucedió, excepto ella que de vez en cuando sonreía cuando llevabas las copas a su mesa, cuando distraído, cuando presuroso, cuando imaginabas. Y esa tarde en que te dio una caja amarilla y dijo que no estaba bien que anduvieras así, toma, póntelos, ¿te entran bien? Y los zapatos nuevos te hicieron caminar como coyote espinado por las noches y los clientes se reían mientras siete callos reventaban y ella después dijo quítatelos, yo tengo la culpa.
¿Cómo iba ella a tener la culpa? ¿Cómo podía? Se te había quitado lo asesino y aprenderías a usar zapatos, cómo de que no.

Matamoscas*

Ilustración: Zertuche Slecht Leven, Aguascalientes, Ags. México. 2012. Iba a sentarme a escribir pero me puse a matar moscas. No ...