martes, julio 03, 2012

Noche materna


A Sofía Loren y Elsa Aguirre

Como todas las noches, a las 12 en punto, la madre de Pierre Paolo salía a su balcón sin blusa ni sostén que la cubriera. Los senos de donna Lucrecia resistían con altivez el paso de los años y su blancura había adquirido una tibia morbidez que, a la luz de las estrellas, refulgía de manera asombrosa.
Los vecinos de Pierre Paolo tenían, en sus respectivos hogares, instrumentos de observación a larga distancia. Binoculares, telescopios, catalejos y cámaras de video aparecían tras los cristales velados algunas veces por inmóviles cortinas y algunas otras libres y al descubierto, apuntando todos al generoso pecho de donna Lucrecia. Ella permanecía distante, casi rígida, observando el crucigrama estelar de una manera tan extraviada y profunda que era imposible pensar en un exhibicionismo vulgar. En realidad, era una aparición, un fenómeno de la naturaleza más espontánea.
Don Antonio, banquero retirado, preparaba café y llenaba con tabaco fresco su pipa antes de irse a sentar a su viejo sillón de terciopelo verde y calibrar el enfoque de su telescopio (regalo de su mujer muerta hacía ya más de diez años). Alberto, el comerciante de telas, buscaba en la radio la estación de música clásica, sacaba del refrigerador una caja de seis cervezas y, desde el cuarto que sus hijos usaban como salón de estudios, dirigía sus binoculares hasta encontrar aquella carne blanca. Alfonso, el escritor fracasado, rebuscaba entre sus papeles su gastado catalejo, echaba su aliento agrio sobra la lente, pasaba un pedazo de trapo sobre el mismo y sentado en una sillita puesta ex profeso junto a la ventana de la cocina, encontraba cada vez más detalles en la complexión del fantasma. Arturo, el estudiante de medicina, revisaba que el rollo dentro de su cámara de video tuviera suficiente espacio, apagaba luces y, en silencio, se dirigía hacía el baño de visitas desde donde podía enfocar mejor, de pie sobre la taza del escusado. Armando, el vándalo adolescente, sin más que su mirada joven y no muy gastada, sacaba de debajo de su cama un bote de crema para el cuerpo, una toalla vieja salpicada de costras blancas, se forjaba un porro y subía a su azotea donde tenía una sillita replegable instalada en el lugar correcto.
Todos, sin excepción, se masturbaban.
Pierre Paolo dormía tranquilamente, ignorante de todo, después de un fatigoso día de trabajo en un almacén de productos importados, mientras su madre, semidesnuda, tomaba el fresco.

Oye Pierre Paolo, le dijo un día uno de sus compañeros de trabajo, ¿sabes lo que se anda diciendo por ahí de tu madre?
No, ¿qué cosa?
Bueno, pues dicen que a media noche sale a enseñar las tetas a todo el vecindario en el que vives.
¿Las tetas?
Eso mismo.
¿A media noche?
Ajá.
¡Que estupidez!, yo llego siempre antes de las diez y mi madre ya se encuentra dormida. Es una mujer de más de cincuenta años, ¡por Dios!
Pues dicen que sale al balcón sin nada encima y se queda ahí largo rato, mirando al cielo como si estuviera buscando algo.
¿Al balcón? ¡Pero si ese balcón no lo puede abrir ni un cerrajero con ganzúa!, lleva años con la puerta trabada y…
Dicen que tiene unos senos magníficos.
¡Basta ya!, si vuelves a insinuar una cosa así te romperé el hocico hasta que…
Está bien, está bien. Yo sólo te informo de lo que la gente anda diciendo por ahí…
¡Por ahí te voy a meter un palo astillado si no te callas!
Perales, el compañero de trabajo, cerró los labios e hizo un gesto al encogerse de hombros. Se fue de ahí aguantando la sonrisa.
Pierre Paolo nunca se había casado. A sus 39 años ya casi no pensaba en eso. Vivía el día a día casi de manera automática: tenía roto el corazón. No conoció a su padre y siempre estuvo tan ligado a la figura de su madre que, prácticamente, no guardaba recuerdos en los que no apareciera junto a ella. Una sola vez había estado a punto de contraer nupcias con una muchacha de piernas largas y flacas que conoció en el trabajo. Se llamaba Carmela y era la secretaria administrativa del lugar. Durante meses Pierre Paolo estuvo prendado de ella; le regalaba una rosa diaria, la llevaba a comer, al cine, le escribía versos y, venciendo su arritmia crónica, iban a bailar a oscuros cabaretes frecuentados por divorciadas y solteronas. Un domingo después de misa le propuso matrimonio; Carmela se echó a su cuello y dijo sí…
De eso hacía ya varios años. Cinco días antes de la fecha fijada, Carmela desapareció. Ni sus familiares, ni sus conocidos, ni nadie sabían dónde estaba. Se dio parte a la policía, se contrató un investigador, se buscó en los hospitales, en los albergues, en la morgue y nada, todo fue inútil. Carmela se esfumó así, para siempre, dejando a Pierre Paolo con un hueco desde el corazón hasta el cerebro, más triste que un árbol seco plantado en medio del invierno. Nunca más se volvió a fijar en una mujer, y nunca más volvió a hablar de ella; donna Lucrecia saturó su cotidianeidad nuevamente y le fue curando la tristeza con mimos y sopas calientes. Ella, que a los 17 años había quedado preñada del único amor de su vida, sabía que en este mundo uno sólo puede contar con uno mismo. También ella había sido abandonada por aquel agente viajero de grandes y tristes ojos castaños que le prometió recorrer los días abrazado a su cuerpo…

El resto del día se vio a Pierre Paolo trabajar como burro en la parte a su cargo del almacén. Trataba de alejar aquellas imágenes de su madre en el balcón.
¡Ese Perales es un hijo de puta!, pensaba, ¡un grandísimo hijo de puta!
Volvió a toparse con Perales en el comedor a la hora de descanso e hizo un gran esfuerzo para reprimir los deseos que tenía de matarlo a golpes. Su compañero de trabajo se percató del fuego que brotaba de los ojos de Pierre Paolo y emprendió una rápida retirada. ¡Cobarde, hocicón, hijo de la Gran Puta!, gritó Pierre Paolo dentro de su cabeza.
Cuando regresó a casa estaba física y mentalmente agotado. Como todas las noches subió al cuarto de su madre y comprobó que estaba dormida. Se paró frente a ella y se quedó así, quieto, fija la mirada en el rostro sereno de Lucrecia. Era en verdad una mujer hermosa a la que los años no lograban arrebatar su atractivo natural. Conservaba, aun dormida, el encanto de una mujer segura de sí misma. Pierre Paolo salió del cuarto y, sólo para calmar aquello que lo escocía por dentro, se dirigió al ventanal del balcón. Intento abrir la puerta de acceso y… nada. Aquello estaba trabado de tal forma que únicamente desmontando la puerta sería posible salir. Bajó a la cocina y mientras asaba un trozo de bistec, imaginaba que así era como cortaría en pedazos al imbécil de Perales si se enteraba de que andaba propagando aquella asquerosa calumnia.
Terminó de cenar, vio un poco de televisión y el sueño lo llevó como títere al calor de su cama; roncó inmediatamente después de cerrar los ojos.
A las 12 de la noche en punto, don Antonio, Alberto, Alfonso, Arturo y Armando, cada uno en su puesto, vieron salir al balcón a donna Lucrecia y sus perfectamente redondos pechos desnudos.

A la mañana siguiente Pierre Paolo tomaba el jugo de naranja que su madre le había servido. Como siempre, ella ya estaba intachablemente vestida, peinada y maquillada. Era algo que hacía para sí misma pues nunca salía a ninguna parte. Su hijo, tan acostumbrado a aquello, jamás había puesto verdadera atención al porte y altivez que la distinguían. Era una dama de película antigua, de cuerpo esbelto, cuello largo, cabello abundante, delicadas facciones y grandes pechos. Pechos. Redondos y firmes pechos. Hermosos. Pesados como frutas. Maduros. Jugosos. Grandes. Estoy viendo los pechos de mi madre. Estoy imaginándolos. ¡Es terrible! ¡Dios!, ¡juro que mataré al imbécil de Perales!

Para fortuna de ambos, Perales no se presentó ese día a trabajar. Vómitos y calentura. Pero a Pierre Paolo le seguían asaltando imágenes de los frondosos senos maternos a la luz de luna. Eran tan bellos, tan redondos. No, no, no, ¡que asquerosidad! ¡Cómo puedo estar pensando en eso! ¡No, no, no! Mi madre, ¡mi santa madre! Con esos pechos me alimentó, me dio de mamar, con esos mismos, puso los pezones en mi boca y… ¡Dios mío! ¡Soy un enfermo!
Las cosas comenzaron a empeorar cuando se dio cuenta de que no podía separar la mirada de los senos de todas y cada una de las mujeres con las que cotidianamente laboraba. Encontró los de Rita pequeños y separados, los de Raquel apretados y firmes, los de Regina delgados y chuecos, los de Roxana irresistiblemente táctiles, los de Ramona prácticamente no existían, los de Rocío se le antojaron un par de barquillos… ¡Ay!
Y con las clientas, lo mismo.
Se estaba volviendo loco. Se metió a un baño y mojó su cara, su pelo y su cuello. No lo soportaba. Salió de ahí como alma que lleva el diablo. Puso una mano en sus ojos para evitar lo más posible el contacto visual con las mujeres que pasaban a su lado y subió a su auto. Arrancó a toda velocidad.
En la calle fue peor: por todos lados (caminando, dentro de los autos, sentadas, esperando) mujeres, miles de mujeres con su par de senos cada una, muchos miles de senos a todas horas, en todos lados, grandes, gordos, pequeños, flacos, duros, saltarines, bamboleantes, jóvenes, viejos, proporcionados y desproporcionados. Tetas para toda la eternidad.
Y al final, siempre, las de su madre. ¡NO! ¡NO! ¡NO!
Condujo hacia las afueras de la ciudad; tomó la carretera interestatal hasta perderse en la lejanía, detrás de un par de cerros que semejaban unas fantásticas tetas…

Horas después el carro comenzó a fallar. Gasolina. Se detuvo junto a un macizo de árboles a la orilla de la carretera y ahí, sin senos a más de 30 kilómetros a la redonda, pudo respirar tan profundo que el mismo aire fue limpiando los resquicios de su cerebro. Quedó en blanco, libre. Bajó del auto y no se movió durante un largo rato. El sol caía matizando las nubes.
Pierre Paolo vio acercarse las luces de una camioneta. No le dio importancia. De ser necesario se quedaría ahí toda la noche. No podía regresar a su casa, no debía. La camioneta se detuvo y desde su interior brotó una voz femenina.
¿Necesitas ayuda?
La voz cayó como metal ardiente en los oídos de Pierre Paolo.
Silencio. Pesado, grave, espeso. Silencio color rojo.
Ambos enredaron sus miradas en un instante de hielo. Terrible sorpresa.
¿Carmela?
Sí, era ella. El pasado se esfumó y en su lugar, ahora, aquellos ojos y aquella boca. Carmela apagó el motor. Descendió y sus largas piernas llegaron hasta él. Un abrazo imposible sucedió.
¿Cómo estás?, preguntó ella.
No sé… ¿Qué ha pasado? ¿Dónde has estado?
Pierre, no había nada más qué hacer. Tú lo sabes. Tu madre…
¡Ella!, mi madre. ¿Qué pasa con ella?
Vamos, no es necesario que yo…
¡Sí!, es necesario. Dime, ¿qué pasa con mi madre?
Pierre, ella es terrible. No sólo me amenazó a mí, sino a toda mi familia. Dijo cosas espantosas…
¿Qué cosas?
Pierre…
¡Dime!, ¡qué cosas!
Es inútil. Tú estás enamorado de ella.
¿Qué?
¡Estás enamorado de ella y ella de ti! , me lo contó todo. Dijo que aun en la cama conmigo seguirías pensando en ella, que sólo ella era capaz de hacerte feliz como hombre…
¡Basta!, ¡basta, basta!
Oh, Pierre, yo… no supe qué hacer. Me destrozó. Era terrible de sólo pensar en ello.
No entiendo nada, no entiendo…
Me fui lo más lejos posible de ti. Yo te quería… tanto.
Pierre Paolo estaba hecho un montón de nudos. Temblaba y se restregaba los cabellos, la respiración se le cortaba. Carmela aparecía nuevamente sólo para darle el tiro de gracia, para hundirlo en la más oscura de las fantasías, para secarlo por dentro y quemarle el alma. Sólo le quedaba una cosa por hacer.
Carmela, dijo con una calma repentina, llévame a casa.

Era media noche cuando una camioneta tripulada por dos personas se estacionó frente a la casa de donna Lucrecia. Don Antonio y los demás quedaron en suspenso. Dentro, Pierre Paolo y Carmela vieron salir al balcón a una mujer hermosa, de piel blanquísima y largo cabello negro, sin blusa, con los senos llenos y turgentes al aire.
Impresionante.
Pierre Paolo bajó de la camioneta y, sin decir nada, entró a su casa. Carmela estaba anonadada. Tenía miedo de ser descubierta por donna Lucrecia y al mismo tiempo no podía dejar de verla.
Pierre Paolo subió al primer piso con la cabeza vacía y el cuerpo autómata. En el descanso superior encontró el blusón de su madre tirado. Lo tomó y aspiró su eterno perfume. Se acercó al ventanal del balcón donde las cortinas danzaban impulsadas por el viento. La puerta estaba abierta sin rastros de forcejeo alguno. Traspasó el umbral y… ahí estaba. Lucrecia brillaba como una escultura de porcelana. El cabello le llegaba a media espalda, la espalda era una columna de templo antiguo, la cintura se delineaba con toda la sensualidad de una diosa desconocida. Lucrecia miraba al cielo.
Pierre Paolo estiró una mano y apretó el hombro de su madre. Ella volteó sobresaltada, la boca entreabierta. Sus hermosos pechos eran más insoportables que nunca. Lucrecia recobró la calma inmediatamente.
¡Has vuelto!, dijo con la mirada perdida en los grandes y tristes ojos castaños de su hijo, ¡has vuelto!
Se besaron.
Un ruido de motor alejándose y un montón de vecinos curiosos fue todo lo que quedó en el interior de la noche.

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