domingo, mayo 06, 2012

Solicitud







 
Había tres personas más en la salita de espera. Dudé un minuto en quedarme o mejor largarme a desayunar. Lo que a fin de cuentas me decidió fue la visión que me ofrecía la blusita blanca de la secretaria que, sentada y en silencio frente a una computadora, mostraba las redondas perfecciones de su perfil; usaba lentes, traía el pelo negro suelto hasta los hombros y se podía ver a kilómetros que era una mujer limpia. Me gustó.

Tomé asiento junto a una señora de pelo corto y cano que sostenía entre sus manos un fólder con varias hojas en su interior. Yo revisé el bolsillo de mi camisa; ahí llevaba mi solicitud doblada en cuadritos. En la pared de enfrente colgaba un marco con la fotografía submarina de un delfín que tenía impreso en letras manuscritas este pensamiento: Hoy es un buen día para vivir.

Tal vez le tomarían la foto unos días antes de ser atrapado por las redes de un barco camaronero.

La señora de pelo corto se veía nerviosa; daba largos suspiros cada cinco segundos y usaba el fólder para ventilarse la cara, aunque el frío nos obligara a todos a llevar chamarra. A su lado estaban sentados dos tipos que parecían conocerse de tiempo atrás y conversaban murmurando. Ninguno sobrepasaba los veinte años y tenían toda la facha de no saber ni su nombre. La oficina se veía descuidada; el tapiz tenía burbujas de humedad por toda la parte superior y los barrotes de la ventana necesitaban algo más que una repintada. El lugar olía a spray ambiental y algo falso se adivinaba detrás de todo el inmueble. Mi experiencia como solicitante de empleo me había enseñado a reconocer esos pequeños detalles que suelen desmentir al instante a los sitios en los que el fraude habita. Lo más seguro era que me volvieran a salir con lo de los treinta mil pesos al mes después de “subir peldaños” de puerta en puerta, o de “reclutar” vendedores de productos inexistentes a los que había que convencer de dejar unos miles de pesos en el camino. ¿Qué había hecho mal en la vida para encontrarme una vez más con esto?

Bueno, la respuesta era larga.

La secretaria tenía mucho quehacer en su computadora; los dedos volaban sobre las teclas y se inclinaba frente a la pantalla como revisando algo importante, para luego continuar tecleando desaforadamente. Sentí envidia: tenía meses sin que una sola línea saliera de mis manos. Si alguna vez creí tener facultades para la literatura ahora estaba seguro de que no sólo no las tenía sino que había desperdiciado los mejores años de mi vida escribiendo estupideces. Aquella secretaria estaba redactando en cuestión de minutos la cantidad de palabras que yo escribiría en un mes. “Pero ahí no hay arte”, me consolé en silencio. ¿Arte? ¿A quién chingada le importa el arte? Soy un perro que necesita dinero; al arte le sobran prostitutos.

Señorita -dijo de repente la señora a mi lado dirigiéndose a la secretaria-, ¿cuánto tiempo más vamos a esperar?

La secre volteó a verla con desgano, alzó las cejas sobre los cristales de sus anteojos y, haciendo un cálculo mental mirando al techo, dijo: «No creo que más de media hora», y volvió a su infernal tecleo.

La señora emitió un bufido y noté que me dirigía una mirada en busca de interlocutor. Yo puse cara neutral; en verdad no me importaba esperar un rato más. Ya hasta el hambre se me había quitado.

¡Qué descaro!, dijo al fin mi vecina. Tengo aquí desde las ocho y media, ¡llegué antes que ella y ahora me sale con que tendré que estar media hora más esperando! No saben que estoy sobre-calificada para el empleo, ¡no saben la experiencia que tengo!

Vi nuevamente su fólder relleno. Seguramente ahí estaría toda su experiencia previamente redactada en fojas tamaño oficio. Pues así son, dije yo por decir algo. Aquello no pareció complacerla. Me miró con desaprobación y luego continuó: Aquí se dejan mangonear de quien sea, pero allá en la capital es muy distinto. Yo soy de allá (dijo esto al tiempo que se enderezaba sobre la silla) y ¡qué diferencia! Allá uno exige sus derechos como debe de ser, ¡nada de que cualquier pelagatos se pone altanero! Acá no; acá se dejan del primero que se les pone enfrente. ¡Así nunca van a avanzar!

Todo esto fue escuchado por las otras personas que había en el lugar. La secretaria parecía divertida y se inclinaba con más frecuencia frente a la pantalla; los otros dos no estaban tan contentos con el discurso; volvieron a murmurar, observando con igual desprecio a la capitalina pelona. Yo fingí demencia durante un rato y luego me levanté del asiento. Salí por la puerta de cristal que daba acceso al sitio, me quedé parado en la banqueta y prendí un cigarro. La mañana nublada soplaba ráfagas frías sobre mi rostro. Sentí nuevamente el ardor en mis oídos. Aquello siempre me recordaba mi infancia; o, mejor dicho, una parte específica de mi infancia: la formación en filas antes de entrar a los salones de clase. Siempre lo odié, desde el primer año. Y ahí estaba de nuevo, odiándolo en una fila distinta. A punto estuve de largarme cuando vi entrar por la misma puerta a una muchachita rubia de unos diecinueve años, con pantalón de mezclilla ajustado a un trasero más que encomiable, comible.

Definitivamente era un pobre diablo: por segunda ocasión me retendría el hecho de poder mirar durante un rato a una hembra. Esto lo pensé de inmediato y de inmediato me deshice de prejuicios; el trabajo no me interesaba, pero nadie me podría quitar el placer de ver un buen culo.

Entré nuevamente a la salita de espera y me sorprendí de no encontrar ahí a la rubia. Di media vuelta buscando una vía distinta de acceso, pero no había más que la puerta principal. Estuve a punto de interrogar a cualquiera de los tipos acerca de si había sido real o si era una visión provocada por la falta de alimento, cuando del despacho salió ella. Un suéter de lana beige le cubría del cuello hasta los muslos apretados y carnosos bajo el pantalón. Vi sus ojos grises, su rostro colorado de frío con algunos mechones rubios sobre la frente. Ella y la secretaria intercambiaron algunas palabras, hablaron de un tal licenciado y después se volvió encerrar tras la puerta del despacho. El par de amigos soltaron risitas que yo entendí al punto mientras volvía a sentarme junto a la señora de pelo corto. El delfín continuaba nadando sin moverse, pensando que este era un buen día para vivir.

Puede pasar, señora, dijo entonces la secretaria.

Mi vecina se levantó como impulsada por un resorte. También ella desapareció en el despacho y el sonido de las teclas siguió semejando al de una estampida.

Nunca había visto a nadie escribir de tal manera. ¿Qué sería aquello que parecía no tener final? No era algo administrativo: no había a la vista ningún documento y ella escribía de corrido, como en plena exaltación creativa. Me quedé mirándola fijamente, tratando de adivinar sus pensamientos, buscando el reflejo del texto en sus anteojos. ¡Qué buenas tetas tenía! Cualquiera que fuera el trabajo valía la pena nomás por el par de mujeres que en él se hallaban.

Pero el hecho de que mujeres tan guapas se hicieran cargo de un lugar tan descuidado hizo acrecentar mis sospechas de engaño. ¡Ah, quién me lo mandaba! Yo, que pude haber sido un gran... ... ... uno grande en donde fuera, ahora aquí, así, perdiendo el tiempo en trabajitos de tres al cuarto, conformándome con ver tetas y culos y sin oportunidad de tocarlos siquiera...

¡Perdónenme, mamá y papá!, ¡quiero empezar de nuevo!

¿Cuántos empleos en menos de dos años? Perdí la cuenta. A cual más de estúpidos y monótonos, mal pagados y frustrantes, con los resultados de esperarse: sin mujer, sin dinero y con dos cambios de ropa vieja y remendada. Lo de la mujer o la ropa lo podía sobrellevar; pero la falta de efectivo era algo que me desquiciaba. Nunca había tenido el suficiente para hacer lo que se me antojara, mas nunca me había faltado para lo básico: cama, café y tabaco. Ahora ya veía escasear el café, desaparecer al tabaco y en peligro de extinción a la cama. El rentero no tardaría en aparecer por la puerta de mi cuarto y esta vez, estaba seguro, llegaría con el desalojo firmado. No le debía tanto, pero los chismes de los vecinos ya lo habían puesto en mi contra. Seguía arrepintiéndome de aquella noche en que perseguí a Genoveva hasta el interior de su cuarto; estaba borracho y drogado. Ella me dio un madrazo con un florero de cristal cortado y mi nocaut fue instantáneo. Casi me mata. Durante tres días estuve encerrado, tirado en cama, sudando a mares, con fiebre y soñando cosas terribles, sin nadie que me diera una mano, con medio garrafón de agua como única cosa que llevarme a la boca. Le contaron al rentero lo sucedido y Genoveva no los desmintió. Maldita; bien pudo haber dicho que no era la primera vez que yo había estado en su cuarto, a solas, con ella. De hecho, estoy seguro que esa noche, mientras la perseguía escaleras arriba, la escuché reírse y hasta retarme a alcanzarla. Que después se haya puesto rejega es cosa propia de mujeres; que yo haya insistido con especial ansiedad es cosa propia de borrachos; que me haya sorrajado tremendo chingadazo es cosa que aún me debe.

Cuando pude nuevamente salir por mi pie del cuarto, de inmediato recibí muestras fehacientes del desprecio que me otorgaban los demás inquilinos. Hasta don Grillo me reprendió con un gesto. Eso lo hizo porque su mujer estaba a su lado, estoy seguro. Don Grillo era la única persona con neuronas en todo el edificio; pero cuando doña Amalia, su esposa, estaba cerca, se comportaba con la imbecilidad recurrente en los demás. Lo cual, pensándolo, lo vuelve más imbécil que los demás.

Así que no me bajaron de violador borracho loco peligroso y pronto comencé a sentir los efectos de tan mala fama en el trato con el rentero. Tenía contrato firmado y eso lo detuvo. Además Genoveva no quiso levantar demanda alguna. Después pude adivinar que sentía el haberme golpeado de aquella forma: durante semanas aparecieron en mi puerta pequeñas canastas con alimentos enlatados y frutas de temporada. ¿Quién más sino ella?...

Los libros tenían la culpa; todos esos autores con vidas trágicas solapaban mi inutilidad. Pero ni siquiera había sido capaz de transformar mi vida en algo realmente trágico. Ninguna emoción eufórica, ninguna pasión recalcitrante, sólo monotonía y palabras, muchas, demasiadas palabras guardadas como si se tratase del diario de una colegiala despistada; caminatas nocturnas para vencer un insomnio estéril; recitales desesperados a la luna que nunca escucha; sueños infantiles de fama y genialidad. ¡Escritor!, sí-como-no. La tristeza está hecha de desengaños. Y cuando el desengaño ha tardado en presentarse, el golpe puede ser mortal. ¡Cuántos navegan con cara de conocer las instrucciones de armado y ni siquiera saben dónde están las piezas! Esos dos que esperaban su turno frente a mí estaban a salvo. Se adivinaba que nunca se habían preguntado si la vida se trataba de algo más. Hasta la señora que ahora debía de estar presumiendo su sobre-calificación para el empleo estaba resguardada contra la miseria humana. Para ella se trataba de transformar el tiempo en dinero, lo demás era accesorio. Un germen de angustia me crecía en el pecho cada vez que me encontraba laborando en sitios cerrados o tratando de convencer a alguien de que comprara cosas inútiles. No podía hacerlo, no me salía. Acaba por decir: “¿Sabe qué?, no compre nada, tiene razón: estos productos chinos son una porquería”, y la gente se me quedaba viendo extrañada, preguntándose qué mosco me había picado, seguros de que estaba loco o de que se trataba de una broma. Pero, simplemente, yo no tenía el cinismo requerido para el comercio. También iba perdiendo la capacidad de conversación. Hablaba y me reía solo; primero en mi cuarto, encerrado, y luego por la calle, en los comercios, en los camiones y en cualquier sitio en que me hallara. Los inquilinos cuchicheaban a mis espaldas y sólo don Grillo era tan amable de informarme de que andaba otra vez diciendo cantidad de cosas sin sentido por todos lados. ¿En serio? ¿Qué de veras no te das cuenta? De veras, no me doy cuenta. Tch, tch, andas mal muchacho. Yo que tú iba a revisarme con un médico; está bueno eso de la filosofeada, pero tampoco hay que pasarse de tueste. Estarías bueno de merolico si no fuera porque te da por decir no sé cuántas cosas rebuscadas. Ah, caray, ¿como qué cosas? Pues, no sé… concatenado… espurio… primigenio... cosas como esas. ¡Y luego te ríes! Si no fuera porque te conozco hasta miedo me darías, chiquillo. Oh, ¿ya ve? Luego, luego el albur. ¿Cuál albur? Sólo digo que vas acabar pasándolas muy duras. Oh, ¿ya ve? Lo que te hace falta es una hembra, una jaladora. ¡Aprende de mí, muchacho!, a una mujer nunca hay que hacerle el amor más de dos veces; después de la tercera uno pierde el control de la situación y acaba perdiendo también el dinero, la paz y el cabello. Eso me pasó con mi mujer y no sabes cómo me arrepiento. Búscate una que no pida más que eso, ¡dos palenques y a volar! Ya verás cómo se te quita lo menso. No tengo cabeza para eso, don Grillo. ¿Que no tienes cabeza para eso? Tch, tch, andas mal muchacho, muuuy mal.


La señora canosa salió del despacho acompañada por la rubia. Ambas se veían muy contentas y se despidieron como viejas amigas. Pasó frente a mí con la seguridad de quien tiene el empleo que buscaba. No dijo ni buenos días; se fue con toda su experiencia resguardada y el fólder todavía entre sus manos. La rubia dio un vistazo a quienes esperábamos y se volvió a encerrar. Ya viéndola con más cuidado no era la gran cosa. Tenía ese rostro de las güeras sin chiste que es llamativo nomás porque los caballeros las preferimos rubias. Lo que ahora me intrigaba era el qué se suponía que era el trabajo y cuál era su puesto en el negocio. Todo indicaba que era la patrona, o al menos la jefa de algún departamento… si es que había departamentos en esto. El anuncio en el periódico era perfectamente ambiguo: Empresa Internacional solicita gente emprendedora. No Ventas. Sueldo y porcentajes, ambiente competitivo. Interesados presentarse en…Tenía encerrados en círculos a otros tres ofrecimientos iguales y desde el primer instante supe que las probabilidades de encontrarme con fiascos eran mayores. En verdad no me importaba. Lo único que ahora necesitaba era un sueldo. Si había que matar a alguien… no, mentira; no sería capaz de matar a nadie. ¡Qué le vamos hacer!

El siguiente en pasar fue uno de los tipos murmuradores. El que se quedó esperando se cruzó de brazos y pareció que por primera vez ponía atención al lugar dónde se hallaba. La secretaria continuaba tecleando. Tomé la única revista que había bajo una mesita de centro vieja y astillada; en la primera página me encontré con la imagen de un tipo musculoso con tanga de marca italiana. Eso era a lo que yo llamaba un trabajo: anunciar calzones. Aunque la verdad yo nunca usaría tangas; de hecho, había días en los que ni calzones llevaba. Di vuelta a la página y ahora quién anunciaba calzones era una morena de muslos inverosímiles. Siempre he tenido la afición de rebuscar en esas imágenes, me gusta encontrar los pelitos transparentes en el abdomen de las modelos o, si corro con suerte, descubrir que bajo el encaje se puede ver aquello que pretenden ocultar. Luego comencé con el contenido de la revista: entrevista con la esposa del presidente; parecía que se la pasaba bien, sonreía como sólo alguien con varias propiedades puede hacerlo/ reportaje de una comunidad de menonitas queseros; seguían reproduciéndose sin electricidad; tal vez por eso tenían hijos con sus tías o sus hermanas/ anuncios, anuncios, anuncios de relojes, de computadoras, de cremas, de chicas calientes… ¿quién sería tan ingenuo como para creer que las que aparecían en las fotos eran las mismas que contestaban al otro lado de la línea? Se trataba de imaginación, cierto; pero, vamos, en diez minutos se gastarían lo de una semana de sueldo. La soledad ahora resultaba todo un lujo.

¿Tienes un cigarro que me regales?, me preguntó de pronto el tipo que esperaba a mi lado. Saqué la cajetilla y vi que sólo me quedaba uno. La cosa se me presentó clara: si se lo daba me arrepentiría al instante; no tenía dinero suficiente. Es el último que me queda, le dije mostrando el interior de la cajetilla. Gracias, dijo él. Retiré la cajetilla cuando estaba a punto de agarrarlo y se quedó mirándome, desconcertado. Volví a ofrecer la cajetilla y el tipo aquel dudó, tomándolo finalmente. Gracias, volvió a decir y se lo puso entre los labios. ¿Tienes fuego?, preguntó. Ah, sí, dije sacando un encendedor, toma. Iba a prenderlo ahí mismo cuando la secretaria, deteniendo sus disparos gramaticales, dijo en tono firme: Aquí no se puede fumar. El tipo me dirigió una mirada de inteligencia y, prendiendo el cigarro, se levantó, dio la primera bocanada, soltó el humo en el interior de la sala y salió a la calle. Idiota, dijo ella. Yo no pude evitar sonreírme. La secretaria se levantó a su vez y, sacando un bote de uno de los cajones de su escritorio, roció nuevamente el spray con aroma a primavera artificial. Era más chaparrita de lo que imaginaba y, por lo visto, maniática. El aromatizante era peor que veinte fumadores compulsivos juntos y encerrados. No soportas el tabaco, ¿eh?, pregunté con obviedad. No, lo odio. Lo dijo con tal firmeza que me quedé callado viéndola rociar casi el bote entero. ¿Nunca has fumado? ¡Nunca!, respondió con voz chillona. Mis cuatro abuelos murieron de cáncer pulmonar; tengo una tía que también se está muriendo por lo mismo ¡y un primo que nunca ha fumado tiene problemas nomás por haber respirado toda su vida el humo! Yo no quiero morirme sólo porque a otros se les ha ocurrido suicidarse. Definitivamente era neurótica. Oye, le dije con tacto, pero ese spray que usas es igual de dañino para los pulmones. No creo, dijo ya sin verme, sentándose frente a la pantalla, continuando su incesante tecleo. Todo lo que pudo haberme gustado de ella se fue al carajo. La capitalina tenía razón: ésta era una vieja pendeja a la que había que despreciar profundamente. ¿Te puedo hacer una pregunta?, dije. Ya me la estás haciendo, respondió. ¡Já!, vaya, perdón. Me llamo Guadalupe. ¿Qué? ¿No es eso lo que me querías preguntar? Pues no; pero, bueno, hola Guadalupe. ¿Qué me querías preguntar entonces? Bueno, es que desde que llegué estás escribiendo, y… ¿qué es lo que estás escribiendo? Nada, dijo haciendo un gesto con la boca, estoy chateando. Ah.

¡Chateando! Eso sí era algo… interesante. Así que las mujeres no sólo hacen gala de sus diarreas verbales cuando hablan por teléfono o se encuentran por la calle, sino que además tienen la misma capacidad para escribir idioteces. Vaya, vaya. Siempre se aprende algo nuevo. De todos modos era de llamar la atención la velocidad con la que escribía. Yo nunca había tenido tantas cosas que decir… Mierda, ¡nunca había tenido tantas cosas que decir!

Era una afrenta. Volví a sentir ese hormigueo en las falanges, esa resonancia en el pecho que me avisaba que era hora de ir a sentarse frente a la hoja en blanco. Sí señor, soy escritor, ¡cómo carajos no! He leído a Dostoievsky, he estudiado a Nietzsche, he pasado noches enteras junto a Proust, le hablaba de tú a Cortázar, y Chéjov me daba palmaditas en la espalda. ¡A la tiznada los trabajos asalariados!, soy un genio.

Me levanté en el momento justo en que la rubia aparecía nuevamente tras la puerta del despacho. El tipo buscó a su camarada y lo vio fumando en la banqueta; salió con el rostro apagado y vi cómo le informaba a su amigo de que lo mejor era irse de ahí. Pasa, me dijo la rubia.



¿Conseguiste el trabajo?, me preguntó don Grillo desde la ventana de su departamento. Sí, mañana empiezo. ¿Cuánto te van a pagar? No sé, no me dijeron. Tch, tch, andas mal muchacho. Pásale, te invito a comer. Gracias don Grillo, pero acabo de comerme unos tacos. ¿No tendrá un cigarrito que me regale? Sí, cómo no. Espérame.

Mientras don Grillo volvía con el cigarro, comencé a hablar solo sin darme cuenta.

Matamoscas*

Ilustración: Zertuche Slecht Leven, Aguascalientes, Ags. México. 2012. Iba a sentarme a escribir pero me puse a matar moscas. No ...