Había tres personas más en la salita de espera. Dudé un minuto en
quedarme o mejor largarme a desayunar. Lo que a fin de cuentas me decidió fue
la visión que me ofrecía la blusita blanca de la secretaria que, sentada y en
silencio frente a una computadora, mostraba las redondas perfecciones de su
perfil; usaba lentes, traía el pelo negro suelto hasta los hombros y se podía
ver a kilómetros que era una mujer limpia. Me gustó.
Tomé asiento junto a una señora de pelo corto y cano que sostenía entre
sus manos un fólder con varias hojas en su interior. Yo revisé el bolsillo de
mi camisa; ahí llevaba mi solicitud doblada en cuadritos. En la pared de
enfrente colgaba un marco con la fotografía submarina de un delfín que tenía
impreso en letras manuscritas este pensamiento: Hoy es un buen día para vivir.
Tal vez le tomarían la foto unos días antes de ser atrapado por las
redes de un barco camaronero.
La señora de pelo corto se veía nerviosa; daba largos suspiros cada
cinco segundos y usaba el fólder para ventilarse la cara, aunque el frío nos
obligara a todos a llevar chamarra. A su lado estaban sentados dos tipos que
parecían conocerse de tiempo atrás y conversaban murmurando. Ninguno
sobrepasaba los veinte años y tenían toda la facha de no saber ni su nombre. La
oficina se veía descuidada; el tapiz tenía burbujas de humedad por toda la
parte superior y los barrotes de la ventana necesitaban algo más que una
repintada. El lugar olía a spray ambiental y algo falso se adivinaba detrás de
todo el inmueble. Mi experiencia como solicitante de empleo me había enseñado a
reconocer esos pequeños detalles que suelen desmentir al instante a los sitios
en los que el fraude habita. Lo más seguro era que me volvieran a salir con lo
de los treinta mil pesos al mes después de “subir peldaños” de puerta en
puerta, o de “reclutar” vendedores de productos inexistentes a los que había
que convencer de dejar unos miles de pesos en el camino. ¿Qué había hecho mal
en la vida para encontrarme una vez más con esto?
Bueno, la respuesta era larga.
La secretaria tenía mucho quehacer en su computadora; los dedos volaban
sobre las teclas y se inclinaba frente a la pantalla como revisando algo
importante, para luego continuar tecleando desaforadamente. Sentí envidia:
tenía meses sin que una sola línea saliera de mis manos. Si alguna vez creí
tener facultades para la literatura ahora estaba seguro de que no sólo no las
tenía sino que había desperdiciado los mejores años de mi vida escribiendo
estupideces. Aquella secretaria estaba redactando en cuestión de minutos la
cantidad de palabras que yo escribiría en un mes. “Pero ahí no hay arte”, me
consolé en silencio. ¿Arte? ¿A quién chingada le importa el arte? Soy un perro
que necesita dinero; al arte le sobran prostitutos.
Señorita -dijo de repente la señora a mi lado dirigiéndose a la
secretaria-, ¿cuánto tiempo más vamos a esperar?
La secre volteó a verla con desgano, alzó las cejas sobre los cristales
de sus anteojos y, haciendo un cálculo mental mirando al techo, dijo: «No creo
que más de media hora», y volvió a su infernal tecleo.
La señora emitió un bufido y noté que me dirigía una mirada en busca de
interlocutor. Yo puse cara neutral; en verdad no me importaba esperar un rato
más. Ya hasta el hambre se me había quitado.
¡Qué descaro!, dijo al fin mi vecina. Tengo aquí desde las ocho y media,
¡llegué antes que ella y ahora me sale con que tendré que estar media hora más
esperando! No saben que estoy sobre-calificada para el empleo, ¡no saben la
experiencia que tengo!
Vi nuevamente su fólder relleno. Seguramente ahí estaría toda su
experiencia previamente redactada en fojas tamaño oficio. Pues así son, dije yo
por decir algo. Aquello no pareció complacerla. Me miró con desaprobación y
luego continuó: Aquí se dejan mangonear de quien sea, pero allá en la capital
es muy distinto. Yo soy de allá (dijo esto al tiempo que se enderezaba sobre la
silla) y ¡qué diferencia! Allá uno exige sus derechos como debe de ser, ¡nada
de que cualquier pelagatos se pone altanero! Acá no; acá se dejan del primero
que se les pone enfrente. ¡Así nunca van a avanzar!
Todo esto fue escuchado por las otras personas que había en el lugar. La
secretaria parecía divertida y se inclinaba con más frecuencia frente a la
pantalla; los otros dos no estaban tan contentos con el discurso; volvieron a
murmurar, observando con igual desprecio a la capitalina pelona. Yo fingí
demencia durante un rato y luego me levanté del asiento. Salí por la puerta de
cristal que daba acceso al sitio, me quedé parado en la banqueta y prendí un
cigarro. La mañana nublada soplaba ráfagas frías sobre mi rostro. Sentí
nuevamente el ardor en mis oídos. Aquello siempre me recordaba mi infancia; o,
mejor dicho, una parte específica de mi infancia: la formación en filas antes
de entrar a los salones de clase. Siempre lo odié, desde el primer año. Y ahí
estaba de nuevo, odiándolo en una fila distinta. A punto estuve de largarme
cuando vi entrar por la misma puerta a una muchachita rubia de unos diecinueve
años, con pantalón de mezclilla ajustado a un trasero más que encomiable,
comible.
Definitivamente era un pobre diablo: por segunda ocasión me retendría el
hecho de poder mirar durante un rato a una hembra. Esto lo pensé de inmediato y
de inmediato me deshice de prejuicios; el trabajo no me interesaba, pero nadie
me podría quitar el placer de ver un buen culo.
Entré nuevamente a la salita de espera y me sorprendí de no encontrar
ahí a la rubia. Di media vuelta buscando una vía distinta de acceso, pero no
había más que la puerta principal. Estuve a punto de interrogar a cualquiera de
los tipos acerca de si había sido real o si era una visión provocada por la
falta de alimento, cuando del despacho salió ella. Un suéter de lana beige le
cubría del cuello hasta los muslos apretados y carnosos bajo el pantalón. Vi
sus ojos grises, su rostro colorado de frío con algunos mechones rubios sobre
la frente. Ella y la secretaria intercambiaron algunas palabras, hablaron de un
tal licenciado y después se volvió encerrar tras la puerta del despacho. El par
de amigos soltaron risitas que yo entendí al punto mientras volvía a sentarme
junto a la señora de pelo corto. El delfín continuaba nadando sin moverse,
pensando que este era un buen día para vivir.
Puede pasar, señora, dijo entonces la secretaria.
Mi vecina se levantó como impulsada por un resorte. También ella
desapareció en el despacho y el sonido de las teclas siguió semejando al de una
estampida.
Nunca había visto a nadie escribir de tal manera. ¿Qué sería aquello que
parecía no tener final? No era algo administrativo: no había a la vista ningún
documento y ella escribía de corrido, como en plena exaltación creativa. Me
quedé mirándola fijamente, tratando de adivinar sus pensamientos, buscando el
reflejo del texto en sus anteojos. ¡Qué buenas tetas tenía! Cualquiera que
fuera el trabajo valía la pena nomás por el par de mujeres que en él se
hallaban.
Pero el hecho de que mujeres tan guapas se hicieran cargo de un lugar
tan descuidado hizo acrecentar mis sospechas de engaño. ¡Ah, quién me lo
mandaba! Yo, que pude haber sido un gran... ... ... uno grande en donde fuera,
ahora aquí, así, perdiendo el tiempo en trabajitos de tres al cuarto,
conformándome con ver tetas y culos y sin oportunidad de tocarlos siquiera...
¡Perdónenme, mamá y papá!, ¡quiero empezar de nuevo!
¿Cuántos empleos en menos de dos años? Perdí la cuenta. A cual más de
estúpidos y monótonos, mal pagados y frustrantes, con los resultados de
esperarse: sin mujer, sin dinero y con dos cambios de ropa vieja y remendada.
Lo de la mujer o la ropa lo podía sobrellevar; pero la falta de efectivo era
algo que me desquiciaba. Nunca había tenido el suficiente para hacer lo que se
me antojara, mas nunca me había faltado para lo básico: cama, café y tabaco.
Ahora ya veía escasear el café, desaparecer al tabaco y en peligro de extinción
a la cama. El rentero no tardaría en aparecer por la puerta de mi cuarto y esta
vez, estaba seguro, llegaría con el desalojo firmado. No le debía tanto, pero
los chismes de los vecinos ya lo habían puesto en mi contra. Seguía
arrepintiéndome de aquella noche en que perseguí a Genoveva hasta el interior
de su cuarto; estaba borracho y drogado. Ella me dio un madrazo con un florero
de cristal cortado y mi nocaut fue instantáneo. Casi me mata. Durante tres días
estuve encerrado, tirado en cama, sudando a mares, con fiebre y soñando cosas
terribles, sin nadie que me diera una mano, con medio garrafón de agua como
única cosa que llevarme a la boca. Le contaron al rentero lo sucedido y
Genoveva no los desmintió. Maldita; bien pudo haber dicho que no era la primera
vez que yo había estado en su cuarto, a solas, con ella. De hecho, estoy seguro
que esa noche, mientras la perseguía escaleras arriba, la escuché reírse y
hasta retarme a alcanzarla. Que después se haya puesto rejega es cosa propia de
mujeres; que yo haya insistido con especial ansiedad es cosa propia de
borrachos; que me haya sorrajado tremendo chingadazo es cosa que aún me debe.
Cuando pude nuevamente salir por mi pie del cuarto, de inmediato recibí
muestras fehacientes del desprecio que me otorgaban los demás inquilinos. Hasta
don Grillo me reprendió con un gesto. Eso lo hizo porque su mujer estaba a su
lado, estoy seguro. Don Grillo era la única persona con neuronas en todo el
edificio; pero cuando doña Amalia, su esposa, estaba cerca, se comportaba con
la imbecilidad recurrente en los demás. Lo cual, pensándolo, lo vuelve más
imbécil que los demás.
Así que no me bajaron de violador borracho loco peligroso y pronto
comencé a sentir los efectos de tan mala fama en el trato con el rentero. Tenía
contrato firmado y eso lo detuvo. Además Genoveva no quiso levantar demanda
alguna. Después pude adivinar que sentía el haberme golpeado de aquella forma:
durante semanas aparecieron en mi puerta pequeñas canastas con alimentos
enlatados y frutas de temporada. ¿Quién más sino ella?...
Los libros tenían la culpa; todos esos autores con vidas trágicas
solapaban mi inutilidad. Pero ni siquiera había sido capaz de transformar mi
vida en algo realmente trágico. Ninguna emoción eufórica, ninguna pasión
recalcitrante, sólo monotonía y palabras, muchas, demasiadas palabras guardadas
como si se tratase del diario de una colegiala despistada; caminatas nocturnas
para vencer un insomnio estéril; recitales desesperados a la luna que nunca
escucha; sueños infantiles de fama y genialidad. ¡Escritor!, sí-como-no. La
tristeza está hecha de desengaños. Y cuando el desengaño ha tardado en presentarse,
el golpe puede ser mortal. ¡Cuántos navegan con cara de conocer las
instrucciones de armado y ni siquiera saben dónde están las piezas! Esos dos
que esperaban su turno frente a mí estaban a salvo. Se adivinaba que nunca se
habían preguntado si la vida se trataba de algo más. Hasta la señora que ahora
debía de estar presumiendo su sobre-calificación para el empleo estaba
resguardada contra la miseria humana. Para ella se trataba de transformar el
tiempo en dinero, lo demás era accesorio. Un germen de angustia me crecía en el
pecho cada vez que me encontraba laborando en sitios cerrados o tratando de
convencer a alguien de que comprara cosas inútiles. No podía hacerlo, no me
salía. Acaba por decir: “¿Sabe qué?, no compre nada, tiene razón: estos productos
chinos son una porquería”, y la gente se me quedaba viendo extrañada,
preguntándose qué mosco me había picado, seguros de que estaba loco o de que se
trataba de una broma. Pero, simplemente, yo no tenía el cinismo requerido para
el comercio. También iba perdiendo la capacidad de conversación. Hablaba y me
reía solo; primero en mi cuarto, encerrado, y luego por la calle, en los
comercios, en los camiones y en cualquier sitio en que me hallara. Los
inquilinos cuchicheaban a mis espaldas y sólo don Grillo era tan amable de
informarme de que andaba otra vez diciendo cantidad de cosas sin sentido por
todos lados. ¿En serio? ¿Qué de veras no te das cuenta? De veras, no me doy
cuenta. Tch, tch, andas mal muchacho. Yo que tú iba a revisarme con un médico;
está bueno eso de la filosofeada, pero tampoco hay que pasarse de tueste.
Estarías bueno de merolico si no fuera porque te da por decir no sé cuántas
cosas rebuscadas. Ah, caray, ¿como qué cosas? Pues, no sé… concatenado…
espurio… primigenio... cosas como esas. ¡Y luego te ríes! Si no fuera porque te
conozco hasta miedo me darías, chiquillo. Oh, ¿ya ve? Luego, luego el albur. ¿Cuál
albur? Sólo digo que vas acabar pasándolas muy duras. Oh, ¿ya ve? Lo que te
hace falta es una hembra, una jaladora. ¡Aprende de mí, muchacho!, a una mujer
nunca hay que hacerle el amor más de dos veces; después de la tercera uno
pierde el control de la situación y acaba perdiendo también el dinero, la paz y
el cabello. Eso me pasó con mi mujer y no sabes cómo me arrepiento. Búscate una
que no pida más que eso, ¡dos palenques y a volar! Ya verás cómo se te quita lo
menso. No tengo cabeza para eso, don Grillo. ¿Que no tienes cabeza para eso?
Tch, tch, andas mal muchacho, muuuy mal.
La señora canosa salió del despacho acompañada por la rubia. Ambas se veían
muy contentas y se despidieron como viejas amigas. Pasó frente a mí con la
seguridad de quien tiene el empleo que buscaba. No dijo ni buenos días; se fue
con toda su experiencia resguardada y el fólder todavía entre sus manos. La
rubia dio un vistazo a quienes esperábamos y se volvió a encerrar. Ya viéndola
con más cuidado no era la gran cosa. Tenía ese rostro de las güeras sin chiste
que es llamativo nomás porque los caballeros las preferimos rubias. Lo que
ahora me intrigaba era el qué se suponía que era el trabajo y cuál era su
puesto en el negocio. Todo indicaba que era la patrona, o al menos la jefa de
algún departamento… si es que había departamentos en esto. El anuncio en el
periódico era perfectamente ambiguo: Empresa Internacional solicita gente
emprendedora. No Ventas. Sueldo y porcentajes, ambiente competitivo.
Interesados presentarse en…Tenía encerrados en círculos a otros tres
ofrecimientos iguales y desde el primer instante supe que las probabilidades de
encontrarme con fiascos eran mayores. En verdad no me importaba. Lo único que
ahora necesitaba era un sueldo. Si había que matar a alguien… no, mentira; no
sería capaz de matar a nadie. ¡Qué le vamos hacer!
El siguiente en pasar fue uno de los tipos murmuradores. El que se quedó
esperando se cruzó de brazos y pareció que por primera vez ponía atención al
lugar dónde se hallaba. La secretaria continuaba tecleando. Tomé la única
revista que había bajo una mesita de centro vieja y astillada; en la primera
página me encontré con la imagen de un tipo musculoso con tanga de marca
italiana. Eso era a lo que yo llamaba un trabajo: anunciar calzones. Aunque la
verdad yo nunca usaría tangas; de hecho, había días en los que ni calzones
llevaba. Di vuelta a la página y ahora quién anunciaba calzones era una morena
de muslos inverosímiles. Siempre he tenido la afición de rebuscar en esas
imágenes, me gusta encontrar los pelitos transparentes en el abdomen de las
modelos o, si corro con suerte, descubrir que bajo el encaje se puede ver
aquello que pretenden ocultar. Luego comencé con el contenido de la revista:
entrevista con la esposa del presidente; parecía que se la pasaba bien, sonreía
como sólo alguien con varias propiedades puede hacerlo/ reportaje de una
comunidad de menonitas queseros; seguían reproduciéndose sin electricidad; tal
vez por eso tenían hijos con sus tías o sus hermanas/ anuncios, anuncios,
anuncios de relojes, de computadoras, de cremas, de chicas calientes… ¿quién
sería tan ingenuo como para creer que las que aparecían en las fotos eran las
mismas que contestaban al otro lado de la línea? Se trataba de imaginación,
cierto; pero, vamos, en diez minutos se gastarían lo de una semana de sueldo.
La soledad ahora resultaba todo un lujo.
¿Tienes un cigarro que me regales?, me preguntó de pronto el tipo que
esperaba a mi lado. Saqué la cajetilla y vi que sólo me quedaba uno. La cosa se
me presentó clara: si se lo daba me arrepentiría al instante; no tenía dinero
suficiente. Es el último que me queda, le dije mostrando el interior de la
cajetilla. Gracias, dijo él. Retiré la cajetilla cuando estaba a punto de
agarrarlo y se quedó mirándome, desconcertado. Volví a ofrecer la cajetilla y
el tipo aquel dudó, tomándolo finalmente. Gracias, volvió a decir y se lo puso
entre los labios. ¿Tienes fuego?, preguntó. Ah, sí, dije sacando un encendedor,
toma. Iba a prenderlo ahí mismo cuando la secretaria, deteniendo sus disparos
gramaticales, dijo en tono firme: Aquí no se puede fumar. El tipo me dirigió
una mirada de inteligencia y, prendiendo el cigarro, se levantó, dio la primera
bocanada, soltó el humo en el interior de la sala y salió a la calle. Idiota,
dijo ella. Yo no pude evitar sonreírme. La secretaria se levantó a su vez y,
sacando un bote de uno de los cajones de su escritorio, roció nuevamente el
spray con aroma a primavera artificial. Era más chaparrita de lo que imaginaba
y, por lo visto, maniática. El aromatizante era peor que veinte fumadores
compulsivos juntos y encerrados. No soportas el tabaco, ¿eh?, pregunté con
obviedad. No, lo odio. Lo dijo con tal firmeza que me quedé callado viéndola
rociar casi el bote entero. ¿Nunca has fumado? ¡Nunca!, respondió con voz
chillona. Mis cuatro abuelos murieron de cáncer pulmonar; tengo una tía que
también se está muriendo por lo mismo ¡y un primo que nunca ha fumado tiene
problemas nomás por haber respirado toda su vida el humo! Yo no quiero morirme
sólo porque a otros se les ha ocurrido suicidarse. Definitivamente era
neurótica. Oye, le dije con tacto, pero ese spray que usas es igual de dañino
para los pulmones. No creo, dijo ya sin verme, sentándose frente a la pantalla,
continuando su incesante tecleo. Todo lo que pudo haberme gustado de ella se
fue al carajo. La capitalina tenía razón: ésta era una vieja pendeja a la que
había que despreciar profundamente. ¿Te puedo hacer una pregunta?, dije. Ya me
la estás haciendo, respondió. ¡Já!, vaya, perdón. Me llamo Guadalupe. ¿Qué? ¿No
es eso lo que me querías preguntar? Pues no; pero, bueno, hola Guadalupe. ¿Qué
me querías preguntar entonces? Bueno, es que desde que llegué estás escribiendo,
y… ¿qué es lo que estás escribiendo? Nada, dijo haciendo un gesto con la boca,
estoy chateando. Ah.
¡Chateando! Eso sí era algo… interesante. Así que las mujeres no sólo
hacen gala de sus diarreas verbales cuando hablan por teléfono o se encuentran
por la calle, sino que además tienen la misma capacidad para escribir
idioteces. Vaya, vaya. Siempre se aprende algo nuevo. De todos modos era de
llamar la atención la velocidad con la que escribía. Yo nunca había tenido
tantas cosas que decir… Mierda, ¡nunca había tenido tantas cosas que decir!
Era una afrenta. Volví a sentir ese hormigueo en las falanges, esa
resonancia en el pecho que me avisaba que era hora de ir a sentarse frente a la
hoja en blanco. Sí señor, soy escritor, ¡cómo carajos no! He leído a
Dostoievsky, he estudiado a Nietzsche, he pasado noches enteras junto a Proust,
le hablaba de tú a Cortázar, y Chéjov me daba palmaditas en la espalda. ¡A la
tiznada los trabajos asalariados!, soy un genio.
Me levanté en el momento justo en que la rubia aparecía nuevamente tras
la puerta del despacho. El tipo buscó a su camarada y lo vio fumando en la
banqueta; salió con el rostro apagado y vi cómo le informaba a su amigo de que
lo mejor era irse de ahí. Pasa, me dijo la rubia.
¿Conseguiste el trabajo?, me preguntó don Grillo desde la ventana de su
departamento. Sí, mañana empiezo. ¿Cuánto te van a pagar? No sé, no me dijeron.
Tch, tch, andas mal muchacho. Pásale, te invito a comer. Gracias don Grillo,
pero acabo de comerme unos tacos. ¿No tendrá un cigarrito que me regale? Sí,
cómo no. Espérame.
Mientras don Grillo volvía con el cigarro, comencé a hablar solo sin
darme cuenta.