jueves, junio 21, 2012

Índigo






Pues sí, soy un niño índigo. De esto me enteré gracias a los poderes extrasensoriales de una pariente que hasta hace tres meses no conocía. Me dijo: “Desde la primera vez que te vi, quise hablar contigo. Tienes un aura muy extraña; dime ¿crees en Dios?” Una prima ya me había puesto al tanto de sus esotéricas tendencias y di una respuesta tan ambigua como el sujeto de la pregunta. Ella insistió con cosas por el estilo y yo seguí respondiendo que no sabía, que tal vez, que por qué no. Después de un rato me cansé de su vocecita de canario resfriado y me sinceré: “Mira, sé que tú eres espiritualista-limpia-chakras-médium a domicilio, y está bien, cada quien se gana la vida como puede. Pero a mí esas cosas, como mi ombligo”. “¿Sabías que de tu ombligo brota el hilo de plata que te conecta con el Universo?”, insistió ella, muy sonriente. No me pregunten cómo, pero en algún momento de la plática ella tuvo una revelación: “¡Tú eres un índigo!”, dijo con el hilo negro entre sus dedos. Ignorante del término, repuse: “Será méndigo”. “No, no”, siguió ella “eres índigo; estás en un nivel de conciencia superior”. Aquello sonó muy bonito. “¿Y qué se supone que significa eso?” pregunté muy índigamente. “¡Casi nada!, los índigos están llamados a cambiar el mundo”. Yo, que NO soy globalifóbico y compro piratería, me reí de la ocurrencia. “A mi me gusta el mundo tal y como está”. Ella se puso seria: “No mientas, por favor. Tú eres alguien que no soporta la ignorancia de los demás”. Bueno, la pariente sabía cómo hacer su chamba. “Está bien, eso te lo acepto. Pero entonces todo el mundo es índigo; ¿quién no se cree más inteligente que los demás?” “Te encanta hacerte el tonto, ¿verdad?”. Debí haber respondido ‘¿y a quién no le encanta hacerse el tonto?’, pero ella comenzó un detallado desglose de las cualidades inherentes a la personalidad del niño índigo, las cuales, por cierto, hallé muy similares a las del tipo bipolar y, por ende, reconocí muchas de ellas en mi carácter. Por poco y caigo en la chifladura de aquella habitante de la Historia Sin Fin. Debo agregar que a pesar de sus cincuenta y tantos su escote era lo suficientemente firme como para seguir a su lado sin mirarla a los ojos. Lo más curioso del asunto era que su marido, primo de mi papá, estaba sentado junto a ella, borracho y efusivo, y se paraba continuamente de su silla para brindar a la salud de lo que fuera. La pariente entonces perdía toda su chakralidad y con voz autoritaria, golpeando y pellizcando a su marido, decía “¡Ya cállate!”… “¡Ay, por favor, siéntate ya!”… “¡Que te calles, carajo!”; y luego, volviendo a su chamanismo, continuaba delicadamente: “El amor que uno recibe, es igual al amor que uno da”. Una semana después me topé con un programa del canal Infinito (mea culpa) en el que un doctor (así le decían) argentino y un investigador (así se hacía llamar) mexicano hablaban de los índigos y sus múltiples virtudes. Afirmaban que los científicos reconocían ya las particularidades de los susodichos, llegando a encontrar que varios de sus cromosomas estaban abiertos y que eso significaba que su desarrollo físico-mental era considerablemente más notable. Después me enteré que esto es ya materia de best sellers y simposiums a los que asisten personas muy parecidas a las que compran libros de arte sólo para adornar la mesa de centro de sus salas minimalistas. Así que ya lo saben: soy un niño índigo. He venido a este cochino mundo para transformarlo en algo mucho mejor. Es sólo que ahorita me gana la hueva.

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