Es una pena que Fernando haya dejado inconcluso este ensayo sobre la biografía de Don Victor Sandoval; se apoyaba en fragmentos del poema "Hombre de soledad" y también en publicaciones de la revista Paralelo para entreverar su propia originalidad.
Última modificación: 8 de abril de 2012.
He
nacido en la cólera del trigo.
La voz del poeta
comenzó así su canto aquella noche del 24 de Abril de 1959, ante un público
selecto que ocupaba en su totalidad las butacas del Teatro Cinema Plaza de la
ciudad de Aguascalientes, lugar que por primera vez servía como escenario para
la ceremonia de premiación de los tradicionales Juegos Florales de la Feria
Nacional de San Marcos.
Solo,
sobre la tierra, me sustento
de
la protesta rápida del viento,
con
el surco por lecho y por abrigo.
Su Graciosa
Majestad Rosita I, sentada al centro del proscenio y acompañada por sus damas
de honor, aburridas todas, fastidiadas por un evento que se alargaba más de lo
que ellas podían soportar, forzaba el
gesto y la atención debidos a su Real Figura, y miraba con ojos azorados cómo
crecía el número de bostezos entre los asistentes.
Solo,
con el arado por amigo,
exacto
en la medida y movimiento,
labrador
de mi propio pensamiento,
no
le temo a la garra ni al castigo.
Antes del bardo
que ahora entonaba sus versos, habían cumplido con el programa oficial que
comenzó con la Obertura por parte de la Banda Municipal, luego la lectura del
Honorable Jurado Calificador, luego el Quinteto Bellas Artes, que la verdad
tocaron muy bien, muy afinaditos, y luego la catástrofe, el discurso del
Mantenedor, quien tuvo que decir muchas cosas acerca de la Poesía y los Poetas y de los Siglos Pasados, un
discursito de diez cuartillas nomás, suficiente para marchitar cualquier
juventud, cualquier esperanza, y luego el remate, ¡un tenor!, ¿quién organizó
esto, ah?, y ahora este muchacho, el ganador, el Poeta Laureado, que quién sabe
qué estará diciendo, el pobre. O ni tan pobre, se ganó cinco mil pesotes. ¿Y
qué sigue luego? El coro de Madrigalistas, otro poeta y luego la muerte segura.
La crema y nata
de la pequeña ciudad ejercitaba su estoicismo. Empresarios y sus mujeres,
comerciantes y sus mujeres, políticos y sus mujeres, profesionistas y sus
mujeres, todos presentes en un evento acorde a sus concepciones del Arte y la
Cultura, de la música, de la belleza y del buen decir.
Hombre
de soledad, en la llanura
resurjo
de sus hondas cicatrices.
Violento
en mi fatal arquitectura
y
musical del tronco a las raíces,
me
sustenta mi firme arboladura
y
me encierro en telúricas matrices.
¿De qué hablaba
aquel joven de 29 años, cuyas palabras guardaban una fuerza particular que no
tenía mucho que ver con la retórica, ni con la imaginería recurrente de los
versos conocidos por los culteranos de aquella provincia polvorienta y triste?
¿A quién o a qué le cantaba?
Tampoco se
trataba de un desconocido. Muchos de los asistentes sabían de su carácter franco
y amable, de su sonrisa fácil, de su natural vocación para las letras, y se
habían percatado de la intensidad con que sus ojos parecían verlo todo. Formaba
parte del grupo cercano al gobernador Ortega Douglas, además, y tenía el cargo
de Secretario de Acción Juvenil del PRI, sabían otros.
A él le gustaba
ser reconocido como integrante fundamental del cenáculo formado alrededor de la
figura de Salvador Gallardo Dávalos, médico, poeta y polemista, animador de los
incipientes grupos culturales en la entidad, quien parecía divertirse
provocando escándalos al publicar artículos y ensayos en los que manifestaba
sin ambages sus posturas filomarxistas, anticlericales, y con un sentido de la
Revolución –en la cual participó directamente—
que para muchos, en aquellos días de general estabilidad, resultaba
extremista más que utópica.
El
viento de este llano es mi derecho;
con
él están mi pueblo y mi destino.
Me
colma de premuras el camino
y
la voz se me enreda sobre el pecho.
Entre los
asistentes a la velada se encontraban sus amigos, con quienes departía el
tequila del mediodía y el café del atardecer. El joven poeta sentía un poco de
vergüenza al estar participando de aquel numerito que tantas veces había
criticado como una de las manifestaciones más cursis de la burguesía pueblerina
y que ahora lo tenía a él como acto estelar. Sus críticas no sólo habían sido
expresadas en corto, con esos mismos amigos que lo miraban socarronamente desde
las butacas, sino que estaban impresas con su nombre en las publicaciones que
el grupo hacía circular desde principios de esa misma década, las revistas ACA
y Paralelo.
En
mi sangre y raíz nazco y me estrecho
Como
libre estudiante de marino.
Yo
soy alucinado campesino
Que
florece en las piedras del barbecho.
“Campesino”, ese
fue el pseudónimo que utilizó al enviar la plica para el certamen. Campesino
que realmente fue en su primera infancia, cuando tuvo que trabajar la tierra
como tantos otros niños de su época, ayudando a solventar las necesidades de su
casa, en un México en el que la pólvora no dejaba de surcar el aire. Y en la
casa, su madre, doña Crucita, quien le enseñó a leer y a escribir antes de
enviarlo a la escuela, y a quien le hubiera gustado ser novelista y recitaba a
Othón, a Darío, a Nervo, a Gutiérrez Nájera y tenía especial predilección por
los poemas de Antonio Plaza. Y “Plaza” se llamaba el Teatro Cinema en el que su
hijo, ahora, recitaba sus propios versos, en los que hablaba del Hombre Nuevo, el Hombre despojado de
necesidades bastardas, libre y revolucionario, cuya realización sólo se concibe
en el trabajo entendido como impulso vital, incesante, sin buscar el goce como
un fin sino encontrándolo en la misma actividad que lo acrecienta y lo consume
a un tiempo. Un campesino alucinado cuyas visiones son las de un futuro sin
fronteras políticas, sin escalas sociales y sin hombres confrontados.
Mi
patria está en la palma de la mano
o
en la penca de cada nopalera.
Me
llegan resonancias del verano
y
roncas voces de la sementera.
Como
espada desnuda sobre el llano,
la
espiga es mi respuesta y mi bandera.
Ese año de 1959
llegó al mundo con las barbas largas y los sueños rojos de la triunfante
revolución cubana
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