jueves, mayo 03, 2012

Ornitonírico












Una gotita cayó en su cabeza. Pensó que era una gotita porque sintió así: como cuando cae una gotita sobre la cabeza. Con el dedo índice de su mano derecha palpó la zona cabelluda exacta. Y nada. No había la mojada sensación de estar tocando el sitio en el que hubiera caído una gotita. Puros pelos. Qué raro. Hubiera jurado que sentí caer una gotita en mi cabeza.
Siguió caminando por el enorme recibidor del Edificio Central hasta llegar frente a uno de los 9 elevadores con puertas amarillas que lo conducían a uno en menos de un minuto a cualquiera de los 77 pisos. Con el mismo dedo que usó para palpar la gota inexistente, presionó el botón de la flecha apuntando hacia arriba. Sonaron campanitas. Las nueve puertas se abrieron al mismo tiempo para dejar salir a nueve tipos de igual estatura y complexión, vestidos con idénticos nueve impermeables amarillos, pantalones negros, lentes oscuros y sombreros ala ancha, llevándose todos al mismo tiempo la mano izquierda al mismo lóbulo auricular, como un tic.
Junto con él, entraron dos personas más. Una pareja, hombre y mujer, desnudos de cintura hacia abajo. Se dio cuenta de que parejas iguales habían entrado en cada uno de los elevadores. No pudo evitarlo: se quedó mirando los genitales de aquella pareja y escuchó la siguiente conversación entre ellos:
- El 3 es un número pésimo – dijo ella, que tenía una voz como metida dentro de un vaso de cristal.
- ¡Exacto! – dijo él, que tenía una voz como salida de un tubo de metal - ¡Eso todo el mundo lo sabe! Ahí tienes, por ejemplo, aquella frase del “mal tercio”.
- La tercera edad es horrible.
- ¡Cierto! Y los Tres Chiflados eran un bodrio.
- A mí me gustaban.
- ¿En serio?... Bueno, había una película en la que se meten a un teatro... entran en la obra... se caen y hacen un desmadre... ¡jajaja!... ¡es buenísima!
- Yo los veía en caricaturas.
- Yo tenía un triciclo Apache. Rojo. ¡Volaba en ese triciclo! Realmente volaba.
- Mi tía Trinidad era quien daba los mejores regalos: exactamente aquello que más deseabas, juguete o lo que fuera. Como si pudiera leerte la mente... La mataron los triglicéridos.
- ¿Tomaba mucho?
- Alcohólica irremediable.
- Yo tengo un tío que toca la guitarra en un trío.
- ¡Me encantan los boleros!
- ¿Cuál es tu favorito?
- Tres Regalos.
- ¡Ah!
A coro:
- Son-la-lu-na-el-cie-lo-y-el-maaarrr...

Se abre la puerta del elevador y aquellos dos se alejan cantando.
Sigue en la planta baja. Algo le dice que debe fijarse en la ropa que lleva puesta. Descubre: impermeable amarillo, pantalón negro, sombrero ala ancha. Trae lentes oscuros puestos. Como Dick Tracy.
Sale y, antes del segundo paso, se lleva la mano izquierda al lóbulo auricular.

Ya no es la planta baja. Al menos no la misma de hace unos momentos. Esto parece un cabaret. Mesas, copas, humo, gente hablando, bailando... sin música. Todo está dentro de un zumbido hueco, sordo. Y de repente es claro:
- ¡Hey! ¡Fernando!
Fernando es él. Soy yo. Alguien me habla.
Sentada en un mesa y rodeada de jóvenes de dudosa sobriedad, su madre le hace una divertida seña para que se acerque a ella.
Le extraña encontrar a su madre tan despreocupadamente sentada en la mesa de un lugar como éste y comienza a sentir un escozor interno, una angustia indefinida. ¿Por qué mi madre parece estárselo pasando tan bien?
Ella se para antes de que él llegue a la mesa.
- Vamos a bailar, vamos – dice su madre, tomándolo del brazo.
- Sabes que no me gusta bailar.
Esto, ¿lo dije o lo pensé? Su madre y él bailan rodeados de un eufórica y ruidosa congregación de borrachos juveniles. Comienza a ser agradable.
Muy agradable. Su madre brinca y canta y se ríe. Se ríe como él nunca había escuchado. Él brinca también. Canta y se ríe. No escucha su risa, pero sabe que lo está haciendo porque siente así: como cuando una sonrisa inmensa nos descubre la cara.
- ¡Eres muy malo!
- ¡Te lo dije!
- ¡No!, me refiero a que me dejaste aquí esperando.
Se fija bien el rostro de... ¿cómo pude confundir a Gabriela con mi madre?... ¿Y qué hago bailando así con Gabriela? Ella se ríe mientras me dice:
- ¿Sabes lo que se siente ser la más guapa del lugar y que nadie se dé cuenta?
Gabriela, sí, es la más guapa del lugar. La beso. Sabe a miel, a canela, a saliva y ron. Sabe a todos los símiles de lo dulce y lo amargo, de la luz y la sombra.
Tan cerca de sus ojos que parece tener uno solo. Un solo óvalo verdoso, diáfano. Habla desde ese inmenso y único ojo:
- Vámonos de aquí.

Salen por una ventana. Afuera la calle es desconocida. Arquitecturas coloniales, paseos empedrados, ciudad jamás visitada. Es de noche y vuelve a sentir que una gotita cae sobre su cabeza. Ahora no hace nada por comprobarlo y deja que la sensación se expanda por todo el cráneo. Algo le dice que ahí está la solución al confuso trayecto que ha emprendido. Gabriela ya no está con él y nada importa. Camina sin usar los pies, sus pasos son ráfagas, son miradas que lo ponen cerca o lo alejan.
Entonces ve a un tipo canoso y un poco jorobado que empuja calle arriba un carrito de súper. Se acerca y descubre a José Saramago llevando un montón inverosímil de libros viejos. Lo reconoce al instante y le ofrece su ayuda.
- Gracias – dice Saramago -, pero ya hemos llegado.
El escritor abre la puerta de una casita mediterránea y le hace una seña para que pase. Él quiere hacerlo de la manera más rápida y en un solo abrazo toma una cantidad abrumadora de libros.
Escucha las inflexiones portuguesas que lo guían al interior. Choca con muebles dolorosos, rompe floreros, escucha a Saramago hablando de las cualidades que debe poseer toda biblioteca que se precie de interesante. El olor a polvo y página vieja le invade las entrañas. Saramago habla de Dante.
De pronto se encuentra caminando en un jardín. Es de día. Saramago dice:
- Déjalos caer.
Él suelta los libros y ve al viejo portugués sentado en una sillita, con piernas cruzadas, mirando al mar. El jardín es pequeño y se encuentra sobre las rompientes de un océano grisáceo. Estoy soñando y esto es Portugal.
Como un niño miedoso, se arrastra boca abajo hasta llegar al filo del abismo. Pero no hay tal. El mar está a centímetros de sus ojos y en completa calma. Un banco de peces plateados baila con sincronía milagrosa. Mete las manos al agua y comprueba su tibieza. Se arrastra un poco más y ahora introduce la cabeza con ojos abiertos. No veo nada, no hay nada. Puedo respirar.
Cuando se levanta está en otro jardín. Un jardín que reconoce al instante. El jardín de la casa de mis padres. Aquí no hay mar. La enredadera sobre el muro, la terraza, la higuera, un columpio, todo es infancia. Comienza a correr en círculos. Sabe lo que va a pasar. Corre hasta que se eleva, flota, está volando. Vuela sin prisas por encima de árboles y cables. Son las calles en las que jugó a ser cualquier cosa. Pierde altura, aterriza, corre nuevamente y vuelve a despegar. Es un vértigo gozoso. Puede ir tan alto como su estómago lo permita. Hay personas que lo reconocen en los aires: amigos, parientes, vecinos. Juega, los asusta, los invita, vuelve a aterrizar. Su prima Alejandra le pregunta:
- ¿Cómo le haces para volar?
- Fácil, mira.
Corre en círculos y todo se repite.
Tan fácil.



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