Quisiera poder escribir como esos señores
que antaño usaban sombrero, morfina y pipa, rebuscados y elegantes, cofres de
palabras que ya nadie usa, que ya ni dicen los que ahora escriben -que ya no
son señores sino chamacos con ínfulas de genios de la botella conectada al
galpón numerológico-, palabras que remitían al sitio de donde las palabras
nacen, el útero verborrea, la diarrea intelectual, el mediodía sin quehacer, y
escribir acerca de seres humanos con cara de personas, con pies de bípedos, con
sentimientos de pertenencia, con términos de esos que ni mi abuelita sabe qué
significan, que suena tan a libro, tan a tinta azul, con forma de letra
manuscrita y reflexión profunda.
Escribir como si de eso se tratase todo esto, como si la realidad no sirviera más que para olvidarla junto con sus prisas y sus asesinos y sus sagaces secuaces de corbata y armiño. Escribir con la misma afición que el hambriento toma asiento a la mesa gratuita y saborear letra a letra el platillo que hemos de devorar con minucia, con cuchillito y tenedor, servilleta para comisuras y agüita mineral. ¡Qué me importan a mí los postmodernos discípulos de la modernidad post mortem! Bastante idiota esto de sentarse frente a la pantalla idiota y despertar a la musa a base de pinchazos de ceniza y alcohol, de ironías para adolescentes perennes y sarcasmos de derrotado campeón…
Algo así como aquello de que por calles
empedradas por los habitantes de una villa de la edad media caminaba un tipo
flaco, enjuto, esmirriado, con un extraño ropón color violeta rematado con un
sombrero de bufón triste, con mirada de ser asiduo a la noche mal iluminada por
velas de cebo de marrano, de manteca de cuervo, de grasa de hormiga y leche de
araña y…
No.
Algo como aquello de que por calles aterradas y bifurcadas, entorpecidas por fabadas y chorizos amarillos, cabalgaba un tipo viejo y loco y con dragones en la boca y gigantes en los ojos y princesas en el pecho y libros de maricones para el diván freudiano…
No.
Algo como aquello de que una jovencita de buenas carnes y blancas esperanzas, atenta hija y afable vecina, se casa con un médico rural con no muchas expectativas a futuro, con barba de esas que los antiguos escritores de sombrero, morfina y pipa llevaban a sus comilonas en honor de la letra escarlata, del tren siberiano, del dios hermafrodita y los vinos de Borgoña…
¡No!
Quisiera poder escribir como quisiera
escribir desde que tengo conciencia de que escribir es la forma que me ha
tocado para escapar del escape interminable de mí mismo. Escribir como se
siente necesidad de ir al baño y prender un cigarrillo, de salir a caminar y
sentarse bajo un árbol, de besar a tu mujer y dormir a su lado, usando palabras
que no tengan nada que ver con mis conciudadanos –que para lo que me importan los
desdichados-, nada que ver con lo que ayer me pasó cuando fui a comprar leche y
me tropecé con una cartera llena de condones caducos y fotografías de niños
sodomitas. Escribir antes que decir, después de pensar.
Y no puedo.