Terminó el
beso y tuve que irme. ¿Tuve que? Sí, porque abajo estaba la empleada y si me
hubiese quedado, el beso hubiera continuado hasta ya no ser sólo bocas, labios
mojando otros labios, sino manos recorriendo carne, cabellos, texturas blandas
y tensas ahí donde las texturas se afirman como muestras de la sangre urgente.
Tuve que irme y, mientras descendía por la estrecha escalinata del negocio,
probé todavía el dulzor artificial de su bilé.
Me
despedí, hasta luego, de la empleada y salí sin voltear al mezanine desde donde
Clara, estaba seguro, me veía partir. Hebras de su perfume habían quedado
sujetas a mi ropa, a mis dedos. Mi sentido de orientación decidió pasear sin
rumbo fijo mientras menguaba la erección. Era mediodía y yo no tenía nada más
que hacer. Un beso, un beso bien dado, pero sobre todo un beso bien recibido
puede tener resultados tan notorios como aquel.
Anduve
haciendo el tonto con cara de contento por algunos de los negocios cercanos,
hasta que me metí a un café. En el café estaba sentada una muchacha que yo
conocía de tiempo atrás y que me era particularmente antipática desde siempre.
Fingí no darme cuenta de su presencia y pedí un americano, cenicero y un vaso
con agua, por favor. Saqué de mi bolsillo el libro de Cortázar y a cada frase
que me gustaba, a cada pequeño relato que terminaba, sentía ganas de volver a
donde Clara y continuar con aquel beso, siguiera lo que siguiera (dicen que el hubiera no existe, pero yo estoy seguro
de que no sólo existe, sino de que está aquí, constante e interminablemente,
rondándonos). Ya me veía yo subiendo de dos brincos la escalinata, con la
empleada suspendida en un sobresalto, y yo desabrochándome la camisa y Clara
sentada frente a su computadora, y yo la tomaba por detrás y le mordía el
cuello y ella enlazaba sus brazos en una reacción inmediata y provocadora y yo
la tomaba del cabello y la besaba, la besaba, la besaba.
Pero no;
aquello sería demasiado, digamos, hollywoodense. Música de fondo y toda la
cosa.
Así que el
café no estaba bueno, el cigarro sí y la gorda seguía ahí, leyendo una revista.
¿Por qué me caía tan mal? Nos conocíamos desde la escuela y nunca habíamos
intercambiado más de cuatro frases. Creo que era toda ella la que me era
repelente. Desde su voz hasta su complexión, algo indefinible que me molestaba.
Me parecía fea, estúpida, pretenciosa. No sé, me caía mal y ya. Todo lo
contrario que con Clara; desde que se mudó a tres casas de la mía, años atrás,
me gustó. Clara es grande, de carnes
abundantes. Tiene el rostro de una niña feliz y el cuerpo de una madre
universal. Bella.
En fin, que
Cortázar seguía siendo un maestro, un maestrazo, y el vaso con agua seguía
lleno, prendía otro cigarro y una nube se interpuso al sol. Humo azul, libro
abierto y, todavía, el beso.
¿Cómo se
llama esta bofa?, Ara..., Arin…, Aral… ¡Arely! Hasta el nombrecito, caray.
Arely leía verticalmente su revista. Alguna tontería, seguramente. Que fea
estás, desgraciada. Ya te hubiera querido conocer Darwin. ¿No que no?,
¡descendemos del mono!, hubiera afirmado, satisfecho. Y en cambio, Clara, desde
el primer intercambio de palabras, fue magia. Mujer completa, estaba lejos de
la vanidad y muy cerca de la soberbia: seguridad de hembra sensual, seguridad
en plenitud de formas femeninas. Una constelación de pecas desaparecía cada vez
que reía y el color subía a su cara. Pelirroja y de ojos claros como las
certezas, bella como sólo es bella quien nosotros decidimos que así lo sea.
El café se
enfrió y, curiosamente, así sabía mejor. Entraron tres personas más: un tipo y
dos mujeres uniformados. Seguramente empleados del banco de junto. Conversaban
animadamente y pidieron la carta. Ahora me daba cuenta que mi aliento no era
precisamente el mejor. ¿Se habría dado cuenta Clara? Carajo, si yo había
pensado lavarme los dientes antes de salir de casa. ¿Por qué no lo hice? Bueno,
la verdad no estaba seguro de que iba a encontrarla y mucho menos sabía que la
iba a besar. Por otro lado, el aliento de ahora ya tenía su dosis de cafeína y
nicotina en la mezcla. Además, estaba seguro que Clara no sólo no lo había
notado, sino que quería que aquel beso se prolongara el tiempo necesario y no
que a mi me entrara un repentino nerviosismo por ser descubiertos por su
empleada, o cualquier otra persona.
Idiota.
¿Desde
cuándo tan consciente? ¿Estaría volviéndome maricón? ¡Qué maricón ni que la
chingada!, aquella erección me contestaba... si es que se puede decir eso de
una erección. Aunque menguó considerablemente desde que Arely se interpuso en
su camino… ¿Dónde estaba ella ahora? En su lugar de antes el vacío hojeaba la
revista. Se habría ido y yo ni en cuenta. Total, seguía con Cortázar. Pero sólo
por unos minutos; en la mesa de enfrente las carcajadas del trío banquero eran
disparadas como piedras a las ventanas. Una de las mujeres no estaba tan mal.
Nada mal para ser precisos. Morena y esbelta, de piernas torneadísimas, no muy
alta, con labios delgados y cabello negro. Era la que más ruidos hacía cuando
se reía. De repente era como si se ahogara y producía una especie de graznido,
como un ronquido o como cuando quieres limpiar la garganta de flemas, y ese
sonido tenía la facultad de hacer que los demás siguieran riendo ya no del
comentario que suscitara la primer carcajada sino de la carcajada en sí y ella,
en el colmo de la hilaridad, parecía sufrir el mismo efecto al escucharse a si
misma. Ahogada en felicidad.
Guapa y
joven, era un gusto verla. Además aquello se contagiaba. Yo reí por simple
reacción. Hasta cuando vi a Arely volver a tomar asiento continué riendo. Aun
más, cuando vio Arely que yo la veía (riendo) me saludó con la misma felicidad
y yo le contesté el saludo haciendo un gesto con la mano. Peor aun, cuando
Arely se levantó y la vi acercarse a mi mesa, yo no sólo continué riendo, sino
que me levanté, la saludé de beso y separé la silla para que tomara asiento.
¡Arely!,
¿cómo te va?, un gusto verte de nuevo.
¿En serio?
¡Ja!, en
serio. ¿Por qué lo dices?
Yo siempre
creí que te caía mal.
No, cómo
crees.
Humm, tú a
mí sí me caías muy mal.
¿Yo?, cómo
crees.
¡Ya!,
sigues siendo igual de arrogante.
¿Igual de
arrogante?
Sí,
igualito.
No me había
dado cuenta. ¿A dónde puedo acudir para solucionar mi problema?
Humm.
¿Y ya no te
caigo mal?
No sé, hace
siglos que no te veo.
Pues heme
aquí, igual de arrogante.
Pues sí.
Bueno, y ya
tratando de solucionar mi defecto, ¿tú qué heces por aquí?
Pue…
¿Dije
heces?, perdón, ¿qué hAces por aquí?
Sí… pues
este café es mío.
No, este es
mío, yo lo pagué.
No seas
sonso, el negocio es mío.
¡Ah!, ¿no
me digas? Y yo pagando.
¡Pues claro
que tienes que pagar!
Pero,
mujer, si soy amigo íntimo de la dueña.
Humm.
Está bien,
no importa. ¿Y cómo te ha ido?
¿Sigues
soltero?
¡Ja!, ¿tan
mal te ha ido?
No sonso,
yo tengo tres años casada.
Un
valiente, el hombre.
Oye,
cuidadito.
Calma
Arely, calma. Sólo bromeo.
No me
gustan esas bromas.
¿Sabes?, creo que ese fue siempre tu problema,
nunca aprendiste a reírte de ti misma.
¡Entonces
sí te caía mal!
Mucho muy
mal.
¿Ya ves?,
¿qué te costaba ser sincero?
Pues, por
lo pronto, una taza de café.
Humm. Ya no
sufras, te la regalo.
¡Hombre,
qué amable!, pero la verdad es que sabe horrible.
No es
cierto.
De verdad.
Aunque cuando se enfría como que mejora. Te lo digo como amigo.
De seguro
sigues soltero, ¿verdad?
¿Y eso qué
tiene que ver?, tu café va a saber mal me case o no. Te voy a recomendar un
molino que hace unas mezclas buenísimas. Y sí, sigo soltero.
Se te nota
en la facha.
¡Ja!
¿De qué te
ríes?
De que ya
me estoy acordando de por qué me caías tan mal.
¿Por
sincera?
¡Ja!
Humm.
Y bueno,
sigo con mi terapia, ¿cómo te ha ido?
Muy bien.
Nos acabamos de cambiar de casa hace unas semanas a la zona residencial de aquí
atrás…
¿Ah sí?
…compramos
el terreno y la construyó un arquitecto del D.F., que es así como lo máximo…
¿A poco?
…y cómo mi
marido es abogado…
Mira nomás.
…y no
tenemos hijos, pues le dije: oye gordo, voy a poner un café para no estar tan
aburrida en la casa…
Lógico.
…al cabo
que casi todas mis amigas son de cafecito en la tarde y esas cosas…
Negocio
redondo.
…y pues ya
ves, muy contenta.
Se te nota
en la facha.
Y tú dónde
vives.
También
aquí atrás.
Con tus
padres, de seguro.
Sí, Arely,
con mis padres.
¿Cuántos años
tienes? ¿Treinta?
Los mismos
que tú.
Para nada,
cuando íbamos en la escuela tú ya habías reprobado como dos veces.
Estabas muy
interesada en mí ¿eh?
Te digo,
igualito.
Ni modo.
¡Ay!, ¿no te
parece horrible cómo se ríe esta mona de atrás?
Al
contrario, se ríe con toda el alma.
Estás loco,
se ríe como puerquito.
Se ríe como
le viene en gana.
¡Ya!, te
gusta.
A
cualquiera.
Ay no, a ti
es al que le gustan las gatas.
¡A
cualquiera!, hasta a tu marido.
¡Óyeme!
Arely,
hazte un favor y no contrates a una jovencita para que te ayude en la casa, los
abogados son los peores.
Y tú qué
haces, por cierto. No has de ganar mucho que hasta andas mendigando una taza de
café.
¡Ja!
¿Hay algo
que no te dé risa?
Es que
estoy muy contento.
¿Y por qué?
Porque no
hago nada y la vida me regala besos.
¿De tus
gatas?
No, de su
patrona.
Humm.
Entonces no haces nada.
Nada.
¿Ya no has
visto a Linda?
No, de toda
esa gente de la escuela no veo ni frecuento a nadie.
Humm.
Bueno
Arely, me voy. No puedo decir que ha sido un gusto volverte a ver, pero de
todos modos gracias por el café.
Oye, en
serio que deberías darte aunque sea una rasuradita. Te ves mal con ese greñero,
muy sucio.
O.K., a ver
si me acuerdo.
Cuando salí
de ahí la risa de aquella morena seguía libre por los aires. Me hubiera gustado
saber cuál era su nombre. Pero Arely -¿quién sería el idiota que se había
casado con ella?- me echó a perder la
lectura, el momento y hasta el beso. Lo mejor era olvidarse de ella: si en
verdad existía Dios, él se encargaría de mandarla al infierno.
Lo malo fue
que me puso a pensar. Si en verdad yo pretendía algo con Clara había que solucionar
varias cosas. Lo del trabajo, por ejemplo. La facha yo sabía que no importaba.
El trabajo, en cambio, sí era necesario. El dinero, mejor dicho. Un café, una
copa, un baile, un cuarto de hotel, un regalo cualquiera tenía su precio.
Porque, aunque Clara era dueña de su propio negocio, no se trataba de hacerle
al gigoló. Por puro orgullo nomás.
Ya me
estaba complicando. Un beso no significaba nada. Una caricia apenas. Un estar
de acuerdo al mismo tiempo. De haber continuado lo más seguro era que el beso
hubiese acabado sin más consecuencias. Una sonrisa y ya. La calentura había
hecho que mi cerebro fabricara improbables concupiscencias. Así estaba bien.
Cuando la volviera a ver todo seguiría igual. Aunque sus ojos, al momento de
irme, pedían algo más. No sexo, sino… compañía, cariño, comprensión, ¡qué sé
yo! Carajo, ¡por qué me fui así! No sólo me quito de dudas sino que hasta me
evito a la puerca esa.
Aquella
nube seguía tapando al sol y yo caminé las cuadras que me separaban de mi casa.
Pasé frente a la de Clara y recordé cómo habíamos empezado a llevarnos: a ella
le gustaban las novelas eróticas y a mi me gustaba leer en la calle. Así que un
día pasó por ahí, paseando a su perro, y me vio sentado con un libro en la
mano. ¿Qué lees?, me preguntó mientras el perro husmeaba mis pies. Esplendores y miserias de las cortesanas,
de Balzac, contesté enseñándole el libro. ¡Qué buen título!, luego me lo
prestas ¿no? Claro, contesté, mañana mismo te lo llevo a tu casa. Bien, dijo,
yo te presto otro. Me parece perfecto, ¿a qué hora te encuentro? Después de las
tres de la tarde ya estoy ahí. Bien, continué, te lo llevo como a eso de las
cuatro. Ok, nos vemos entonces. Órale. Oye, dijo con esa cara de niña, ¿es
cachondón? Pues, le contesté riendo, no precisamente. ¡Oh!, bueno, está bien.
De todos modos llévamelo, me gusta leer. Ahí estaré, contesté mientras su perro
insistía en oler cada rincón a su alcance.
Nos
prestábamos libros, entonces. Después los comentábamos brevemente y así hasta
que comenzamos a platicar de nosotros. A mi me gustaba toda ella, su cuerpo, su
rostro, su afición por novelitas en las que la heroína iba cayendo de a poco en
los llamados de la carne. Se aprendía párrafos completos y después los
comentaba con una emoción que me divertía bastante. Se estaba a gusto a su
lado. Y como nunca hubo ni una sola insinuación de su parte, yo me conformaba
con verla y escucharla. Era, como ya dije, una combinación de niña y diosa de
la fertilidad. Hasta hoy, que sin muchas esperanzas de encontrarla, fui a su
negocio para prestarle un libro de Sade. Subí a su oficina y después de
platicar un rato, cuando ya me despedía, no aguanté y la besé en los labios.
Ella respondió, volví a besarla y después… me fui. Había sido tanto el tiempo que tenía tratándola
con una distancia cordial que en aquel momento no supe distinguir bien la
entera disposición de sus labios.
Imbécil.
Ni hablar,
la volvería ver. Sade estaría muy avergonzado de mí.
Entré a mi
casa y mi padre ya estaba a la mesa. Comimos. Pasé la tarde leyendo a Cortázar
en mi recámara y volvía a pensar en Clara. Hacía calor y la imaginación
sobraba. Tuve otra erección. No quise masturbarme y la dejé así. La mente es
poderosa, oh Clara. A tres casas…
De repente
sonó el teléfono.
¿Bueno?
Buenas
tardes, ¿se encuentra Gilberto?
Él habla,
¿quién eres?
Arely,
sonso…
Ah.
…dejaste tu
cartera en la cafetería.
¿En serio?
Supongo que
no te habías dado cuenta, ¿para qué traes cartera si no cargas ni un peso? Y además, ¿con qué pensabas pagar?
Traía unas
monedas, Arely.
Humm.
Bueno,
mañana paso por ella a la…
¡No!, la
tengo aquí, en mi casa, ¿por qué no vienes por ella?
¿Ah?
Según tu
credencial, vivimos en la misma calle. Yo en el 476 y tú en el 124, a unas
cuadras nada más. Camina, no seas flojo.
Pero, por
qué no mejor mañana…
¡Ah no!, si
no vienes ahorita no voy andar cuidando tus cosas, ¿qué te crees?
Está bien,
¿476?
Sí.
Ahorita
llego, entonces.
¡Y eres un
naco!
¿Por qué?
Ya vi tus
calendarios de viejas encueradas, no inventes.
¡Ja!
Si te tardas
no te abro.
Bien, allá
voy.
A ver,
aquello estaba muy raro. ¿Por qué tanta urgencia? Y además en su casa. De
seguro quería seguir presumiendo de los logros de su gordo y del arquitecto que
era así como lo máximo. Se podía quedar con la cartera. Ni dinero ni nada que
me interesara en particular… Bueno, la credencial. Volver a tramitarla no era
algo que me emocionara. Carajo.
Diez
minutos después llamaba a la puerta de su casa. Me contestó por el interfón.
¿Quién?
El
arrogante.
Pasa.
Sonó el
timbre de acceso y empujé la puerta. Un jardín sin árboles rodeaba la casa de
dos plantas; un cubo blanco con un ventanal enmarcando toda la parte superior.
La base no estaba al ras del suelo sino que, por medio de una especie de vigas
o pilares debajo de ella, se levantaba a metro y medio, suficiente para que la
escalinata que llevaba a la puerta principal tuviera una cualidad flotante.
¿A poco no
está hermosa mi casa?, dijo Arely, vanidosa desde el umbral.
Sí, no está
mal.
Pasa, no
hay nadie.
¿Y tu
marido?
Llega hasta
las nueve del despacho.
Eso es.
Siéntate,
ahorita te traigo tu cartera.
Gracias.
¿No quieres
un café?
No gracias,
mejor un vaso con agua, plis.
Ok.
Arely se
dirigió a la cocina y yo todavía dudaba de sus intenciones. La casa, sí, estaba
bien. Los interiores eran modernos, perfectamente iluminados. Se podía ver
desde la sala la parte trasera del jardín en donde había una amplia terraza y
un pequeño paseo de flores.
¿Por qué no
tenía la cartera a la mano desde el primer momento?
Regresó con
el vaso de agua.
¿Qué te
parecen los acabados?, me encanta toda esta tendencia minimalista. Estas
lámparas las compramos en Nueva York y
la mesa en otro viaje que hicimos a Italia.
¡Viajamos tanto!
Qué bien.
Mira, ven.
Te quiero enseñar algo.
Aquello ya
no era sospechoso sino evidente. Me levanté y la seguí hacia la segunda planta.
Nos paramos a medio pasillo, completamente a oscuras.
Espera
aquí, me dijo.
La oí
alejarse unos metros y luego un ligero clic. Poco a poco se fue iluminando la
pared, por medio de unas lámparas que tenían ese efecto de lentitud. Colgado a
todo lo largo del corredor estaba una reproducción del Guernica de Picasso
hecha con pequeños azulejos negros, blancos y grises.
Esto está
buenísimo, dije sinceramente.
Ya sabía
que te iba a gustar.
Bue-ní-si-mo.
Arely se
acercó y me tomó la mano.
A mi marido
no le gusta.
¡Nhombre!,
no sabe lo que tiene.
Así es, no
sabe.
Y entonces
ella giró hacia mí. Sentí sus pechos apretados y la cercanía de su rostro. Lo
dudé dos segundos. Metí la lengua entre sus labios y Arely sacó la suya para
lamerme toda la cara. En un minuto ya estábamos en el suelo. Yo le apretaba con
furia las nalgas, le chupaba el pecho, le frotaba los muslos; ella mordía mis
oídos, jalaba de mi pelo y se movía como convulsionada. Comenzó a jadear. Yo le
quité la blusa, ella me quitó la camisa. Yo le quité la falda, ella me quitó el
pantalón. De un sólo movimiento nos deshicimos de los calzones y la penetré
fácilmente. Ella enredó sus piernas por mis caderas, yo me levanté un poco y
comencé a arremeter. No tuve ni tiempo de reflexionar, de darme cuenta de que
me estaba cogiendo ¡a Arely! Ella se
sujetó de mis hombros y nos encontramos en un amasijo de carne, sudor y
bufidos.
¡Te odio!,
gritaba, ¡Métemela toda!, ¡CÓGEME!... ¡Te odio!, ¡Cógeme!
Vaya que
estaba excitada. Y luego empezó con lo de
¡Quiero un
hijo!... ¡Métemela toda, así, así!... ¡Quiero un hijo tuyo, cabrón!
Eso estuvo
a punto de inhibirme. Pero, ¡qué demonios!, le mejoraría la raza.
Seguimos un
rato así. Yo me hinqué y ella me presentó su blando y feo culo. La volví a
penetrar, tomándola de la cintura y empujándola de un lado al otro. ¡Te odio!,
¡quiero un hijo!, ¡Más, Más, Más!, ¡te odio, cabrón!, ¡cógeme!...
Me vine
dentro de ella. Un chorro largo y abundante. Se me fundió el cerebro. Luego caí
exhausto sobre su espalda y ella continuaba ronroneando. Al fin nos separamos.
Estábamos
tirados en el pasillo, absortos. Por el ventanal se podía ver la primera noche
y sobre nosotros, el Guernica ululante.
Me tengo
que ir.
Sí, mi
marido no tarda en llegar
¡Ja!, reí.
¡Ja!, ella
también.
Salí de ahí
con una extraña mezcla de placer y disgusto. ¡Quién lo iba a pensar! Arely
resultó una máquina de improperios secretorios y yo, que decía no querer ni
verla, resulté más bestia que ella. Traía pegado a mi cuerpo su olor agridulce
y aquello me provocaba náuseas. Pobre de su gordo. De seguro no le daba la
batería necesaria. Y yo lo comprendía. Si aquello se repetía a diario uno
podría ver amenazada su integridad física. Arely era un auténtico animal en
celo perpetuo. Lo del hijo resultaba curioso. ¿Sería un abogado estéril? Quién
sabe. Lo cierto es que no quería volver a encontrármela en los próximos nueve
meses. Y de ser posible ni en los próximos nueve años. Una especie de vacío me
drenaba. ¿Por qué me sentía así? Aquello había estado fenomenal. Me hacía
falta. Pero, de todas formas, había algo que me molestaba. Mi repulsión hacia
ella aumentaba a cada paso que daba.
Volví a
pasar frente a la casa de Clara. Su auto estaba estacionado y se podía ver luz
en las ventanas. ¡Clara!, ella sí era algo que me hacía falta. Clara, claridad,
clarividencia. Me senté en la banqueta, viendo la fachada. ¿Y si llamaba a su
puerta?... No, ¿para qué? Aquel beso tenía que continuar en otra parte. Tal vez
estaría leyendo a Sade. Esperaría hasta que me lo entregara, dos o tres días. Y
entonces…entonces sí, un beso no sería suficiente. En verdad la quería y eso mismo
era lo que me aconsejaba paciencia. Y tal vez eso era también lo que me
incomodaba. De alguna manera la había traicionado. ¡Y con quién!, carajo. Arely
fango, Clara el mar.
Otro
automóvil se estacionó frente a su casa. Reconocí de inmediato a su conductor.
Hola
Gilberto.
Hola Raúl.
Nos vemos,
buenas noches.
Hasta
luego, buenas.
El marido
de Clara entró y yo me levanté para irme a bañar. Ella me había dicho que sus
tres hijos lo querían como locos.
Al quitarme
la ropa me di cuenta de que Arely no me había devuelto la cartera.