viernes, mayo 18, 2012

Un beso





     Terminó el beso y tuve que irme. ¿Tuve que? Sí, porque abajo estaba la empleada y si me hubiese quedado, el beso hubiera continuado hasta ya no ser sólo bocas, labios mojando otros labios, sino manos recorriendo carne, cabellos, texturas blandas y tensas ahí donde las texturas se afirman como muestras de la sangre urgente. Tuve que irme y, mientras descendía por la estrecha escalinata del negocio, probé todavía el dulzor artificial de su bilé.
      Me despedí, hasta luego, de la empleada y salí sin voltear al mezanine desde donde Clara, estaba seguro, me veía partir. Hebras de su perfume habían quedado sujetas a mi ropa, a mis dedos. Mi sentido de orientación decidió pasear sin rumbo fijo mientras menguaba la erección. Era mediodía y yo no tenía nada más que hacer. Un beso, un beso bien dado, pero sobre todo un beso bien recibido puede tener resultados tan notorios como aquel.
     Anduve haciendo el tonto con cara de contento por algunos de los negocios cercanos, hasta que me metí a un café. En el café estaba sentada una muchacha que yo conocía de tiempo atrás y que me era particularmente antipática desde siempre. Fingí no darme cuenta de su presencia y pedí un americano, cenicero y un vaso con agua, por favor. Saqué de mi bolsillo el libro de Cortázar y a cada frase que me gustaba, a cada pequeño relato que terminaba, sentía ganas de volver a donde Clara y continuar con aquel beso, siguiera lo que siguiera (dicen que el hubiera no existe, pero yo estoy seguro de que no sólo existe, sino de que está aquí, constante e interminablemente, rondándonos). Ya me veía yo subiendo de dos brincos la escalinata, con la empleada suspendida en un sobresalto, y yo desabrochándome la camisa y Clara sentada frente a su computadora, y yo la tomaba por detrás y le mordía el cuello y ella enlazaba sus brazos en una reacción inmediata y provocadora y yo la tomaba del cabello y la besaba, la besaba, la besaba.
     Pero no; aquello sería demasiado, digamos, hollywoodense. Música de fondo y toda la cosa.
     Así que el café no estaba bueno, el cigarro sí y la gorda seguía ahí, leyendo una revista. ¿Por qué me caía tan mal? Nos conocíamos desde la escuela y nunca habíamos intercambiado más de cuatro frases. Creo que era toda ella la que me era repelente. Desde su voz hasta su complexión, algo indefinible que me molestaba. Me parecía fea, estúpida, pretenciosa. No sé, me caía mal y ya. Todo lo contrario que con Clara; desde que se mudó a tres casas de la mía, años atrás, me gustó.  Clara es grande, de carnes abundantes. Tiene el rostro de una niña feliz y el cuerpo de una madre universal. Bella.
     En fin, que Cortázar seguía siendo un maestro, un maestrazo, y el vaso con agua seguía lleno, prendía otro cigarro y una nube se interpuso al sol. Humo azul, libro abierto y, todavía, el beso.
     ¿Cómo se llama esta bofa?, Ara..., Arin…, Aral… ¡Arely! Hasta el nombrecito, caray. Arely leía verticalmente su revista. Alguna tontería, seguramente. Que fea estás, desgraciada. Ya te hubiera querido conocer Darwin. ¿No que no?, ¡descendemos del mono!, hubiera afirmado, satisfecho. Y en cambio, Clara, desde el primer intercambio de palabras, fue magia. Mujer completa, estaba lejos de la vanidad y muy cerca de la soberbia: seguridad de hembra sensual, seguridad en plenitud de formas femeninas. Una constelación de pecas desaparecía cada vez que reía y el color subía a su cara. Pelirroja y de ojos claros como las certezas, bella como sólo es bella quien nosotros decidimos que así lo sea.

     El café se enfrió y, curiosamente, así sabía mejor. Entraron tres personas más: un tipo y dos mujeres uniformados. Seguramente empleados del banco de junto. Conversaban animadamente y pidieron la carta. Ahora me daba cuenta que mi aliento no era precisamente el mejor. ¿Se habría dado cuenta Clara? Carajo, si yo había pensado lavarme los dientes antes de salir de casa. ¿Por qué no lo hice? Bueno, la verdad no estaba seguro de que iba a encontrarla y mucho menos sabía que la iba a besar. Por otro lado, el aliento de ahora ya tenía su dosis de cafeína y nicotina en la mezcla. Además, estaba seguro que Clara no sólo no lo había notado, sino que quería que aquel beso se prolongara el tiempo necesario y no que a mi me entrara un repentino nerviosismo por ser descubiertos por su empleada, o cualquier otra persona.
     Idiota.
     ¿Desde cuándo tan consciente? ¿Estaría volviéndome maricón? ¡Qué maricón ni que la chingada!, aquella erección me contestaba... si es que se puede decir eso de una erección. Aunque menguó considerablemente desde que Arely se interpuso en su camino… ¿Dónde estaba ella ahora? En su lugar de antes el vacío hojeaba la revista. Se habría ido y yo ni en cuenta. Total, seguía con Cortázar. Pero sólo por unos minutos; en la mesa de enfrente las carcajadas del trío banquero eran disparadas como piedras a las ventanas. Una de las mujeres no estaba tan mal. Nada mal para ser precisos. Morena y esbelta, de piernas torneadísimas, no muy alta, con labios delgados y cabello negro. Era la que más ruidos hacía cuando se reía. De repente era como si se ahogara y producía una especie de graznido, como un ronquido o como cuando quieres limpiar la garganta de flemas, y ese sonido tenía la facultad de hacer que los demás siguieran riendo ya no del comentario que suscitara la primer carcajada sino de la carcajada en sí y ella, en el colmo de la hilaridad, parecía sufrir el mismo efecto al escucharse a si misma. Ahogada en felicidad.
     Guapa y joven, era un gusto verla. Además aquello se contagiaba. Yo reí por simple reacción. Hasta cuando vi a Arely volver a tomar asiento continué riendo. Aun más, cuando vio Arely que yo la veía (riendo) me saludó con la misma felicidad y yo le contesté el saludo haciendo un gesto con la mano. Peor aun, cuando Arely se levantó y la vi acercarse a mi mesa, yo no sólo continué riendo, sino que me levanté, la saludé de beso y separé la silla para que tomara asiento.
    ¡Arely!, ¿cómo te va?, un gusto verte de nuevo.
     ¿En serio?
     ¡Ja!, en serio. ¿Por qué lo dices?
     Yo siempre creí que te caía mal.
     No, cómo crees.
     Humm, tú a mí sí me caías muy mal.
     ¿Yo?, cómo crees.
     ¡Ya!, sigues siendo igual de arrogante.
    ¿Igual de arrogante?
     Sí, igualito.
     No me había dado cuenta. ¿A dónde puedo acudir para solucionar mi problema?
     Humm.
     ¿Y ya no te caigo mal?
     No sé, hace siglos que no te veo.
     Pues heme aquí, igual de arrogante.
     Pues sí.
     Bueno, y ya tratando de solucionar mi defecto, ¿tú qué heces por aquí?
     Pue…
     ¿Dije heces?, perdón, ¿qué hAces por aquí?
     Sí… pues este café es mío.
     No, este es mío, yo lo pagué.
     No seas sonso, el negocio es mío.
     ¡Ah!, ¿no me digas? Y yo pagando.
     ¡Pues claro que tienes que pagar!
     Pero, mujer, si soy amigo íntimo de la dueña.
     Humm.
     Está bien, no importa. ¿Y cómo te ha ido?
     ¿Sigues soltero?
     ¡Ja!, ¿tan mal te ha ido?
     No sonso, yo tengo tres años casada.
     Un valiente, el hombre.
     Oye, cuidadito.
     Calma Arely, calma. Sólo bromeo.
     No me gustan esas bromas.
     ¿Sabes?, creo que ese fue siempre tu problema, nunca aprendiste a reírte de ti misma.
     ¡Entonces sí te caía mal!
     Mucho muy mal.
     ¿Ya ves?, ¿qué te costaba ser sincero?
     Pues, por lo pronto, una taza de café.
     Humm. Ya no sufras, te la regalo.
     ¡Hombre, qué amable!, pero la verdad es que sabe horrible.
     No es cierto.
     De verdad. Aunque cuando se enfría como que mejora. Te lo digo como amigo.
     De seguro sigues soltero, ¿verdad?
     ¿Y eso qué tiene que ver?, tu café va a saber mal me case o no. Te voy a recomendar un molino que hace unas mezclas buenísimas. Y sí, sigo soltero.
     Se te nota en la facha.
     ¡Ja!
     ¿De qué te ríes?
     De que ya me estoy acordando de por qué me caías tan mal.
     ¿Por sincera?
     ¡Ja!
     Humm.
     Y bueno, sigo con mi terapia, ¿cómo te ha ido?
     Muy bien. Nos acabamos de cambiar de casa hace unas semanas a la zona residencial de aquí atrás…
      ¿Ah sí?
     …compramos el terreno y la construyó un arquitecto del D.F., que es así como lo máximo…
     ¿A poco?
      …y cómo mi marido es abogado…
     Mira nomás.
     …y no tenemos hijos, pues le dije: oye gordo, voy a poner un café para no estar tan aburrida en la casa…
     Lógico.
     …al cabo que casi todas mis amigas son de cafecito en la tarde y esas cosas…
     Negocio redondo.
     …y pues ya ves, muy contenta.
     Se te nota en la facha.
     Y tú dónde vives.
     También aquí atrás.
     Con tus padres, de seguro.
     Sí, Arely, con mis padres.
     ¿Cuántos años tienes? ¿Treinta?
     Los mismos que tú.
     Para nada, cuando íbamos en la escuela tú ya habías reprobado como dos veces.
     Estabas muy interesada en mí ¿eh?
     Te digo, igualito.
     Ni modo.
     ¡Ay!, ¿no te parece horrible cómo se ríe esta mona de atrás?
     Al contrario, se ríe con toda el alma.
     Estás loco, se ríe como puerquito.
     Se ríe como le viene en gana.
     ¡Ya!, te gusta.
    A cualquiera.
    Ay no, a ti es al que le gustan las gatas.
     ¡A cualquiera!, hasta a tu marido.
     ¡Óyeme!
     Arely, hazte un favor y no contrates a una jovencita para que te ayude en la casa, los abogados son los peores.
     Y tú qué haces, por cierto. No has de ganar mucho que hasta andas mendigando una taza de café.
     ¡Ja!
     ¿Hay algo que no te dé risa?
     Es que estoy muy contento.
     ¿Y por qué?
     Porque no hago nada y la vida me regala besos.
     ¿De tus gatas?
     No, de su patrona.
     Humm. Entonces no haces nada.
     Nada.
     ¿Ya no has visto a Linda?
     No, de toda esa gente de la escuela no veo ni frecuento a nadie.
     Humm.
     Bueno Arely, me voy. No puedo decir que ha sido un gusto volverte a ver, pero de todos modos gracias por el café.
     Oye, en serio que deberías darte aunque sea una rasuradita. Te ves mal con ese greñero, muy sucio.
     O.K., a ver si me acuerdo.

     Cuando salí de ahí la risa de aquella morena seguía libre por los aires. Me hubiera gustado saber cuál era su nombre. Pero Arely -¿quién sería el idiota que se había casado con ella?-  me echó a perder la lectura, el momento y hasta el beso. Lo mejor era olvidarse de ella: si en verdad existía Dios, él se encargaría de mandarla al infierno.
     Lo malo fue que me puso a pensar. Si en verdad yo pretendía algo con Clara había que solucionar varias cosas. Lo del trabajo, por ejemplo. La facha yo sabía que no importaba. El trabajo, en cambio, sí era necesario. El dinero, mejor dicho. Un café, una copa, un baile, un cuarto de hotel, un regalo cualquiera tenía su precio. Porque, aunque Clara era dueña de su propio negocio, no se trataba de hacerle al gigoló. Por puro orgullo nomás.
     Ya me estaba complicando. Un beso no significaba nada. Una caricia apenas. Un estar de acuerdo al mismo tiempo. De haber continuado lo más seguro era que el beso hubiese acabado sin más consecuencias. Una sonrisa y ya. La calentura había hecho que mi cerebro fabricara improbables concupiscencias. Así estaba bien. Cuando la volviera a ver todo seguiría igual. Aunque sus ojos, al momento de irme, pedían algo más. No sexo, sino… compañía, cariño, comprensión, ¡qué sé yo! Carajo, ¡por qué me fui así! No sólo me quito de dudas sino que hasta me evito a la puerca esa.
     Aquella nube seguía tapando al sol y yo caminé las cuadras que me separaban de mi casa. Pasé frente a la de Clara y recordé cómo habíamos empezado a llevarnos: a ella le gustaban las novelas eróticas y a mi me gustaba leer en la calle. Así que un día pasó por ahí, paseando a su perro, y me vio sentado con un libro en la mano. ¿Qué lees?, me preguntó mientras el perro husmeaba mis pies. Esplendores y miserias de las cortesanas, de Balzac, contesté enseñándole el libro. ¡Qué buen título!, luego me lo prestas ¿no? Claro, contesté, mañana mismo te lo llevo a tu casa. Bien, dijo, yo te presto otro. Me parece perfecto, ¿a qué hora te encuentro? Después de las tres de la tarde ya estoy ahí. Bien, continué, te lo llevo como a eso de las cuatro. Ok, nos vemos entonces. Órale. Oye, dijo con esa cara de niña, ¿es cachondón? Pues, le contesté riendo, no precisamente. ¡Oh!, bueno, está bien. De todos modos llévamelo, me gusta leer. Ahí estaré, contesté mientras su perro insistía en oler cada rincón a su alcance.
      Nos prestábamos libros, entonces. Después los comentábamos brevemente y así hasta que comenzamos a platicar de nosotros. A mi me gustaba toda ella, su cuerpo, su rostro, su afición por novelitas en las que la heroína iba cayendo de a poco en los llamados de la carne. Se aprendía párrafos completos y después los comentaba con una emoción que me divertía bastante. Se estaba a gusto a su lado. Y como nunca hubo ni una sola insinuación de su parte, yo me conformaba con verla y escucharla. Era, como ya dije, una combinación de niña y diosa de la fertilidad. Hasta hoy, que sin muchas esperanzas de encontrarla, fui a su negocio para prestarle un libro de Sade. Subí a su oficina y después de platicar un rato, cuando ya me despedía, no aguanté y la besé en los labios. Ella respondió, volví a besarla y después… me fui.  Había sido tanto el tiempo que tenía tratándola con una distancia cordial que en aquel momento no supe distinguir bien la entera disposición de sus labios.
     Imbécil.
     Ni hablar, la volvería ver. Sade estaría muy avergonzado de mí.

     Entré a mi casa y mi padre ya estaba a la mesa. Comimos. Pasé la tarde leyendo a Cortázar en mi recámara y volvía a pensar en Clara. Hacía calor y la imaginación sobraba. Tuve otra erección. No quise masturbarme y la dejé así. La mente es poderosa, oh Clara. A tres casas…
     De repente sonó el teléfono.
     ¿Bueno?
    Buenas tardes, ¿se encuentra Gilberto?
    Él habla, ¿quién eres?
    Arely, sonso…
    Ah.
    …dejaste tu cartera en la cafetería.
     ¿En serio?
     Supongo que no te habías dado cuenta, ¿para qué traes cartera si no cargas ni un peso?     Y además, ¿con qué pensabas pagar?
     Traía unas monedas, Arely.
     Humm.
     Bueno, mañana paso por ella a la…
     ¡No!, la tengo aquí, en mi casa, ¿por qué no vienes por ella?
     ¿Ah?
     Según tu credencial, vivimos en la misma calle. Yo en el 476 y tú en el 124, a unas cuadras nada más. Camina, no seas flojo.
     Pero, por qué no mejor mañana…
     ¡Ah no!, si no vienes ahorita no voy andar cuidando tus cosas, ¿qué te crees?
     Está bien, ¿476?
     Sí.
     Ahorita llego, entonces.
     ¡Y eres un naco!
     ¿Por qué?
     Ya vi tus calendarios de viejas encueradas, no inventes.
     ¡Ja!
    Si te tardas no te abro.
    Bien, allá voy.

     A ver, aquello estaba muy raro. ¿Por qué tanta urgencia? Y además en su casa. De seguro quería seguir presumiendo de los logros de su gordo y del arquitecto que era así como lo máximo. Se podía quedar con la cartera. Ni dinero ni nada que me interesara en particular… Bueno, la credencial. Volver a tramitarla no era algo que me emocionara. Carajo.
     Diez minutos después llamaba a la puerta de su casa. Me contestó por el interfón.
     ¿Quién?
     El arrogante.
     Pasa.
     Sonó el timbre de acceso y empujé la puerta. Un jardín sin árboles rodeaba la casa de dos plantas; un cubo blanco con un ventanal enmarcando toda la parte superior. La base no estaba al ras del suelo sino que, por medio de una especie de vigas o pilares debajo de ella, se levantaba a metro y medio, suficiente para que la escalinata que llevaba a la puerta principal tuviera una cualidad flotante.
     ¿A poco no está hermosa mi casa?, dijo Arely, vanidosa desde el umbral.
     Sí, no está mal.
     Pasa, no hay nadie.
     ¿Y tu marido?
     Llega hasta las nueve del despacho.
     Eso es.
     Siéntate, ahorita te traigo tu cartera.
     Gracias.
     ¿No quieres un café?
     No gracias, mejor un vaso con agua, plis.
     Ok.
     Arely se dirigió a la cocina y yo todavía dudaba de sus intenciones. La casa, sí, estaba bien. Los interiores eran modernos, perfectamente iluminados. Se podía ver desde la sala la parte trasera del jardín en donde había una amplia terraza y un pequeño paseo de flores.
     ¿Por qué no tenía la cartera a la mano desde el primer momento?
     Regresó con el vaso de agua.
     ¿Qué te parecen los acabados?, me encanta toda esta tendencia minimalista. Estas lámparas las compramos en Nueva York  y la mesa en otro viaje que hicimos a Italia.     ¡Viajamos tanto!
     Qué bien.
     Mira, ven. Te quiero enseñar algo.
    
     Aquello ya no era sospechoso sino evidente. Me levanté y la seguí hacia la segunda planta. Nos paramos a medio pasillo, completamente a oscuras.
     Espera aquí, me dijo.
     La oí alejarse unos metros y luego un ligero clic. Poco a poco se fue iluminando la pared, por medio de unas lámparas que tenían ese efecto de lentitud. Colgado a todo lo largo del corredor estaba una reproducción del Guernica de Picasso hecha con pequeños azulejos negros, blancos y grises.
     Esto está buenísimo, dije sinceramente.
     Ya sabía que te iba a gustar.
     Bue-ní-si-mo.
     Arely se acercó y me tomó la mano.
     A mi marido no le gusta.
     ¡Nhombre!, no sabe lo que tiene.
     Así es, no sabe.
     Y entonces ella giró hacia mí. Sentí sus pechos apretados y la cercanía de su rostro. Lo dudé dos segundos. Metí la lengua entre sus labios y Arely sacó la suya para lamerme toda la cara. En un minuto ya estábamos en el suelo. Yo le apretaba con furia las nalgas, le chupaba el pecho, le frotaba los muslos; ella mordía mis oídos, jalaba de mi pelo y se movía como convulsionada. Comenzó a jadear. Yo le quité la blusa, ella me quitó la camisa. Yo le quité la falda, ella me quitó el pantalón. De un sólo movimiento nos deshicimos de los calzones y la penetré fácilmente. Ella enredó sus piernas por mis caderas, yo me levanté un poco y comencé a arremeter. No tuve ni tiempo de reflexionar, de darme cuenta de que me estaba cogiendo ¡a Arely!  Ella se sujetó de mis hombros y nos encontramos en un amasijo de carne, sudor y bufidos.
     ¡Te odio!, gritaba, ¡Métemela toda!, ¡CÓGEME!... ¡Te odio!, ¡Cógeme!
     Vaya que estaba excitada. Y luego empezó con lo de
     ¡Quiero un hijo!... ¡Métemela toda, así, así!... ¡Quiero un hijo tuyo, cabrón!
     Eso estuvo a punto de inhibirme. Pero, ¡qué demonios!, le mejoraría la raza.
     Seguimos un rato así. Yo me hinqué y ella me presentó su blando y feo culo. La volví a penetrar, tomándola de la cintura y empujándola de un lado al otro. ¡Te odio!, ¡quiero un hijo!, ¡Más, Más, Más!, ¡te odio, cabrón!, ¡cógeme!...
     Me vine dentro de ella. Un chorro largo y abundante. Se me fundió el cerebro. Luego caí exhausto sobre su espalda y ella continuaba ronroneando. Al fin nos separamos.
     Estábamos tirados en el pasillo, absortos. Por el ventanal se podía ver la primera noche y sobre nosotros, el Guernica ululante.
     Me tengo que ir.
     Sí, mi marido no tarda en llegar
     ¡Ja!, reí.
     ¡Ja!, ella también.
     Salí de ahí con una extraña mezcla de placer y disgusto. ¡Quién lo iba a pensar! Arely resultó una máquina de improperios secretorios y yo, que decía no querer ni verla, resulté más bestia que ella. Traía pegado a mi cuerpo su olor agridulce y aquello me provocaba náuseas. Pobre de su gordo. De seguro no le daba la batería necesaria. Y yo lo comprendía. Si aquello se repetía a diario uno podría ver amenazada su integridad física. Arely era un auténtico animal en celo perpetuo. Lo del hijo resultaba curioso. ¿Sería un abogado estéril? Quién sabe. Lo cierto es que no quería volver a encontrármela en los próximos nueve meses. Y de ser posible ni en los próximos nueve años. Una especie de vacío me drenaba. ¿Por qué me sentía así? Aquello había estado fenomenal. Me hacía falta. Pero, de todas formas, había algo que me molestaba. Mi repulsión hacia ella aumentaba a cada paso que daba.
     Volví a pasar frente a la casa de Clara. Su auto estaba estacionado y se podía ver luz en las ventanas. ¡Clara!, ella sí era algo que me hacía falta. Clara, claridad, clarividencia. Me senté en la banqueta, viendo la fachada. ¿Y si llamaba a su puerta?... No, ¿para qué? Aquel beso tenía que continuar en otra parte. Tal vez estaría leyendo a Sade. Esperaría hasta que me lo entregara, dos o tres días. Y entonces…entonces sí, un beso no sería suficiente. En verdad la quería y eso mismo era lo que me aconsejaba paciencia. Y tal vez eso era también lo que me incomodaba. De alguna manera la había traicionado. ¡Y con quién!, carajo. Arely fango, Clara el mar.
     Otro automóvil se estacionó frente a su casa. Reconocí de inmediato a su conductor.
     Hola Gilberto.
     Hola Raúl.
     Nos vemos, buenas noches.
     Hasta luego, buenas.
     El marido de Clara entró y yo me levanté para irme a bañar. Ella me había dicho que sus tres hijos lo querían como locos.
     Al quitarme la ropa me di cuenta de que Arely no me había devuelto la cartera.

Matamoscas*

Ilustración: Zertuche Slecht Leven, Aguascalientes, Ags. México. 2012. Iba a sentarme a escribir pero me puse a matar moscas. No ...