jueves, agosto 16, 2012

El Cuento de los Zapatos Rojos*


*Publicado en la revista Tierra Baldía, agosto 2012 en las Librerías Educal.










Nunca recordaba sus sueños. Y menos si, como hoy, despertaba crudo. Aunque su resaca de esta vez era soportable. Eso pasa cuando se bebe fino y se come bien, como ayer.

Ayer pidieron la mano de su hermana.

Martín regresa del onírico por etapas. Sus sentidos van reconociendo el espacio donde
se encuentra. Primero el oído (la radio encendida en la misma estación que utilizó para arrullarse); luego el olfato (un vaho de gases humanos y sábanas tibias); después el tacto (el peso de su cuerpo contenido en la forma del colchón); enseguida el gusto (el frescor de su saliva ácida escurriendo); y cuando le toca su turno al sentido de la vista, Martín decide despertar sin abrir los ojos, quedarse así, con forma de jeroglífico, feto barbón, angelito de la guarda, mi dulce compañía.

Hoy es sábado y no irá al trabajo. Por un momento le preocupa la cara que pondrá su patrón cuando se dé cuenta, la espuma que escupirá.

Que se vaya al carajo.

Menú de anoche:
Camarones en salsa de mandarina.
Crema de brócoli y chile poblano.
Filete de cazón con acelgas, flor de calabaza y cebollín.
Hoja de espinaca rellena con requesón.
Papas horneadas a la mantequilla con cilantro picado.
Carlota de manzana y nuez en espejo de fresa.

Carta de vinos ingeridos por él:
Habana Club (cuatro cubas)
Vino rosado portugués (una botella)
Vino tinto español (cuatro copas)
Vino blanco alemán (una)
Cognac Hennesy (tres)


Martín se incorpora sin premura, entra al baño y orina un líquido aromático cuyo color bien pudiera representar al otoño. Recuerda que en algún lado leyó que muchos pintores renacentistas usaban su propio orín para mezclar colores. Y luego recuerda que ciertas drogas potencializan su acción cuando son ingeridas nuevamente junto con la pis.

Cuando se dispone a caer nuevamente sobre la cama, Martín nota algo extraño junto a ella. Se acerca y descubre un par de zapatos de tacón rojos.

Unos zapatos rojos de tacón.
Unos tacones rojos.
Rojos.

Un par de zapatos rojos de tacón muy bien dispuestos, como esperando, como adivinando al pequeño par de pies que los usará, los hará moverse, los hará sonar.

¿Qué mierda?

La conmoción martiniana sólo es entendible al conocer un poco de su vida: es soltero y vive solo en un departamentucho de pocos metros cuadrados, al cual no ha llevado a una mujer en los últimos, digamos, siete años.

Digamos ocho.

Con eso es suficiente para decir que sus neuronas hicieron extrañas sipnasis al tratar de dar sentido a la existencia, a la consistencia, a la impertinencia de aquel parecito colorado, uno junto al otro, como si hubieran sido dejados ahí por... ¿Quién demonios dejó esto aquí?

Nunca recordaba sus sueños, y por un rato (largo) creyó estar dentro de uno, despertar dentro del sueño. Aunque el oído, el tacto, el gusto, el olfato y, sobre todo, la vista, le informaban que esto era la vigilia, que los zapatos estaban ahí, y que al estar ahí rompían con todo lo que un buen susto puede romper.

Porque Martín estaba así: asustado.

Ni siquiera se atrevió a tocarlos. Salió de su recámara como si eso fuese una respuesta. En el departamento todo permanecía como siempre. Todo menos su corazón latiendo como destartalado. Abrió la puerta que daba a la calle y el mediodía era tan ignorante como él.

Recapituló:

Anoche fui a casa de mis padres, a la pedida de mi hermana.
Ahí estaban mis abuelos.
El suegro de mi hermana se puso nervioso a la hora de las famosas palabras.
Yo también dije algo, pero no recuerdo qué.
Mi mamá preparó un cena estupenda.
Soporté a Gloria Estefan sin decir nada.
Me puse medio ebrio.
Después propuse ir por unos mariachis y llevar serenata.
No me hicieron caso.
Me retiré a las cuatro de la madrugada, llegué aquí, fumé un último cigarro y me dormí.

Esos zapatos...

Al dirigirse nuevamente a su recámara, Martín estaba seguro de que no encontraría aquel calzado femenino; de que se trataba de un efecto desconocido, provocado por la ingesta de vinos caros a los que tan desacostumbrado estaba. Entró confiado en que así sería, pero ahí estaban, acomodados debajo de la cama, sutilmente dispuestos, pequeños, absurdos, terribles, brillantes, rojos.

Martín se sentó en la cama.


II

- ¿Bueno?
- ¿Mamá?
- ¡Martín!, ¿vienes hoy a comer?
- Mamá, pásame a Donata.
- ¿Donata? Déjame ver, creo que salió con Mauro.
- ¿Está Mauro ahí?
- Estaban los dos en la sala, pero...
- Si está Mauro pásamelo a él.
- ¿Estás bien?, te escucho medio raro.
- No es nada, la cruda.
- Tu papá trajo menudo, vente a comer.
- Gracias mamá, ¿me pasas a Mauro?
- A ver, espérame.

- ¿Bueno?
- Mauro, cabrón, ¿tienes algo que ver con el par de zapatos que hay en mi recámara?
- ¿Qué?
- ¡Los tacones rojos que están en mi recámara!, no te hagas pendejo.
- Ah cabrón, ¿qué traes?
- Si es una broma...
- ¿De qué carajos estás hablando?
- ¡Los zapatos de tacón!
- Martín, ¿qué pedo? ¿Cuáles zapatos de tacón?
- Alguien se metió a mi casa anoche, Mauro. Y dejó unos zapatos de tacón.
- ¿Cómo? ¿Te robaron y dejaron unos zapatos?
- No me robaron nada, nomás dejaron los zapatos.
- ¿No serán de alguna vieja?
- Eso es obvio, imbécil. ¿Pero de quién?
- ¿Ya revisaste si no hay una mujer en tu cama?
- No seas güey, es en serio, alguien entró.
- Pues no tengo ni idea, ca.
- Sí pediste anoche a mi hermana, ¿verdad?
- ¡Jó! Martín, ¿todavía andas pedo? ¿Qué no te acuerdas que estuviste dando lata con lo del mariachi? Querías llevar serenata sin un centavo, para variar.
- Me acuerdo perfectamente de eso.
- Pues sí, anoche pedí a tu hermana.
- Me lleva la chingada.


III

Martín toma uno y lo palpa, lo examina, le da la vuelta, lo huele. El cintillo deja adivinar que casi no ha sido utilizado. Es un objeto delicado, sensual, fino. Y es tan raro tenerlo así, entre las manos, notar que carece de peso, como una flor de tallo y pétalos rojos, fresca y marchita al mismo tiempo.

Martín toma una caja de cartón llena de periódicos y revistas. La vacía y mete los zapatos en ella. Son tan pequeños y delgados que la caja parece demasiado amplia. La cierra entrecruzando las tapas y se queda absorto, viéndola.

Sale a la calle con una caja de cartón. Entra a su carro y la deposita junto a él. Después del tercer intento, el auto arranca.

¿A dónde va?

A la estación de policía para denunciar el traspaso de propiedad privada, llevando como prueba contundente aquellos zapatitos.

Martín frena de golpe. ¿Qué estupidez es esa? Alguien entró a su recámara, dejó aquel par y, simplemente, se fue. Le estaban queriendo decir algo y los zapatos eran la clave, el santo y seña.

¿Quién? ¿Por qué? ¿Para qué?

Trata de recordar. El lugar en que encontró los tacones hacía imposible que no los hubiera visto cuando regresó de la fiesta. Había encendido la luz y se desvistió sentado sobre la cama, del mismo lado en que los halló después. Tenía que haberlos visto.

Pero no estaban ahí.

Nuevamente sintió un escalofrío. Ese par de objetos simples le introducían en una especie de tiempo-espacio paralelo al de su cotidianidad; le rasgaban por completo sus conceptos de realidad causal y evidencia lógica, dejándolo suspenso del tembloroso hilo que separa al milagro del absurdo.

Quien, esta vez, vino a sacarlo del limbo, fue el conductor que daba de claxonazos desesperados detras de él. Martín avanzó sin saber a dónde. El otro lo rebasó y con dicción excelente le mentó la madre.

La caja lo estaba volviendo loco. Se estacionó para poder abrirla, sacar su contenido y estar completamente seguro de su existencia. Cuando esto hacía, vio que una fotografía había quedado suelta dentro de la caja. La sacó junto con los zapatos y ahí estaba.


IV

- ¡Raquel!
- ¡Martín!
- ¡Déjame pasar!
- ¿Qué?
- O sal tú, quiero que me hagas un favor.
- ¿Qué pasa?
- ¡Necesito que te pruebes unos zapatos!

El personal y los clientes del banco miran con recelo al tipo con playera roja, shorts anaranjados, calcetines negros, tenis blancos y una caja de cartón bajo el brazo, que irrumpe de esa manera, despeinado.

La cajera a la que se ha dirigido el individuo parece ser la más desconcertada y no adivina bien qué hacer. El otro parece estar drogado, tiene cara de fanático y está poseído por una excitación nerviosa.

- Martín, por favor, vete.
- ¡No! No te voy a quitar más de un minuto. Necesito, necesito, necesito que te los pruebes.
- Señorita, ¿necesita ayuda?
- No oficial, mi amigo ya se va.
- Señor, está usted interrumpiendo la fila.
- Sí; es sólo un momento lo que necesito, Raquel.
- Señor, haga favor de retirarse. La fila...
- ¡La fila y su puta madre son lo mismo!
- ¡Martín!
- ¡Te juro que no vuelvo a buscarte jamás si me dejas probártelos! ¡Hace tanto que no te veo y sólo quiero saber si...
- ¡No! ¡Suéltenlo!
- ¡Raquel!
- ¡Agárrale los pies!
- ¡Déjenlo!
- ¡Estate quieto cabrón!
- ¡Raquel!

Los dos guardias de seguridad inmovilizaron a Martín y a empujones lo sacaron del banco. Raquel salió tras ellos, tomó la caja que había caído al suelo y se apresuró para alcanzarlos. Afuera todavía forcejeaban para retenerlo. Ella los convenció de que lo dejaran, de que no había problema, de que él ya se iría. Los guardias soltaron a Martín y aconsejaron tener cuidado a la cajera. Ella y él quedaron frente a frente después de muchos años.

- ¿Por qué me haces esto?
- Raquel, escúchame
- ¡Me van a correr por tu culpa!
- Raquel, alguien dejó esos zapatos en mi casa, se metieron sin que yo me diera cuenta.
- ¿Vienes hasta acá nada más para decirme que alguien olvidó unos zapatos en tu casa?
- Escucha, no los olvidaron... ellos... aparecieron.
- Martín, por favor, no quiero volver a verte.
- No digas eso, Raquel.
- Tú no entiendes.
- Pruébatelos, por favor.
- ¡No entiendes nada!
- Raquel, no estaría aquí si no fuera algo tan extraño. Esos zapatos...
- ¡¿Cuáles zapatos?!
- ¡Estos!

Martín le quita la caja a Raquel, la abre, toma los zapatos y se los muestra, como una ofrenda.

La cajera y el colorido intruso son vigilados desde el interior del banco por todos los que pueden hacerlo. Él está diciéndole algo, se inclina hasta quedar con una rodilla en el suelo. Ella permanece rígida, el pelo ondulado por el viento. Los mirones piensan en una declaración de amor.

Después ven que la cajera se sienta en el borde de una jardinera y que el tipo le toma un pie.

- Debo de estar loca para hacer esto. Me estás diciendo que estos zapatos aparecieron de la nada y que si me quedan tendrás una respuesta. Pero nunca he visto estos zapatos en mi vida y no creo ni una palabra de lo que dices. ¿Qué esperas? ¿Que me vaya contigo, que deje a mis hijos, a mi marido, nomás porque encontraste unos tacones de mi número junto a tu cama?
- No, Raquel, no espero nada de eso. No sé ni lo que quiero. Simplemente necesito saber.
- Dámelos.

La cajera toma los zapatos rojos que el otro le ofrece, cruza las piernas, se quita uno de los suyos.

- Son pequeños.
- Sí.
- Están bonitos.
- Póntelos.

Todos ven cuando se calza el primero.

- No me queda.
- ¿No?
- No, son como un número más chico de los que uso.

Ven como ella niega con la cabeza. Ven al otro agachar la suya.

- ¿Dices que no estaban ahí cuando te acostaste?
- No estaban, estoy seguro.
- Qué raro.

- ¿No serán de alguna chica que...
- No Raquel, no son de nadie.

Ven al tipo meter de nuevo los zapatos a la caja. Ven a la cajera ponerse de pie. Se dicen algo. El sol les pega de frente. Ella es guapa. Muchos clientes hacen fila cada semana sólo para verla contar los billetes de sus sueldos, sus pagos, sus deudas. ¿Cómo dijo el tipo que se llamaba? ¿Raquel?

Se despiden. Se dan la mano. Un beso en la mejilla. No sueltan sus manos. Ella lo abraza rápidamente. Él da media vuelta, se va. Ven a Raquel viendo a Martín perderse en la calle.


V

- ¿Bueno
- ¿Mamá?
- ¡Martín!, ¿qué cosa es esa que dijo Mauro de que se habían metido a tu casa unos ladrones con tacones rojos?
- No, mamá, no pasó nada. Mauro entendió mal, no tiene importancia. Es una tontería.
- ¡No me gusta el lugar en donde vives!
- Mamá, ¿te acuerdas de que cuando era niño era sonámbulo?
- Sí.
- ¿Y de que me preguntabas cosas cuando andaba así y yo te respondía de lo más normal?
- Sí. Bueno, así como que “de lo más normal”, pues no. Me respondías pero lo que decías no tenía sentido. Por eso me daba cuenta de que andabas sonámbulo.
- ¿Te acuerdas de alguna de esas respuestas?
- Mmm, déjame pensar. ¿Por qué te acordaste de eso? ¡Uy, hace añales! ¿Volviste a caminar dormido? ¡Puede ser peligroso!
- No, mamá. ¿Te acuerdas o no?
- Bueno... una vez te ibas a meter a bañar... eran como las tres de la mañana, escuché la regadera y fui a ver qué pasaba. Estabas a punto de meterte y yo te pregunté que qué hacías -porque estabas completamente vestido- y me dijiste que tenías pegadas la manos.
- ¿Que tenía pegadas las manos?
- Sí
- ¿Cómo?
- No, pues no sé. Estabas soñando.
- Pero también me ponía ropa de la demás gente, ¿no?
- ¡Es cierto! ¡Ya no me acordaba de eso!
- ¿Qué me ponía?
- ¡Una vez amaneciste con unos calzones de tu papá arriba de los pantalones!
- Sí, de esa sí me acuerdo.
- Y luego él te encontró en la cocina con unos aretes míos de brochecito y tú estabas sacando toda la comida del refrigerador y le dijiste que ibas a preparar la comida, “Para que ya no estuviera dando lata”! ¡Qué bárbaro, cómo me reí! Tu papá estaba furioso... ¡Y el gorro!
- ¿Cuál gorro?
- Eso estuvo extrañísimo, porque amaneciste con un gorro de estambre que no era de nadie.
- ¿Cómo que no era de nadie?
- De nadie, ni de tu papá, ni de Donata, ni mío.
- ¿Cuántos años tenía yo?
- Unos seis o siete, más o menos.
- ¡No me acuerdo!
- Es que además esa noche tuviste mucha calentura, estabas muy enfermo.
- Platícame del gorro.
- Rarísimo, porque esa noche yo me quedé en tu recámara para cuidarte y cuando, en la mañana, me desperté y te vi con el gorro, lo primero que pensé era que tu papá te lo había puesto.
- ¿Yo estaba dormido?
- Sí, bien dormido. Y le pregunté a tu papá y dijo que él no había sido, que no sabía de quién era esa cosa. Ya cuando te despertaste te pregunté y también dijiste que no sabías. Ay, ¡mira!, hasta me vuelvo a poner chinita nomás de acordarme. Nunca supimos ni de quién era, ni cómo fue que lo trajeras puesto.
- ¿Cómo era el gorro?
- Rojo, de estambre.

- ¿Martín?
- ¿Qué pasó con ese gorro? ¿Dónde está?
- Pues eso está peor, porque estoy segura de haberlo guardado en un cajón de mi clóset. Pensé en que tal vez era de uno de tus compañeros de la escuela y que cuando te pregunté te había dado pena decírmelo. Lo guardé y cuando quise sacarlo ya no estaba. ¡No estaba en ninguna parte!

- Martinete, tú sacaste el gorro, ¿verdad?
- No, ni siquiera lo recuerdo.
- ¿Se lo quitaste a un amigo?
- No, mamá, te digo que no sé nada.
- Pues es una de las cosas más raras que me han pasado. ¿Te dije que tu papá trajo menudo? Vente a comer, quedaron cervezas de anoche.


VI

Colgó la bocina del público y se quedó así, parado, quieto. Su cabeza era un aluvión de conjeturas como capas superpuestas cayendo una tras otra.

¿Y si esto es un sueño?

Un sueño de alguien más.

De alguien completamente idiota.

¿Y si todos somos sus personajes?

Sus accidentes.

¿Y si nada es real?

No, Martín, esto es real. Esto tiene peso, forma, contenido, sustancia: tócalo. Tócate. Huele tus dedos. Huele. Mira los carros, la gente, el piso. Mira el árbol, el perro. Siéntete respirar. Respira. Siéntete. Camina. Un pie después del otro, anda. Esto es real. Hace calor. Se siente. Escucha todo. El silencio no existe. Piénsalo: no existe. Piensa. Estás, eres, existes. Tú sí existes. Eres ruido de pasos, de sangre corriendo, de voz. Habla. Dite a ti mismo: existo. Nadie te sueña. Tú sueñas y nunca lo recuerdas. Tócate un brazo, la nariz, ráscate la cabeza. Hace calor. Esto es real. Estás vivo. Vive. Dilo otra vez: estoy vivo. Mira la plaza, los tordos, la basura. La basura existe al igual que tú. Y está viva. Piensa: despertaste, escuchaste la radio, orinaste un líquido anaranjado. Recuerda: Raquel es real. Raquel. Hace calor y estás solo. Un pie tras otro. Orografía. Geometría. Caligrafía. Diseño industrial. Tócate el pecho. Piensa en tu corazón: tu corazón existe aunque no lo veas. Y es rojo.

Camina, anda. Siente el nimio peso de la caja bajo tu brazo.




Hace calor.











Me retiré a las cuatro de la madrugada,
llegué a mi casa,
fumé un último cigarro




















Martín choca contra el suelo.


VII

- ¡Ya está despertando!
- ¿Está usted bien, amigo?
- ¿Qué pasó?
- Se desmayó.
- ¡Me dio un susto!
- Espere, no se pare tan rápido. Todavía está usted muy pálido, a lo mejor se le bajó la presión. Quédese sentado.
- ¿Cuánto tiempo estuve inconsciente?
- Unos minutos apenas. Se dio un buen costalazo.
- ¡Me dio un susto!
- Sí señora, a todos nos dio. Mejor tráigale un poco de agua al joven, se ve que la necesita.
- Estoy bien, gracias.
- ¡Ahorita mismo se la traigo!
- ¡Mujeres, de todo hacen escándalo! Lo que a usted le hace falta es una cerveza y un buen caldo de camarón. Se nota a leguas que anda más crudo que cochino vivo. Se le pasaron las copas anoche, ¿eh?
- Un poco.
- Lo sabía.
- Oiga, ¿y mi caja?
- Ah, caray, ¿cuál caja?
- Una caja de cartón que traía.
- No, pues...
- ¡Dónde está la caja!
- Cálmese, yo llegué un poquito después. A lo mejor la señora sabe dónde quedó su caja esa, ahorita le preguntamos.
- ¡Necesito encontrar esa caja! Ayúdeme a buscarla.
- Hombre... ahí viene ya la señora.
- Aquí está el agua, ¿se siente mejor?
- Señora, aquí el joven pregunta por una caja.
- ¿Una de cartón?
- ¡Esa misma! ¿Dónde está?
- Pues como me asusté tanto al verlo azotar así, ya no le pude decir nada a la muchacha.
- ¿Cuál muchacha?
- Una que salió de no sé dónde. En el mismito instante en que usted se cayó, apareció. Yo creo que lo venía siguiendo, porque nomás se desmayó usted y ella agarró la caja.
- ¿Para dónde se fue? ¿Cómo era?
- Agarró derechito hacia allá. Traía un vestido rojo. De pelo castaño y muy blanca. La verdad muy bonita. Hasta se me hizo raro que anduviera descalza.
- ¿Descalza?
- Sí, yo creo que no ha de andar muy lejos.

Matamoscas*

Ilustración: Zertuche Slecht Leven, Aguascalientes, Ags. México. 2012. Iba a sentarme a escribir pero me puse a matar moscas. No ...