Mostrando entradas con la etiqueta LaMismaHistoriaMeVaDiciendoHaciaDóndeIr. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta LaMismaHistoriaMeVaDiciendoHaciaDóndeIr. Mostrar todas las entradas

miércoles, abril 06, 2022

Matamoscas*


Ilustración: Zertuche Slecht Leven, Aguascalientes, Ags. México. 2012.



Iba a sentarme a escribir pero me puse a matar moscas. No es metáfora: las estoy matando con la sección financiera de un periódico enrollado en forma de báculo ministerial. Son gordas. Negras y gordas. Iba a escribir acerca de un tipo al que le gustaba ponerle limón a las almendras. En verdad no tenía idea de lo que iba a escribir. ¿Por qué escribe uno? La cosa es que se me antojó un café, me paré a la cocina para prepararlo y aquí estoy matando moscas. Cuando pienso "me voy a sentar a escribir", el siguiente pensamiento es "necesito música, café y cigarros", aún antes de pensar en hoja, pluma o historia. En verdad no necesito nada para ponerme a escribir. De hecho, no necesito ponerme a escribir.

Matar moscas es de las últimas oportunidades que nos quedan para ser los cazadores que ya no somos, que fuimos, que deseamos volver a ser. Un pedazo de instinto, de naturaleza elemental; un ejercicio de supervivencia: la postrera cacería de mamuts. El periódico y las paredes se van manchando de pequeñas gotas sanguíneas y patitas; de alas y blancuzcas entrañas. Las aplasto con puntería y precisión. Se siente bien. Es estupendo saber que algo sé hacer bien. Soy un australopitecus con pantalón de mezclilla y barba rasurada que de vez en cuando se sienta a escribir acerca de los misterios de la vida. Simio civilizado con naturales necesidades de matar.

Las moscas no son estúpidas. Saben encontrar lo que buscan. Cosa ésta suficiente para catalogarlas por encima de toda la raza humana. Son persistentes. Brutalmente persistentes. Las mato porque les tengo envidia.

A veces creo tener buenas ideas para ponerme a escribir. Me digo: "esa es buena idea", y dentro de mi cabeza se va tejiendo la historia, la veo transcurrir sin baches, la dejo ser. Pero todo cambia al decir: "me voy a sentar a escribir", porque entonces ya no pienso en la historia sino en el kit: música, café y cigarros. Una buena idea no sirve para nada si no se lleva a la acción. Y la acción siempre lleva nuevas cosas a la idea. Yo no soy un tipo de acción, y, la verdad, ni de ideas. Pero a veces creo tener algunas buenas. El problema es que nunca las he llevado a la acción.

De todas formas puse la taza de café en el microondas. Ahí estaban las moscas. Aquí siguen. Desde mi recámara llegan los pesados acordes de un Rachmaninoff digitalizado. Eso le da a mi cacería un tono señorial. He matado ya media docena y, de alguna forma, las que van quedando se percatan del peligro. Dejan de posarse sobre la mesa, las sillas o la estufa y se esconden en las esquinas superiores de la alacena, hacen gala de sus cualidades para ponerse panzarriba en el techo o de quedarse suspendidas de los eslabones que sostienen la lámpara. O esa otra de desaparecer aquí y aparecer allá, volando en zigzag, lejos del alcance de quien las busca. Mi instinto se agudiza, tomo posturas que mi dinosáurico ordena desde la noche de los siglos. Me quedo quieto, respiro pausadamente, la mirada atenta, el piano en crescendo, en suspenso, listo para atacar. Quisiera encontrar unas de esas inmorales que copulan descaradamente entre los holanes de la cortina, como si mi cocina fuera un hotel de paso o el asiento trasero de un sedán. Son las más fáciles de matar. Creo que cierran sus quinientos ojitos mientras cogen. ¿Qué se dirán? Varias veces he visto que una de ellas sobrevive; es decir, que siguen volando con su apachurrada amante a cuestas, o debajo, pegada. Es terrible. De sólo imaginar que eso pudiera pasarme a mí, que tuviera yo que huir de un asesino con los restos informes de mi pareja (una pierna, media teta, cuatro dientes, sin brazos, tripas colgando) indisolublemente pegada a mi cuerpo... Mato a la que queda por pura salud mental.

¿Por qué escritor? ¿Por qué no, mejor, matamoscas? Es prácticamente lo mismo. Todo es cuestión de técnica y, claro, habilidad. Yo no era tan malo para el tenis, ni para la biología, ni para las viejas. ¿Por qué escritor? Tan mal que me caen los escritores, los pintores, los conceptualizadores. Tan aburrido que me parece hablar de literatura. ¿Por qué no me pongo a vender música, café y cigarros? Cuando me preguntan qué haces y respondo "escribo", es estúpido. Estúpido. Desde ahora voy a decir la verdad: no hago nada, quisiera encontrar trabajo. Soy bueno matando moscas.

Mi sobrina ha llegado y me ayuda en la cacería, se une. He aquí a la tribu descubriendo el trabajo comunal, a dos centímetros de la organización social y los días feriados. Es buena: su estatura le permite ver lo que yo no veo. Las moscas se han apostado en los planos bajos de las cosas. "¡Ahí está!", dice mi sobrina apuntando bajo la mesa. Me agacho: ahí está. Empuño el arma, enfoco a la quieta víctima, levanto un poco el brazo y, en una fracción de segundo, le reviento el cuerpo a la desgraciada. Mi sobrina sonríe. Luego da media vuelta, gira un poco la cabeza, observa, da cinco pasos y vuelve a decir "¡Ahí está!".


¿Quién fue el imbécil que nos sacó de las cavernas?



*Publicado en su libro Matamoscas (Cuento, colección Primer libro, ICA, 2007) (Edición agotada). Y en AltavozInterna y Disculpe las Molestias (Segunda edición).

domingo, diciembre 04, 2016

Julia*

Ilustración: Carol Gómez Pelegrín. Barcelona. España, 2012.
¿Que por qué lo hacíamos? Bueno, ¿por qué siempre tiene que haber un porqué? No sé. Por diversión, supongo. Era fácil, rápido y sin violencia. No robábamos en el sentido estricto del término, era dinero aportado voluntariamente por las personas. Es decir, se daba por perdido, sin aflicción ni quejas, de antemano. Julia y yo tomábamos cada quien una canastilla al momento de las limosnas y pasábamos a lo largo y ancho de la iglesia recogiendo lo que los fieles depositaban siguiendo los dictados de su conciencia. Lo hicimos tres o cuatro veces. Mientras todo mundo fingía inspeccionar los resquicios cochambrosos de su alma y algún jubilado interpretaba alabanzas en un órgano electrónico, nosotros, con Jesucristo resucitado como único testigo al tanto del asunto, retrocedíamos silenciosamente hasta el acceso principal, nos dirigíamos al auto estacionado estratégicamente cerca y un minuto después nos hallábamos con dirección a un centro comercial.

¿Que a quien robábamos era a la iglesia? Puede ser. Pero la iglesia ha bien vivido de limosnas durante más de dos mil años. Nada le pasa por tres o cuatro misas provincianas sin sus billetitos. Aún así, me puedo imaginar al sacerdote en turno que con rostro extrañado, al darse cuenta, preguntara a su rebaño “¿Alguien sabe qué carajos pasó con las limosnas?”

Para entonces nosotros ya estaríamos recorriendo pasillos y anaqueles obscenamente atiborrados de productos útiles, no tan útiles y francamente ridículos. Nos gustaban los almacenes principales, el ambiente artificial de la luz blanca, el orden multicolor (a mí me sigue gustando caminar por entre los pasillos de productos de limpieza; ir despacio y aspirar los aromas mezclados de detergentes, jabones, ceras para pisos, aceites para muebles, pastillas para retretes y abrillantadores de azulejos). Teníamos puntos obligatorios: el mío era la zona de abarrotes donde se encontraban las cajas de cereal inflado y de ahí enfilábamos al segundo punto obligatorio: la sección de juguetería.
Julia era aficionada a los rompecabezas. Le gustaban los de mil o más piezas. Durante el tiempo que estuvimos juntos armó varios de ellos, y ya desde antes, en la sala de su casa, en cada una de las recámaras, colgaban marcos conteniendo el minucioso trabajo de Julia reflejado en figuras estriadas de paisajes, mapas antiguos y pinturas famosas. Tenía esa serenidad, esa mirada fija que no incomodaba porque, acostumbrada, percibía un todo en el mínimo detalle, abarcaba con un gesto las posibilidades de armado de cualquiera, pero sin frialdad, como velada por una luz difusa, atenta y perdida al mismo tiempo.

¿Necesidad? No, no era por necesidad. Ambos vivíamos bien. Ella mejor que yo y yo no me podía quejar de mi vida regalada de hijo de buena familia. El auto en que nos movíamos era del papá de Julia. Ella contaba con tarjeta de crédito para sacar dinero en el momento que se le antojara y yo con la paternal donación de uno o dos billetes, suficientes para los gastos de un par de pubertos de dieciséis años un día martes cualquiera. Lo de las limosnas se nos ocurrió así nomás. Un domingo nos estacionamos frente al atrio de una iglesia a comprar hot dogs y, mientras comíamos, vimos a un señor chaparrito que dentro del templo iba sosteniendo una charola llena de monedas y billetes.

- ¿Crees en Dios? – me preguntó Julia.
- Yo sí – contesté - . Lo malo es que él no cree en mí.
- ¿Cómo cuánto dinero sacarán al día?- preguntó nuevamente.
- Supongo que hoy ganan lo de los restantes seis días. No sé. También depende de dónde esté ubicada la iglesia.

Julia me vio con esa mirada fija, recorrió mis contornos en un sólo movimiento. Y así fue. Nos quedamos en silencio pensando la misma cosa.
Una hora después pasamos frente a una capilla del centro de la ciudad y lo hicimos.

*

Puedo decir que la conocí porque era hermana de un amigo de la infancia al cual, después de varios años sin verlo, volví a tratar; que un día fui a su casa invitado a comer por él y que vi por primera vez a Julia, arrodillada en la espaciosa tranquilidad de su habitación, con una pieza de cartón azul entre sus dedos. Frente a ella, en el piso, un rompecabezas de dos metros de largo que iba mostrando los detalles de un paisaje boscoso; que la luz de la ventana besaba el perfil de Julia descalza; que se acomodó el pelo tras la oreja, suspiró, y su trozo de cartón azul embonó naturalmente en el cielo. Puedo decir que lancé miradas furtivas hacia ella durante toda la comida; que ella permaneció en silencio, al tanto de mi insistencia; que en algún momento sentí la sobrecogedora liviandad de su mirada y eso me hizo tartamudear al responder no recuerdo qué. Puedo decir cualquier cosa; Julia y yo teníamos que conocernos de cualquier forma. Ese día estuve esperando el momento en que su hermano se desentendiera un rato de mi presencia y me dirigí sigilosamente hacía donde la vi por primera vez. El rompecabezas descansaba sobre el piso y ella también.

- Hola.

Además de Berta, la señora que les ayudaba, rara era la vez que había más gente en su casa. Y Berta parecía tener siempre mucho quehacer dentro de su cuarto en la parte trasera. Nos pasamos tardes completas echados sobre los muebles de la sala, armando nuevas imágenes o fumando en el jardín o besándonos en todas las recámaras. Nos gustaba la misma música y podíamos recorrer las horas desde The Cure hasta Tchaikovski. Nos preparábamos sándwiches que nunca nos terminábamos o sacábamos botellas de coñac de la cava de su padre; nos íbamos en auto hasta una carretera a orillas de la ciudad y bebíamos el coñac con refrescos tibios en vasos desechables. Todo el tiempo reíamos, todo el tiempo peleábamos, todo el tiempo nos reconciliábamos y podíamos estar en silencio absoluto durante ratos muy prolongados, sin incomodarnos, viendo crecer a la ciudad allá abajo, mientras la noche caía.

Pero siempre hubo algo que me dejaba intranquilo: Julia tenía continuamente golpeadas partes de su cuerpo; los brazos y la espalda eran una sucesión de moretones y costras, al igual que las piernas y los tobillos. Las primeras veces que nos acostamos (en una casa que antaño pertenecía a mi familia y que por esos días permanecía inhabitada), ella trataba de ocultar aquellas marcas abrazándome con fuerza, impidiendo moverme. Cuando ya no pudo ocultarlo más, le pregunté cómo se había hecho aquello. Inventó una caída desde las ramas de un árbol en el jardín de su casa. Le pregunté que qué tenía que hacer ella sobre las ramas de aquel árbol y Julia aseguró que siempre le había gustado subirse a las ramas de los árboles. Le pregunté que si había rebotado de espaldas y luego había caído de frente, porque tenía ambas partes del cuerpo lastimadas; fingió enfadarse y dijo que no era nada, que no importaba. No insistí, pero cuando nuevamente hallé partes de su cuerpo golpeadas ya no hubo árbol imaginario que la sostuviera en sus ramas.

- ¿Te golpean en tu casa? – le pregunté al ver la ambarina silueta de unos nudillos dibujados en su espalda.
- No, ¿por qué piensas eso?
- Julia – dije revisando las marcas -, estos son golpes de alguien más. No podías habértelos hecho tú sola. Dime, ¿quién te golpea?
- Nadie .
- Es tu papá, ¿verdad?
- ¡Claro que no! – gritó exaltada.
- ¿Tu mamá? ¿Tu hermano?

Ella quedó en silencio. Me abrazó y recargó su cabeza en mi pecho, como si quisiera escuchar claramente mis latidos. No lloraba; respiraba tan pausada y hondamente que creí que se estaba quedando dormida. La separé un poco y la interrogué con un gesto.

- Los dos – contestó casi en un susurro.
- Pero, ¿por qué lo hacen? ¿Por qué dejas tú que lo hagan?
- No sé –dijo-, siempre me han pegado.

Imaginé aquella casa residencial con jardín, alberca y cinco autos en la cochera; aquella casa en donde vivía Julia con su hermosa familia, que guardaba demonios en el closet y era bienvenida en casas de otras bellísimas familias con roperos endemoniados.

No me dejó volver a interrogarla, ni hacer algo al respecto. A mi se me ocurría ir a levantar una demanda, pero primero romperle la cara al imbécil de su hermano y dejar muy asustada a la infame vieja. Nunca hice nada. Julia me convencía de que sería peor, porque lo único que conseguiría era que la mandaran de nueva cuenta a un albergue fuera de la ciudad y que yo me metiera en problemas con su familia.

- ¿Cuándo estuviste en un albergue?
- Hace unos años.
- ¿Por qué?

Ya no me preguntes. No quiero hablar de eso.

*

Nunca lo volvimos a hacer en domingo. Las siguientes veces fueron en días de entre-semana. Las iglesias estaban menos llenas y la gente más atenta a lo que ocurría en el altar. A veces fallaba, porque en algunos templos los encargados de recoger limosna eran los mismos capellanes o gente que se la vivía en olor a santidad y no permitían que nadie les usurpara su función litúrgica. Procurábamos encontrar lugar en las bancas cercanas al púlpito y escuchábamos con devoción casi mística la palabra de Dios. Al momento preciso nos ofrecíamos para levantar la colecta; estábamos al tanto del organista y nos apresurábamos a terminar el recorrido antes de que él llegara a los últimos compases de la salmodia. Podíamos escuchar el correr de la sangre del otro cuando, con una sola mirada, indicábamos el momento de la retirada y de un instante al otro nos hallábamos en un exterior sin santos que vigilaran las conciencias.

La casa deshabitada se fue llenando de objetos que compramos con el dinero episcopal. Además de cajas de cereal y rompecabezas extendidos por el suelo, había miniaturas de ranas jugando póker, almohadas y cojines de todos los tamaños, mantas estampadas, ceniceros de madera, un colchón usado y bastante cómodo, botellas, canicas, un ejército de animales inverosímiles hechos de plastilina, revistas, gorros, lentes, vasos y platos de plástico, velas (la casa no contaba con luz eléctrica), palillos chinos, una ouija, lápices y cuadernos llenos de dibujos y frases. Compramos una reproducción de la Judith de Klimt y la colgamos en la recámara en la que pasábamos más tiempo…

¡Nos casamos con ese dinero! El abuelo de Julia padecía de una punzada en el pecho que lo atormentaba desde tiempo atrás, haciéndole incómodo hasta el respirar. Era un señor bajito y moreno, de bigotitos blancos, que hablaba muy lento y mantenía una mueca que a veces parecía de alegría y a veces de dolor. La única vez que lo vi fue aquella en que Julia y yo lo acompañamos con una curandera de un pueblo cercano a la ciudad. El abuelo ya había recorrido consultorios médicos, salas de espera, estudios sanguíneos, auscultaciones minuciosas, honorarios estratosféricos y resultados nulos. Ahora decidía recurrir a los conocimientos rústicos de una yerbera que nos recibió en su propia casa, fresca y oscura, en la que colgaban de las paredes cuadros religiosos, rosarios, crucifijos y un aroma indefinible que cubría toda la estancia, haciendo más profunda la impresión de entrar a un sitio en el que el tiempo había hallado un remanso en el cual no transcurrir.

La mujer tenía unos cuarenta años y una niña, tal vez su hija, le ayudaba en todo el ritual de sanación. Vimos cómo la curandera pasaba un huevo por todo el cuerpo del abuelo mientras rezaba padrenuestros y regaba un líquido hecho a base de alcohol por toda la casa con un bote atomizador. Después balbució unas cuantas frases mientras acariciaba el rostro del abuelo, y por fin rompió el huevo dentro de un vaso transparente que nos enseñó a todos para que viéramos el ojo negro que había salido revuelto con la yema.

- Mal de ojo – dijo con autoridad -. Alguien te está lastimando, alguien que te envidia. Te voy a dar una limpia y vas a tener que regalarle una rosa blanca a toda la gente que conozcas. Después vienes otra vez y me invitas a comer al restaurante más caro que encontremos.

Cuando hubo terminado de decir sus últimos rezos, ordenó a la niña llevar al abuelo a un cuarto aparte. Luego, se dirigió hacia nosotros y nos vio con una especie de simpatía mercantil.

- ¿Son esposos?- nos preguntó casi ingenuamente.

Reímos de la ocurrencia y la sacamos de dudas.

- No, no somos esposos.
- Si quieren los caso – propuso con un brillo en la mirada.

El abuelo estaba recibiendo los vapores de un montón de hierbas y la idea de un matrimonio como aquel nos gustó de inmediato a los dos.

- ¿Qué se necesita? – preguntó Julia.
- Sólo un macho y una hembra – contestó la mujer sonriendo.
- Está bien – dije -. ¿Cuánto cuesta?
- Eso depende de lo mucho que se quieran – respondió la bruja.

Un día antes habíamos visitado la capilla del Perpetuo Socorro y nos quedaban cerca de cuatrocientos pesos.

- Denme sus dedos gordos – ordenó la mujer.

Juntó las dos falanges y nos anudó con un listón púrpura. Después tomó un cuchillo, lo bañó con aquel líquido de antes, recitó un listado innumerable de santos y bendiciones y de un solo movimiento nos cortó la punta del dedo amarrado, presionándolas heridas. Julia y yo nos vimos a los ojos más sorprendidos que divertidos, hasta que la bruja por fin nos liberó del amarre y puso sus palmas abiertas sobre la cabeza de cada uno. Abrió los ojos, nos palmeó como a perritos y nos felicitó.

- Son una buena pareja – dijo como final a su representación.

Regresamos con el abuelo milagrosamente recuperado y gotitas de sangre manchándonos los dedos. Éramos marido y mujer. Paramos en una florería para que el abuelo comprara dos docenas de rosas. Nos regaló una a cada quien y después de dejarlo en la puerta de su casa, nosotros fuimos a la nuestra para consumar la unión y armar rompecabezas hasta la media noche.

*

Habían pasado ya muchos días desde la última vez que recolectamos limosnas. Aquella tarde era especialmente tediosa, el calor llevaba a nuestras bocas pequeñas gotas saladas y el silencio, anteriormente gratificante, era una bruma enrarecida ocultándonos a los dos. Julia resoplaba, sentada sobre la alfombra del cuarto y su mirada divagaba sobre la imagen de Judith, perdida, buscando nada. Yo volví a poner sobre mi rostro las hojas de una revista abierta, buscando algo de frescor. El zumbar de una mosca moribunda venía desde algún resquicio de la ventana y un cielo espeso exhalaba lentas bocanadas de sol. El limbo olía a polvo amontonado.

Así pasa ¿no? Un día estás bien y al otro ya no estás. De forma sutil los escenarios van perdiendo color ante los ojos de quienes los frecuentan, hasta que un día no son más que un montón de tablas húmedas por el rastro de todas las horas exprimidas sobre ellas. Las semanas transcurrían sin muchos cambios en sus eslabones y de pronto nos encontramos rehuyendo la compañía del otro...

- ¿Sabes qué me gustaría hacer?- dijo Julia de repente.
- ¿Qué? – pregunté yo más por reacción que por interés.
- Largarme de aquí, de esta ciudad, de esta gente.
- ¿Y a dónde irías? – le pregunté de nuevo más para seguir una lógica que para compartir un deseo.
- No sé, cualquier lugar es mejor que esto.

Creo que ahí fue cuando todo acabó. La idea de largarse a cualquier lugar nos asalta a todos de vez en cuando, pero el tono del “esto” en la última frase de Julia… Sí, yo también pensaba que cualquier cosa sería mejor que eso.

Ahora, después de tantos años, sé que lo que Julia y yo hacíamos en realidad en ese entonces era aprender. Aprender a mezclar las dudas con las certezas, los hechos con las promesas, los silencios con las carcajadas, el amor con la costumbre; aprendíamos a soportar el reflejo de nuestras carencias en los ojos de otro.

Entonces salimos de la casa con rumbo directo a la catedral. Ni en el camino, ni dentro del templo nos dirigimos la palabra. Tomamos las charolas y lo hicimos por última vez.

Al salir de nuevo, nos quedamos suspendidos en un gesto.

- Adiós, Julia – le dije entregándole mi charola.
- Adiós – contestó ella entregándome la suya y se dirigió lentamente hacia el automóvil.

La vi dar vuelta en una esquina. El calor era insoportable y me quedé largo rato a la sombra de un árbol en un parque sin nadie.

*

Hoy que volví a verla es que recuerdo todo esto. Tiempo después de aquello supe que Julia se había ido a vivir a otra ciudad donde estudiaba algo relacionado con el arte. A su hermano me la encontraba de vez en cuando en distintos lugares pero jamás crucé más de tres palabras con él; los golpes, sus sinrazones, me seguían doliendo. De vez en cuando algún amigo me decía que la había visto en un restaurante, en una galería, en un bar, en cualquier parte y yo disimulaba un tono de indiferencia al preguntarles el cómo se veía, qué les había dicho, con quién iba. Pensaba en ella como se piensa en la vida: poco y por momentos muy breves.

Luego acabé la escuela, mi carrera, conseguí trabajo, conocí a mi mujer y ahora mi hija aprendía a leer. Como todos los domingos la llevé conmigo a hacer las compras de la semana. Volví a tardarme más de lo necesario en el pasillo de productos de limpieza y pasamos por el cereal antes que por las frutas, la carne o las verduras. Ya formados en la fila de una caja registradora, mientras hojeaba un folleto, alcé la vista y reconocí de inmediato a Julia formada unos pasos adelante, en una de las cajas a mi lado. Mantenía esa indefinible presencia, ese halo de serenidad y firmeza en sus movimientos, esa mirada honda y hundida al mismo tiempo. La vi colocarse el pelo tras la oreja y una sonrisa me atravesó el rostro. Estuvimos unos minutos a la par, separados por pequeños refrigeradores y anaqueles. Yo no podía más que seguir observándola, intuyendo su aroma.

Cuando al fin de muchos años, personas, lugares, derrotas, canciones, películas y accidentes, cuando después de pasar de todo lo que tiene que pasar ella volteó y nos volvimos a ver, Julia y yo le dimos nuevamente al silencio su función traductora. Ella puso sus cosas sobre la banda móvil, pagó y tomó sus bolsas. Yo hice lo propio y al salir del autoservicio, con mi hija sentada dentro del carrito, Julia se acercó sonriendo con una caja entre las manos.

- Dile a tú papá que te ayude, es bueno con estas cosas – le dijo, le entregó la caja, me sonrió, asentí y nuevamente se marchó.

El rompecabezas es de tres mil piezas.


*Publicado en su libro Matamoscas (Cuento, colección Primer libro, ICA, 2007) (Reeditado por Disculpe las molestia).

lunes, diciembre 09, 2013

Todos fuimos Hugo Sánchez (I)


    



 Los miércoles descanso. El resto de la semana me pongo los pantalones y los calcetines verdes perico y la playera amarillo mango manila; espero a que Don Carmelo llegue con sus quince cabellos despeinados como patas de araña vieja, de Che Araña bailando tango sobre la brillante pista de su cráneo asoleado, salpicado de pecas-lunares; veo cómo, otra vez, se esculca en todas y cada una de las bolsas de su ropa, buscando el llavero en forma de sirena, el de la llave de la puerta, la cuadradita, la que abre así, cric-cric-crac. Entonces don Carmelo llega despeinado, sale del auto cargando las bolsas con naranjas, jitomates, cilantro, cebollas, limones, servilletas, llega y tengo que ayudarle con el bolserío y quedarme así, cargando el montón, mientras él busca en su chamarra, en las de su playera, en las de su pantalón, abre la bolsita en la que siempre carga calculadora y notas de remisión; nada, ahí tampoco nunca hay nada; don Carmelo comienza a bufar, no está molesto, sólo bufa. Porque con tremenda panza, calvo, desmañanado y en busca de su sempiternas llaves, las de la sirena de madera que dice Mazatlán, y yo lo veo y le digo que están pegadas en la cajuela, y eso es evidente porque la cajuela está abierta, siempre está abierta, y se puede ver el manojo de llaves pegadas en la cerradura, colgando, con la sirenita bailando en el acantilado. Entonces, cric-cric-crac.

Entonces cric-cric-crac. Llega la seño Malu cuando yo ya estoy juntando montoncitos de basura, los junto y los echo en el recogedor, los junto con la escoba y la seño Malu me dice buenos días, buenos días seño Malu, buenos días don Carmelo, buenos seño Malu, porque don Carmelo ya pica papas, puso a hervir agua, despepita los chiles, saca jugo de las piedras, desflema cebollas y garganta, pone sal, todo al mismo tiempo, con sus quince cabellos grises y largos danzando la danza de los siete velos mientras yo junto montoncitos de polvo, papelitos, cenizas, colillas. Seño Malu ya se puso el delantal y la cofia verde perico con vivos en mango manila, hace todo lo que hacía don Carmelo, pero seño Malu lo hace bien, le queda sabroso. Y así somos tres: Don Carmelo es el dueño de Hamburguesas La Curvita, seño Malu es su cocinera y yo soy vicepresidente corporativo de la empresa en funciones de mesero.

La Curvita se llama así porque se halla justo en el reborde de una curva callejera; ahí está, con su fachada verde perico y su interior mango manila; con sus mesas verde perico y sus sillas mango manila; con su baño con lavabo verde perico y escusado mango manila. Ahí está, luego-luego se ve, ni modo que no.

Cuando ya no hay más montoncitos que juntar, entonces dejo la escoba y paso un trapo húmedo por las mesas, por las sillas, por las vitrinas que al rato van estar sudorosas del vapor de los guisos de seño Malu, porque lo de las hamburguesas es sólo la especialidad, también servimos tacos, tortas, platos de deshebrada, chicharrón verde (a veces perico, a veces no), chicharrón rojo, papas guisadas, huevos revueltos, frijoles, nopales, arroz, flan napolitano, chongos zamoranos y café, todo caliente, soltando vapor, por eso de una vez paso el trapo y luego lo paso por los cristales del refrigerador y don Carmelo abre la caja registradora, quedándose así, sentado en el banquito negro, con la panza tocando la parte delantera de la caja, hasta que sea hora de cerrar, cuando vuelva a buscar a la sirena mazatleca – está vez encontrándola inmediatamente en el cajón de las llaves (¡ah!) – y seño Malu me diga buenas noches, buenas noches seño Malu, buenas noches Don Carmelo, buenas seño Malu, porque don Carmelo ya estará dando vuelta a la llave cuadrada y cerrará así crac-cric-cric.

Así: crac-cric-cric. En el camión de regreso siempre me toca el aplastadero, el arrimadero, la cámara de gases, el sudor obrero, la menstruación secretarial, los efluvios secundarinos, los hedores senectos, ni dónde sentarse, y mejor así, al que se sienta le toca su embarrada de virote, su dosis de entrepierna húmeda, su calzoneada. Algo pasa: la gente no se inmuta, la mayoría ni siquiera abre las ventanillas, las cierran, quieren ir calientitos, tibios-tibios.

Entonces me bajo del camión y camino dos cuadras, tres a veces, depende del hornazo. Camino y llego, me meto al cuarto, me quito los pantalones, los calcetines y la playera, dejo pedazos de perico desplumado y cáscaras de mango por el suelo de mi cuarto. Me meto a bañar, me tallo, salgo con toalla sujeta a la cintura, me tiro sobre la cama, busco el control remoto y enciendo la tele, las noticias. El cabello me escurre agua, gotas que a veces llegan a mis labios, y bebo, saben a jabón. Nunca sé de qué hablan en las noticias. Sí sé, pero no entiendo. Sí entiendo, pero no comprendo. Hay que estar informado, tener opiniones políticas, saber a cómo está el dólar, estar a favor o en contra de cualquier cosa, ser un ciudadano. Luego me quito la toalla y me pongo los pants verdes (botella, nada que ver) y abro la cajita de porcelana, la cajita china, (la que fue de mi abuela, en la que mi abuela guardaba nunca he sabido qué, yo nomás la agarré el día que fui a verla y vi cómo era estar muerto, la agarré de su tocador con luna redonda y estaba vacía, blanca y fría, besé la frente de mi abuela y guardé la cajita en mi pantalón), y saco una pastilla, una pastilla rosa. Me como la pastilla, la muerdo porque no sabe mal, sabe como a tierra con pedacitos de mineral, como a tierra de mina, como a suela de minero, no sabe mal. Me la como y cinco minutos después vuelo.

Están buenas las pastillas éstas. Se las compro a Joaquincito, el hijo pintor de Don Carmelo; pintor de pincel y modelo, de los que hacen cuadros, pintor de los que se dicen artistas, el marihuano de Joaquincito; y no es que yo diga que todos los artistas – y sobre todo los pintores – sean marihuanos (el tipo más marihuano que conozco es dentista, le arregló las muelas a mi papá),  pero Joaquincito sí es muy marihuano. Cuando fui a una exposición de las suyas vi que además de marihuano es muy mal pintor. Pero bueno, cada quien. Los que estaban ahí decían que las pinturas estaban conceptualmente ligadas a los movimientos de vanguardia y reflejaban la búsqueda de un lenguaje propio sin abandonar los lineamientos de los últimos buceadores de la expresión humana o algo así decían, pero creo que también había mucho marihuano por ahí o tal vez habían masticado pastillas rosas, de las que vende Joaquincito y sólo soltaban palabras sin pensar realmente en lo que decían y así decían todo aquello que yo nomás no atinaba, no encontraba en dónde podría estar todo lo que veían en esos cuadros, ni cuando me comí yo una pastilla pude saber. Así que me comí una pastilla, la primera, en esa exposición. Joaquincito me la dio y me echó todo un sermón acerca de las posibilidades creativas y re-creativas de tan singular chocho; me lo comí y vi los cuadros más feos de mi vida.
Al otro día ya no me las quiso regalar, me dijo que costaban veinte pesos cada una, mi chavo.

Entonces abro mi cajita de porcelana y me como una pastilla. Tengo un disco que me gusta para cuando mastico pastillas rosas, uno con la portada totalmente blanca, con treinta canciones, uno de los Beatles, el que trae la de Long, long, long. Me gusta escuchar esa canción mientras mastico la pastilla y siento cómo aún no termino de secarme, la espalda pegada con agua en la sábana, lo arrugado que se ponen los dedos de mis pies, los Beatles tocan y a mí me gusta sentir cómo mi cabeza se pone pesada y el aire se pone pesado y los huesos se ponen pesados y los ojos ya no ven lo que deberían ver porque para ese entonces los ojos ven para adentro, para el lado equivocado, y  me gusta ponerme a pensar en lo que siento y sentir lo que pienso, porque pienso que no se puede estar así a todas horas, con una pastilla rosa en la sangre, y es una lástima, porque mientras el día no termina de acabarse y el uniforme y las mesas y los montoncitos de basura se acumulan silenciosamente en los rincones de siempre, no hay tiempo para pensar, no hay tiempo para ponerse un pants y tirarse a escuchar Long, long, long, no hay tiempo ni ganas, porque las ganas son también importantes. Por ejemplo: uno no siente ganas de levantarse los jueves y los viernes y los sábados y los domingos y los lunes y los martes y ponerse los pantalones verde perico y treparse a un camión atascado y ver a Don Carmelo buscarse las llaves y decirle buenos días a seño Malu y barrer y dar un trapazo y recoger platos y trapear lo que se ha caído y hacer cuentas y recibir quejas de una mesa y a veces estar nomás ahí, así, con cara de menso, ni siquiera moscas que ahuyentar, ni un papelito que barrer, ni un cliente y sus tres pesos de propina. ¿Cómo alguien va a tener ganas de hacer eso? Entonces me pongo a pensar en cómo es que todavía ando uniformándome y atendiendo mesas, cómo es que no he podido salir de eso. Porque, veamos, no está malo eso de ser mesero, se gana bien, no tengo ningún gusto caro. Pero también está malo eso de ser mesero cuando se puede ser cualquier otra cosa. Yo podría ser pintor como Joaquincito. Pero tal vez yo sería mejor pintor, porque a Joaquincito lo mantiene don Carmelo; lo del negocio de las pastillas sólo sirve para que él pueda pagar las que consume y así se pone a pintar, hacer eso que luego dicen que no se qué, no se cuánto, los otros comedores de pastillas, artistas todos y yo no tengo amigos de esos que cuando ven un cuadro mal pintado, feo, mal hecho, digan que se puede percibir un halo de pureza en las líneas y una asombrosa profundidad expresiva en la composición; entonces yo pintaría bien aunque nadie dijera nada de nada. Algo pasa: mientras tengo dinero en la cartera el mundo se detiene de una forma tediosa, ya sé en lo que se va a gastar, lo que tengo que pagar, lo que falta en la despensa o en el ropero o en la cajita de porcelana y así no tiene chiste, el dinero se va siempre por los mismos conductos y deja de tener sentido lo de la oferta y la demanda y cuando no tengo un clavo es al revés, las cosas se mueven desparpajadas, sin mapa, sin saber qué pasará o a quién se recurrirá, sin importar siquiera eso, porque al no tener ni lo del regreso no importa a dónde se vaya ni con quién se vaya ni lo que se vaya, al cabo uno no paga. Y esos pensamientos son los que, caigo en la cuenta, hacen que siga uniformándome sin importar que pudiera no hacerlo, porque a fin de cuentas no pretendo más que poder llegar a mi cuarto y bañarme, tallarme, tener algo en la cajita de mi abuela y poder escuchar Long, long, long mientras termino de secarme.

Termino de secarme sin darme cuenta, me quedo dormido, me voy y no vuelvo hasta al otro día. A veces es miércoles, pero por lo común es cualquier otro día.


Leer más...

miércoles, abril 10, 2013

El muñeco "Fernando"








Fernando les presenta a Fernando presentando la nueva presentación del muñeco “Fernando” que presenta nuevas adiciones (¿adicciones?) para soportar el presente.

Si usted le jala las greñas, el muñeco “Fernando” le recitará el volumen entero de sus poesías inéditas como si se tratase de un remix hip-hopero con visos de barroquismo contracultural y aderezos de nostalgia.

Si usted le escupe a la cara, el muñeco “Fernando” comenzará a reírse a carcajadas y fingirá que nada ha pasado, haciendo gala de sus pasos de break dance y la todavía funcional manera de hacer el gusanito.

Si usted lo mete al horno, el muñeco “Fernando” hará ejercicios aeróbicos al mismo tiempo que silba las nueve sinfonías de Beethoven en orden cronológico.

Si lo mete al congelador, el muñeco “Fernando” tomará posición de flor de loto y meditará hasta que sus siete chakras se encarguen de energetizar el pescado, la res o el pollo que usted guarde ahí.

ADVERTENCIA: si usted es vegetariano no se recomienda la adquisición de un muñeco “Fernando”: su uso eleva los índices de colesterol y provoca angustiosas crisis caníbales, porque si usted se lo come, el muñeco “Fernando” le limpiará las arterias de todo elemento reconstituyente y lo vaciará por todo conducto disponible hasta dejarlo cual papiro chino del siglo VII antes de Homero, listo para reescribir su biografía en bellos dodecasílabos garigoleados.

Si usted le quiebra una patita, el muñeco “Fernando” le contará cómo fue que de niño vio a doce vacas coloradas aventándose de un barranco.

Si le quiebra una manita, el muñeco “Fernando” activará sus conocimientos matemáticos y le descubrirá los secretos de la cuántica y la astrofísica.

Si le hace cosquillas en la panza, el muñeco “Fernando” soltará graciosos peditos, tan hediondos y palpables que serán el alma de cualquier fiesta.

Si usted prefiere tenerlo guardado en su cajita; el muñeco “Fernando” se lo agradecerá con todo el corazón y entonará bellas canciones de cuna.

Si usted lo lleva a la cama, el muñeco “Fernando” entrará a sus sueños y lo conducirá al mismo lugar a donde el flautista de Hammelin llevó a los niños que fueron hipnotizados.

Si usted es mujer, el muñeco “Fernando” tiene las proporciones exactas para ser llevado como un hijo perverso dentro de su vientre.

Si usted es hombre, el muñeco “Fernando” sabrá prepararle cualquier bebida embriagante y podrá brindar con él hasta que el vómito lo invada.

Si usted es homosexual, el muñeco “Fernando” viene con un vestidito rojo, zapatos de tacón, medias negras y fotos de Ricky Martin.

Si usted lo baña; el muñeco “Fernando” sufrirá extrañas mutaciones que pueden ser catastróficas o seriamente peligrosas para el correcto funcionamiento de sus cualidades intrínsecas.

Si usted lo avienta por la ventana, el muñeco “Fernando” se irá volando como hoja de periódico amarillista hasta encontrar otra ventana a la cual introducirse furtivamente.

Si lo azota contra el suelo, el muñeco “Fernando” hará sus magníficas imitaciones de sonidos animales y ruidos mecánicos (desde el ulular del búho hasta el traqueteo de un camión).

Si lo sube a un árbol, el muñeco “Fernando” le explicará la filosofía de Epícuro con notables ejemplos de sencilla comprensión.

Si lo pone de cabeza, el muñeco “Fernando” protegerá su casa contra mosquitos, arañas, escorpiones, vendedores de enciclopedias y testigos de Jehová.

ADVERTENCIA: el muñeco “Fernando” parece gozar con los alfileres clavados y de la tierra de panteón. Platique primero con él y dígale cuáles son sus intenciones.Si usted es practicante de vudú, el muñeco “Fernando” tiene la asombrosa cualidad de la mímesis metafísica y puede ser símbolo representativo de cualquier ser humano.

Si usted le prende fuego, el muñeco “Fernando” se convertirá en una pasta de fácil aplicación a la piel y, con un tratamiento de dos semanas, usted podrá ver cómo desaparecen arrugas, paño y demás imperfecciones del cutis.

Si usted sufre insomnio, el muñeco “Fernando” sabe más cuentos que Scherezada, incluida la Antología del Relato Vulgar, las Leyendas de Guatemala y el Cuento de Nuncacabar. (Para casos crónicos, el muñeco “Fernando” podrá recitarle de memoria los informes de gobierno de presidentes latinoamericanos del siglo XX).

Si usted tiene tendencias suicidas, el muñeco “Fernando” trae incluidas tres balas de plata calibre .45, un frasco con cicuta, dos sogas gruesas, navajas de afeitar, además de una pluma y una libreta para el infalible recado póstumo.

ADVERTENCIA: el muñeco “Fernando” es bipolar.

Si usted es drogadicto, el muñeco “Fernando” trae un relleno en polvo susceptible de ser inhalado, fumado, inyectado o, simplemente, tragado, con efectos relativos al sistema nervioso y la psique de quien lo consuma. No nos hacemos responsables de malos viajes, alucinaciones terroríficas o místicos desdoblamientos de la personalidad.

Si usted le pica un ojo, el muñeco “Fernando” dirá ¡Ay!

Si le pica el otro, el muñeco “Fernando” dirá ¡Uy!

ADVERTENCIA: si le pica el culo, el muñeco “Fernando” dirá ¡Hijo de tu reputísima madre, ve a picarle el ano a la más pinche vieja de tu culerísma casa de mierda!

Si usted lo acaricia tiernamente, el muñeco “Fernando” comenzará a platicar lo solo que se siente, la falta que le hace alguien, lo mal que lo ha pasado todos estos años, etc.

ADVERTENCIA: se recomienda no hacerlo.

Si usted le corta la cabeza, el muñeco “Fernando” no perderá ninguna de sus facultades, siendo inclusive más simpático y ocurrente que antes.

Si usted es revolucionario admirador del Che Guevara, el muñeco “Fernando” esperará el momento justo para largarse y no volverá a verlo nunca más.

Si usted es intelectual seguidor de Derrida, Lacan o Humberto Eco, el muñeco “Fernando” sufrirá desesperados ataques de ira y pondrá en grave peligro a todo su mobiliario.

Si usted es artista contemporáneo, el muñeco “Fernando” representará todo lo que usted considera superado y obsoleto, llegando a extremos de recitar interminablemente el poema de La Casada Infiel o el Amor Constante Más Allá De La Muerte, en la tradición de la mejor fonomímica estudiantil.

Si usted es un pobre diablo, el muñeco “Fernando” será un espejo, un eco, un apéndice siamés de su apéndice reflejado en el espejo de quebrados ecos idénticos.

Si a usted le parece que nada de esto le es de utilidad, tiene toda la razón. El muñeco “Fernando” tiene los más bajos índices de venta en la historia de la juguetería mundial y lo seguimos fabricando sólo por el nunca acabado deseo de verle en las manos de cualquier persona aburrida de estar aburrida.












No está en venta; se regala al primero que lo pida.

jueves, marzo 21, 2013

La Mundialmente Desconocida Poetisa Candela Farías





Ella era la mundialmente desconocida poetisa Candela Farías. Usaba lentes de armazón negro, faldas largas de algodón y sweaters tejidos por abuelita. Se sentaba en una mesita del café "Lumbrera" a escribir sonetos tan perfectamente medidos que hasta le daban ganas de recitarlos ahí mismo.
De hecho, lo hacía. Con cigarrillo en mano, Candela se paraba sobre la silla y lanzaba al aire sus novísimas composiciones con voz cuidadosamente entonada, dramática y matizada de acuerdo a la intensidad de sus sentimientos.
Los clientes se le quedaban viendo con cara de "¿qué le pasa a ésta?"  y ella bajaba de su pedestal, dejaba unas monedas y se largaba de ahí con el nimbo de las musas parpadeando aun sobre su cabeza.

Luego iba al mercado a robar aguacates. Le encantaban los aguacates. Traía dinero; pero la Farías era una convencida absoluta de que los aguacates gratis eran la recompensa justa para su poética labor. Así que daba una vueltecita hasta encontrar una pila de frutos maduros, atenta al momento en que el vendedor se despistara, tomaba un par de ellos y los guardaba dentro de las bolsas de su sweater raído. Luego se dirigía a la plaza central, tomaba asiento en una banca, pelaba el cuerpo del delito y daba pequeñas mordidas con sus amarillentos dientecillos de ratón. Cuando terminaba, aventaba los huesos de aguacate al primer perro callejero que cruzara frente a ella.

Odiaba a los perros. De niña había sido atacada por una jauría de siete canes que resguardaban un plantío de árboles aguacateros al cual se había introducido furtivamente. De no haber sido por la milagrosa aparición del granjero dueño del lugar, que la había salvado de ser completamente destrozada por las fauces animales, Candela Farías sería ahora el cadáver de un recuerdo pocas veces frecuentado.
El granjero se llamaba Paulino Iracheta y tenía un tercer pezón justo en el centro de su pecho. Tomó el sanguinolento amasijo de carne niña y lo llevó a su casa donde, a base de ungüentos, yerbas, cambios de vendajes y, sobre todo, la lectura de Sor Juana Inés de la Cruz, logró que la fisonomía de Candela volviera a parecer la de una persona si no normal, al menos lo suficientemente distinguible entre las demás especies naturales. Mató a los siete perros y puso en su lugar a siete generadores de corriente para electrificar los alambres que delimitaban su propiedad.

Candela quedó sin noción de su pasado durante los siguientes doce años de su vida, los cuales, como es de suponerse, pasó en compañía de Paulino y sus árboles frutales. Nunca nadie reclamó su presencia en ningún lado. Al menos eso fue lo que le platicó el granjero cuando, pasado el tiempo, ella recuperó la memoria.
- Tengo que ir a buscar a mis padres- dijo Candela.
- ¡Pero yo te amo! - respondió Iracheta.
- No me gusta ese tercer pezón que tienes justo en el centro del pecho.
- ¡Ingrata!, a mi no me importa que no tengas nariz, ni orejas, ni barbilla, ni que te falten cuatro dedos en cada mano.
- ¡Mientes! A ti lo único que te interesa es mi fabuloso par de tetas.
- Tienes razón. Lo mejor será que te vayas.

El lector se preguntará cómo es que teniendo sólo un dedo en cada mano Candela Farías podía escribir sus sonetos y sostener un cigarrillo mientras recitaba. O que, al carecer de nariz y orejas, pudiera llevar lentes de armazón negro. La respuesta está en que su padre, al cual encontró sin mucho esfuerzo, era un reconocido cirujano plástico que le reconstruyó la mayoría de las zonas afectadas con la condición de que nunca más lo buscase, ya que, sincerándose, le confesó que ella era el producto de una relación incestuosa con su madre. Es decir, con la abuela de Candela.

Doña Eduviges Alcázar y Jaramillo, la abuela/madre, había sido una famosa concertista de piano que interpretaba como nadie las obras de Chopin. Famosa además por ser una insaciable degustadora de semen latino y perenne organizadora de orgías en su vieja casona de cantera amarilla. Entre sus muchos amantes se encontraban Picasso, Neruda, Álvarez Bravo y Hemingway. Este último no era latino, pero doña Eduviges solía hacer excepciones con cierto tipo de personas, como cuando cogió con Chaplin en el set de filmación de Tiempos Modernos. A su hijo lo inició en los ritos de la carne desde que éste tenía la tierna edad de seis años. Adicta a la morfina, a doña Alcázar y Jaramillo se le había olvidado abortar a la niña/hija/nieta que duró siete meses escondida en sus entrañas, y murió segundos después de dar a luz. El padre de la criatura contaba con apenas quince años. Tiempo después contrajo matrimonio con la rica heredera de un magnate petrolero, la cual, además de ser estéril, preparaba un guacamole delicioso.
Así, Candela llegó a los diez años de edad sin saber que no era hija de su madre, ni que su padre era también su hermano.
Cuando el cirujano plástico le confesó todo esto, también le informó que ya no estaba casado con aquella rica heredera, sino que ahora vivía con un ingeniero industrial al cual amaba con loca pasión y desenfreno.
- Siempre fui maricón - dijo -, sólo que tu madre, es decir mi madre, nunca me dio oportunidad de decírselo.
Y para que no cupieran dudas de lo que afirmaba, el cirujano se deshizo de la ropa que lo cubría y mostró con orgullo sus grandes tetas y su extraña vagina.
- Me las hice yo mismo - exclamó orgulloso.

Candela Farías tomó entonces la decisión de convertirse en poetisa. El mundo había sido una oscura y pestilente boca desdentada en la que ella había sido un bolo atormentado. La única memoria que no le escocía el corazón era la voz de Paulino recitando a Sor Juana y sus maravillosos sonetos. Supo entonces que no hallaría mejor refugio que las palabras, mejor arma que el arte, mejor sostén que la introspección y comenzó a escribir como desaforada.
En cuestión de semanas tenía ya listo su primer libro. Se dirigió entonces a varias casas editoriales y dejó copias de su trabajo en cada uno de los escritorios correspondientes.
Mientras esperaba respuesta, se hizo asidua al café "Lumbrera".

Ella no lo sabe, pero hoy han llegado a su casa las esperadísimas contestaciones. En todas y cada una ellas se lee: "Evítenos volver a leer cualquiera de sus asquerosas composiciones".
Ojalá y cuando las vea la digestión ya haya pasado, porque es bien sabido que cuando se hacen corajes y se come aguacate la muerte es casi un hecho.

O, quién sabe, tal vez será lo mejor.

miércoles, noviembre 07, 2012

Palimpsesto (segunda versión)



15/03/2012




Ilustración: Carol Gómez Pelegrín. Barcelona. España, 2012.






Apagué la ficción con un chorro de humo frío y me puse los pantalones antes de que Denise trepara al último sueño. El sol pintaba de blanco las paredes verdes y en mi estómago el hambre marcaba las 10. Llené de leche y pizza fría. Salí a la calle silbando una melodía inventada por mí hacía ya muchos años, cuando era adolescente y estudiaba música. Subí al auto de Denise y esa mixtura olor a vómito y caramelo volvió a cerrar mi glotis por un instante. Pensé en eso, en Denise vomitando un caramelo rubí sobre los tapetes del auto, en alguna noche ebria muy lejos de nuestra primera mirada. Abrí las dos ventanillas y arranqué. Volví a admirar lo bonito de esa calle arbolada y esas casas de madera salidas de no sé dónde, como de película o serie televisiva. Podría acostumbrarme a vivir aquí, verme viejo con nietos enredados en las piernas, y una pipa grande, humeante, para las noches de fresco en la terraza. Paré en un autoservicio  a comprar un café americano. Eché un vistazo a los encabezados de los periódicos mientras hacía fila detrás de un par de adolescentes vestidas de enfermeras; en todos se veía la jeta del gobernador en primera plana y en uno se leía claramente: 12 mil empleos. Pagué el café y un paquete de chicles sandía-yerbabuena. Al salir de ahí, tomé un teléfono público y marqué el 912 15 23. Nadie contestó. Volví a tomar rumbo poniente y sintonicé al renacuajo que da las noticias. No tardé en saber que tenía horas deshaciéndose en halagos hacia el gobernador y que estaba recibiendo llamadas de “espontánea” adhesión a la algazara oficial. Sonreí. Son unos hijos de puta.

En una bomba de chicle sandía-yerbabuena metí la única confesión que formularía. La goma estaba impregnada ya por la sangre de mi gingivitis y lo que dije terminó por romperla justo en el acento final.  Se escaparon algunas cuantas letras hediondas que yo mismo aspiré sin ascos y luego bajé nuevamente del coche, esta vez para entrar a mi casa. Todo estaba tal cual. Pensé en cómo un acto puede cambiar hasta el ambiente de los lugares que son propios, volviéndolos opresivos y extraños. Revisé la contestadora; ninguno. Entré a mi recámara, me tiré sobre la cama y me quedé mirando fijamente al techo.

Salí de bañarme a las 13 horas en punto.  Reacomodé mis facciones según lo estipulado en el contrato. La nariz y las cejas causaron los mismos problemas de siempre y estuve a punto de dejarlas mal puestas, cansado de su mala hechura. Pero al fin quedé perfecto.  Escogí uno de los trajes negros y una de las corbatas turquesa, zapatos negros y brillantes, de un solo cruce de cintas, y discretas mancuernillas plateadas.  Frente al espejo recité mi nombre, mi fecha de nacimiento, el nombre de mis padres, mis hermanos, mi mujer y mis hijas, dije mi profesión y fingí modestia al hablar de mis logros. Luego recibí una ovación invisible, desde el espejo, y salí de ahí tranquilamente. Afuera, mi forma de andar delataba todo la mentira.

Desde mi celular marqué el 912 15 23. Nadie contestó. Confirmé la hora y decidí probar suerte. En mi camino crucé con varias personas, pero sólo una señora mayor pareció verme con curiosidad. Le hice un leve saludo con la cabeza y ella me respondió con un “Buenas tardes” más bien divertido. Sentí su mirada sorprendida en mis espaldas y luego escuché que decía mi nombre, emocionada.  Entonces algo que puedo llamar satisfacción me hizo respirar profundamente. Alcé la vista y vi al sol hecho añicos entre las hojas de una tupida arboleda. El mundo estaba, nuevamente, a mi favor. Desde ahí vi caer el bolo blancuzco de la caca de una torcaza y me detuve a tiempo, justo para verla caer, explotar entre mis pies. Una mancha blanca, beige y verdinegra; una cosa bella que me auguraba días felices. Dirigí mis pasos a la zona comercial y entré ahí  como embistiendo o como danzando o como ambas cosas, atravesando la banqueta del lado luminoso, escuchando en mi cabeza las notas limpias de un grupo de metales, trompeta, saxo y trombón, tocando algo que me recordaba otros días parecidos, luminiscentes.

Entré a una pequeña tienda de ropa femenina y la empleada me dejó ver lo grande y sucia que era su sonrisa. Calculé 35 años. Pregunté por las minifaldas y los escotes pronunciados. Le pedí que se los probara y me dejó ver lo flaco de sus piernas y las marcas de zancudos en su pecho enteco. Compré dos prendas y le dejé mi tarjeta.

Entré a una pequeña tienda de ropa femenina. La atendía una sonrisa de piernas flacas. Pregunté por las bragas y los ligueros y ella me los modeló hasta que dijo “¡Cógeme, cabrón!”  Al final le di de puntapiés y salí con las prendas puestas.

Entré a una pequeña tienda de ropa femenina. Había dos clientas y una sola empleada, que prefirió ignorarme a favor de las primeras. Se lo agradecí, quería regalarle algo a Denise y necesitaba privacidad.

No entré a ningún lugar, la calle tensaba sus extremos y de todas partes salían ritmos humanos y distintos. Me pareció estar en el lugar correcto, en el instante correcto, formar parte de un organismo tan complicado como fácil de aprehender, yo, glóbulo de sangre y oxígeno, familia de los vertebrados, comprendiendo a media tarde el secreto sencillo y profundo de la vida, del porqué y sus porqués, como una ecuación parvularia que siempre hubiera estado ahí, escrita en el dorso de mi mano y que por alguna razón hasta hoy lo recordaba.
Aligeré la marcha cuando agoté todas las posibilidades de mi dicha y quedé con la mente en blanco.
Recuperé el habla y los sentidos tendido en la cama de Denise. Le decía algo acerca de la ingenuidad de todo un pueblo al borde de la nada, mientras ella cepillaba su cabello húmedo, envuelta en una toalla, sentada en su taburete tapizado, con un cigarro sin encender colgando de sus labios. La televisión sintonizaba un noticiero, y por la ventana, detrás de él, se perfilaban los primeros rayos del sol. Denise se levantó y dijo que se lo tenían merecido por apáticos; buscó, luego, en el cajón superior de su tocador y sacó unas bragas anaranjadas. Dándome la espalda, se quitó la toalla y la pasó por sus piernas y la pelusa castaña de su sexo; se puso las bragas y del mismo cajón sacó un brasier blanco que se puso en un santiamén. Giró buscando algo y encontró mi sonrisa desmañanada. Me la devolvió sin malicia y caminó hacia el otro lado de la cama. Ahí encontró, tirado, su vestido; se inclinó y le di una nalgada imaginaria, porque estaba muy lejos; se puso el vestido y volvió a encontrar mi sonrisa, esta vez más grande, y ella sonrió otra vez, entrecerrando los ojos. Subió a gatas a la cama y al llegar junto mí pasó por encima una de sus piernas, presionando mi costillar con sus muslos fríos. Se agachó, me cercó con sus manos, tocó mi entrecejo con la punta del cigarro y me pidió que le subiera el zipper.  Así lo hice. Luego le quité el cigarro y nos dimos uno de esos besos estáticos, que detienen el tiempo. Salió del cuarto dejando su aroma a champú y un regusto dulzón en mi paladar.
Minutos después la escuché salir de la casa y arrancar su auto. Dormité otro rato mientras escuchaba el pronóstico del tiempo en el televisor y trataba de crear un plan, una agenda o una guía mínima para aquel día. Me sentía dispuesto a todo, incluido el homicidio. Recordé aquella novela de Dumas que leí en mi juventud, donde Catalina de Medici hacía gala de una imaginación deliciosa para asesinar a sus rivales: cartas rociadas con veneno, lámparas que expelían  gases mortíferos al encenderse,  y cosas así, que evadían lo burdo, lo elemental del asesinato.
El gobernador sería mi víctima. Me las arreglaría para dejar en uno de sus bolsillos una carta explicando todo el embuste detrás de aquella transacción millonaria en la que se sacrificaba una vez más el futuro de mucha gente a favor de unos poquísimos bastardos. La firmaría Sansón Sánchez, héroe popular. 
Preparé unos huevos con jamón. Mientras se cocían me comí un plátano. A las 13 horas en punto meneaba una taza de café. Entré al estudio, abrí mi cuaderno y revisé las cosas que había escrito la noche anterior. No recordaba varias partes y el párrafo final me resultó completamente  ajeno. ¿Cuándo había escrito aquello?  Estaba muy bien. Incluso, la caligrafía se volvía ahí más segura y elegante. Usaba palabras como desflore, palimpsesto, amateur y purpurado. Sonaba muy bien en voz alta, respiraba y retumbaba  como el último movimiento de una sinfonía. En el punto final no había más que asombro, se abría un vacío de luz intensa y el gozo y la inquietud mezclaban sus salivas en el paladar. Luego el dolor.
Un retortijón me dobló como un gancho al hígado y gemí, buscando apoyo contra la pared. Me asusté como siempre, porque, como siempre, esta vez era más fuerte, más sádico que el anterior. Pensé en mi madre y aquella advertencia suya cada vez que me veía sufrir. Boqueé, sacudido, y caí al piso, temblando. Todo se volvió amarillo, como siempre, distintos tonos de amarillo, y comenzó el derretimiento.
Cuando el aguijón me ataca, todas las cosas se derriten como cera bajo flama, con gruesos goterones de materia y un burbujeo crepitante, prueba de su combustión. Mis fosas se atascaron con el hedor a huevo revuelto que salía de mi boca, de mis poros. Pronto entré a ese espacio sordo y presurizado,  anuncio del último ataque antes de quedar libre de todo mal. Así, contemplé el escurrir alucinado de los objetos, mientras vomitaba sin esfuerzo ni sensación de asco.
Escaldado de la lengua, mordiéndola, trapeé mis jugos gástricos y apachurré los trocitos de carne blanca que aún se movían.  Procuré aromar el aire con un incienso de coco. Luego me lavé los dientes y salí a caminar por el vecindario.
El amarillo aún teñía algunas cosas, o mejor dicho, teñía la justa mitad de mi campo de visón, la parte baja, como un charco residual de orina o una mancha de humedad entre dos hojas transparentes. El hedor era ya el golpe fragante a copal que exhalo siempre que paso por uno de esos trances. Comencé a trotar. Sabía de la inevitable llegada de un júbilo exacerbado, como siguiente síntoma del malestar. Había un recodo entre dos casas escondidas al fondo de uno de los caminos cercanos que iban a dar al disecado lecho de un río, margen del vecindario idílico, sembrado de árboles altísimos y matorrales de hojas carnosas, al que Denise me había llevado alguna noche para fumarnos un porro y caminar entre la espesura. Ahí quería llegar antes de que el acceso de gritos y aullidos me hiciera su presa.  Entré a la vereda un minuto antes de la explosión. Todavía pude asombrarme de lo distinto que era el sitio a aquellas horas del mediodía, despojado de su latir nocturno, como si se tratase de dos planetas distintos. Me abalancé contra el tronco de un fresno y lo abracé con todas mis fuerzas. Grité y seguí gritando y grité y seguí gritando.
Tardé un ratito en saber que iba sentado en el auto de Denise, con Denise manejado y diciéndome Otra de tus pesadillas, como si dijera Son las cuatro y media de la tarde y mira el tráfico que hay, nunca vamos a llegar a tiempo, o nunca llegaremos a ningún lugar, o, simplemente, no nos movemos y el calor es insoportable. Y decir también:
Asientos de mierda, pantaletas, cigarros, hermosura, piel,
elasticidad, juventud, llaves, casa, zapatos, sopa de arroz,
agüita de limón, primeros auxilios, madre, loca, hermana,
chingada, nunca más, óyelo, nunca más, insoportable,
vestido, dinero, está loca si cree que me voy a quedar con
los brazos cruzados, si cree, silencio, si se piensa, nada,
si por algún motivo

No sé si me guste tanto olvido entre nosotros. Ella parece quererme y, por lo que me entero, yo la quiero a ella de manera muy especial. Soy, dice la vocecita, algo muy importante en su vida. Parece provocarme sólo cosas buenas o cosas calientes o ambas y yo siento que todo está bien cuando ella es Denise conduciendo el auto y la escucho decir cosas que a nadie importan, con la pasión distendida de las confesiones terminales o los grandes discursos, porque Denise es, ante todo, palabras, voz que no cesa de formular y nombrar y conjurar estupideces, incontinente, como forma primera de marcar su espacio vital en el mundo, como si las palabras se le hicieran hojas girando en torno a su voz que es un alambre de púas, a veces, un listón de seda, a veces, un cordel de estambre, a veces más, y uno tuviera que retirarse, hacerse a un lado, previniendo el embate del tornado protector que aleja y esconde a Denise y eso mismo, dice la vocecita, me atrae, me la presenta loca y divertida como si dijera guapa y millonaria, porque la veo y me gusta lo que veo en su cara y sus gestos y su cuerpo y sus maneras, pero también sé (o presiento) que me puede gustar menos que muchas otras que me han gustado tanto, aunque Denise y su cabellera de esponja marina se ve tan bien a contraluz esta tarde a la que reclama no sé cuántas cosas acerca de la vida, su vida pequeñita para la que soy tan importante, como si la tarde –que degrada al negro en tantos grises–   lastimara a alguien con su belleza o inundara el mundo con frases tan trilladas.
La imposibilidad de nuestra historia reside en la mutua negativa a caminar las bien pavimentadas calles del cliché:
Recibí muchas llamadas ese día, pero no respondí a ninguna. No supe que él había sido uno de tantos. Teníamos mucho tiempo sin vernos y, la verdad, yo ya no quería verlo otra vez. De sólo recordar el último invierno juntos se me congelaba el pecho. Nunca he vivido nada peor. Todo cambió para mí desde entonces. Aquella casa me representaba  el arquetipo de la zozobra, y él era esa casa, sus ojos eran esas ventanas por las que nunca entraba el sol y su aspecto era el de aquel  oscuro pasillo ineludible, de una habitación desolada a otra igual, en el que tantas veces sentí miedo y me eché a llorar. Hasta el mismo olor a axila y tierra húmeda, perenne.
Después de aquello nos volvimos a ver muchas veces, manteníamos los mismos amigos (o como se le pueda llamar a toda esa gente) y yo tardé casi dos en abandonar el rumbo. Fue curioso, porque recién nos separamos y ambos nos veíamos con gusto, como si todo el daño desapareciera de repente, por el simple hecho de no vernos la cara todo el día todos los días, y sólo cosas buenas  quedaran entre nosotros.
Ahora que lo digo he sentido un nudo en la garganta. Espera.
Al pasar el tiempo, fui resintiendo lo profundo de las heridas que dejó. Me despertaba por las noches sintiendo su presencia y, muchas veces, sus frases llenas de odio irrumpían en mi cabeza, a media charla con alguien más o estando a solas en mi departamento, con nitidez electrizante. Entré en una depresión mortal y creí volverme loca. Etcétera.
Ahora decido el color de los ojos de Denise que se prueba un lente de color distinto en cada uno, verde y violeta, azul y miel, y Así no puedo, le digo, amarillo y blanco, terrorífico, y la muchacha que nos atiende se ríe, y dice que Los verdes siempre se ven muy bien, y no sé por qué encuentro una clase de vulgaridad risible que me aleja de la situación y me da cuenta de  Denise en shorts y ojos bicolores, y una morenita de sonrisa fantástica, yo entre las dos, sonriendo también, tarde luminosa, en un sitio donde todos los que pasean son extras de películas entrañables y Denise dice que me veo más guapo si se pone los azules y que me veo más viejo si se pone los castaños y que parezco nórdico si se pone los violáceos y que le gustaría que me llamara Olaf y fuera dueño de varios perros flacos, perros altos, de pelo largo, ¿cómo se llaman?, perros lindos de gente adinerada que parecen muñequitas, que fuera dueño de tres y saliera a pasearlos por un bosquecito todos los días, con mi aspecto pensativo que tanto le atraería desde una banca del prado al que ella iba a leer, y claro que ya me habría dado cuenta, inducido en más de una forma a solicitar acceso, pero me escondía tras mis perros y fingía que no veía a quien me veía con ojos que hacían ver los míos de un transparente esmeralda, hasta que un día, por cualquier cosa, nos encontramos en una tienda de esas  y ella diría algo así como Te ves más alto sin tus perritos o algo así como ¿Dónde dejaste a las niñas? o algo así y yo mostraría sorpresa ante la bella irrupción y diría algo así como ¿Disculpa?  o ¿Es a mí? o ¿Ah? y tú dirías tu nombre y yo diría Olaf.
Pensé en mi escritura, en lo mucho que aún tenía que aprender. Uno toma cosas de la vida e intenta hacerlas parecer extrañas por medio de las letras, intenta profundizar en donde no hay nada y divertirse con lo más manido de la historia. Aproveché que Denise se entretenía viendo todo nuevo con sus ojos violetas y marqué el 912 15 23 desde un teléfono público junto a los baños del centro comercial.
-          ¿Bueno?
Colgué, asustado. Esa voz no era en absoluto la que supuestamente debería de contestar. Esa voz tenía otro sexo y parecía llegar desde un sitio tan grande como vacío. Era la voz de alguien que no sabía nada de lo que yo sabía de esa otra voz que no me contestó y que ahora dudaba en recordar bien, como si todo el tiempo hubiera marcado un número que sólo me había gustado por cómo sonaba al nombrar  la secuencia numérica nuevedoce quince veintitrés sin que supiera a dónde o a quién podría pertenecer y como si la voz que suponía debía de contestarme se hubiera introducido en mi cabeza por obra de alguna enfermedad mental en proceso o por la ilusión de escuchar nuevamente a alguien que hace mucho no escuchaba, un viejo amor, un lejano hermano, una referencia de mi existencia antes de todo esto.
(Una bala en la frente mientras da uno de sus discursos –una de esas tonterías retóricas que luego aplauden como tarados todos los tarados que siempre llenan esas congregaciones. Aunque lo que me gustaría más sería matarlo con saña, verlo de cerca, a los ojos, y hacerle saber el listado pormenorizado de razones por las que el castigo no cesaría hasta el último espasmo;  ver al hombre poderoso hecho una piltrafa ululante, un amasijo de quejas y lloros)
¿Cómo podría saber quién era yo en realidad?
Mi celular timbró con el sonsonete del canon de Pachelbel. 912 15 23 llamando. Denise hablando en sueco con una pareja de adolescentes vestidos completamente de negro. La tarde sin orillas, desparramando luz como agua tibia. Contesté:
-          ¿Bueno?
-          Tienes que hacerlo hoy por la noche – dijo la voz.
-          Sí – contesté y noté el cambio en mi piel y en mi estatura.


 

jueves, agosto 16, 2012

El Cuento de los Zapatos Rojos*


*Publicado en la revista Tierra Baldía, agosto 2012 en las Librerías Educal.










Nunca recordaba sus sueños. Y menos si, como hoy, despertaba crudo. Aunque su resaca de esta vez era soportable. Eso pasa cuando se bebe fino y se come bien, como ayer.

Ayer pidieron la mano de su hermana.

Martín regresa del onírico por etapas. Sus sentidos van reconociendo el espacio donde
se encuentra. Primero el oído (la radio encendida en la misma estación que utilizó para arrullarse); luego el olfato (un vaho de gases humanos y sábanas tibias); después el tacto (el peso de su cuerpo contenido en la forma del colchón); enseguida el gusto (el frescor de su saliva ácida escurriendo); y cuando le toca su turno al sentido de la vista, Martín decide despertar sin abrir los ojos, quedarse así, con forma de jeroglífico, feto barbón, angelito de la guarda, mi dulce compañía.

Hoy es sábado y no irá al trabajo. Por un momento le preocupa la cara que pondrá su patrón cuando se dé cuenta, la espuma que escupirá.

Que se vaya al carajo.

Menú de anoche:
Camarones en salsa de mandarina.
Crema de brócoli y chile poblano.
Filete de cazón con acelgas, flor de calabaza y cebollín.
Hoja de espinaca rellena con requesón.
Papas horneadas a la mantequilla con cilantro picado.
Carlota de manzana y nuez en espejo de fresa.

Carta de vinos ingeridos por él:
Habana Club (cuatro cubas)
Vino rosado portugués (una botella)
Vino tinto español (cuatro copas)
Vino blanco alemán (una)
Cognac Hennesy (tres)


Martín se incorpora sin premura, entra al baño y orina un líquido aromático cuyo color bien pudiera representar al otoño. Recuerda que en algún lado leyó que muchos pintores renacentistas usaban su propio orín para mezclar colores. Y luego recuerda que ciertas drogas potencializan su acción cuando son ingeridas nuevamente junto con la pis.

Cuando se dispone a caer nuevamente sobre la cama, Martín nota algo extraño junto a ella. Se acerca y descubre un par de zapatos de tacón rojos.

Unos zapatos rojos de tacón.
Unos tacones rojos.
Rojos.

Un par de zapatos rojos de tacón muy bien dispuestos, como esperando, como adivinando al pequeño par de pies que los usará, los hará moverse, los hará sonar.

¿Qué mierda?

La conmoción martiniana sólo es entendible al conocer un poco de su vida: es soltero y vive solo en un departamentucho de pocos metros cuadrados, al cual no ha llevado a una mujer en los últimos, digamos, siete años.

Digamos ocho.

Con eso es suficiente para decir que sus neuronas hicieron extrañas sipnasis al tratar de dar sentido a la existencia, a la consistencia, a la impertinencia de aquel parecito colorado, uno junto al otro, como si hubieran sido dejados ahí por... ¿Quién demonios dejó esto aquí?

Nunca recordaba sus sueños, y por un rato (largo) creyó estar dentro de uno, despertar dentro del sueño. Aunque el oído, el tacto, el gusto, el olfato y, sobre todo, la vista, le informaban que esto era la vigilia, que los zapatos estaban ahí, y que al estar ahí rompían con todo lo que un buen susto puede romper.

Porque Martín estaba así: asustado.

Ni siquiera se atrevió a tocarlos. Salió de su recámara como si eso fuese una respuesta. En el departamento todo permanecía como siempre. Todo menos su corazón latiendo como destartalado. Abrió la puerta que daba a la calle y el mediodía era tan ignorante como él.

Recapituló:

Anoche fui a casa de mis padres, a la pedida de mi hermana.
Ahí estaban mis abuelos.
El suegro de mi hermana se puso nervioso a la hora de las famosas palabras.
Yo también dije algo, pero no recuerdo qué.
Mi mamá preparó un cena estupenda.
Soporté a Gloria Estefan sin decir nada.
Me puse medio ebrio.
Después propuse ir por unos mariachis y llevar serenata.
No me hicieron caso.
Me retiré a las cuatro de la madrugada, llegué aquí, fumé un último cigarro y me dormí.

Esos zapatos...

Al dirigirse nuevamente a su recámara, Martín estaba seguro de que no encontraría aquel calzado femenino; de que se trataba de un efecto desconocido, provocado por la ingesta de vinos caros a los que tan desacostumbrado estaba. Entró confiado en que así sería, pero ahí estaban, acomodados debajo de la cama, sutilmente dispuestos, pequeños, absurdos, terribles, brillantes, rojos.

Martín se sentó en la cama.


II

- ¿Bueno?
- ¿Mamá?
- ¡Martín!, ¿vienes hoy a comer?
- Mamá, pásame a Donata.
- ¿Donata? Déjame ver, creo que salió con Mauro.
- ¿Está Mauro ahí?
- Estaban los dos en la sala, pero...
- Si está Mauro pásamelo a él.
- ¿Estás bien?, te escucho medio raro.
- No es nada, la cruda.
- Tu papá trajo menudo, vente a comer.
- Gracias mamá, ¿me pasas a Mauro?
- A ver, espérame.

- ¿Bueno?
- Mauro, cabrón, ¿tienes algo que ver con el par de zapatos que hay en mi recámara?
- ¿Qué?
- ¡Los tacones rojos que están en mi recámara!, no te hagas pendejo.
- Ah cabrón, ¿qué traes?
- Si es una broma...
- ¿De qué carajos estás hablando?
- ¡Los zapatos de tacón!
- Martín, ¿qué pedo? ¿Cuáles zapatos de tacón?
- Alguien se metió a mi casa anoche, Mauro. Y dejó unos zapatos de tacón.
- ¿Cómo? ¿Te robaron y dejaron unos zapatos?
- No me robaron nada, nomás dejaron los zapatos.
- ¿No serán de alguna vieja?
- Eso es obvio, imbécil. ¿Pero de quién?
- ¿Ya revisaste si no hay una mujer en tu cama?
- No seas güey, es en serio, alguien entró.
- Pues no tengo ni idea, ca.
- Sí pediste anoche a mi hermana, ¿verdad?
- ¡Jó! Martín, ¿todavía andas pedo? ¿Qué no te acuerdas que estuviste dando lata con lo del mariachi? Querías llevar serenata sin un centavo, para variar.
- Me acuerdo perfectamente de eso.
- Pues sí, anoche pedí a tu hermana.
- Me lleva la chingada.


III

Martín toma uno y lo palpa, lo examina, le da la vuelta, lo huele. El cintillo deja adivinar que casi no ha sido utilizado. Es un objeto delicado, sensual, fino. Y es tan raro tenerlo así, entre las manos, notar que carece de peso, como una flor de tallo y pétalos rojos, fresca y marchita al mismo tiempo.

Martín toma una caja de cartón llena de periódicos y revistas. La vacía y mete los zapatos en ella. Son tan pequeños y delgados que la caja parece demasiado amplia. La cierra entrecruzando las tapas y se queda absorto, viéndola.

Sale a la calle con una caja de cartón. Entra a su carro y la deposita junto a él. Después del tercer intento, el auto arranca.

¿A dónde va?

A la estación de policía para denunciar el traspaso de propiedad privada, llevando como prueba contundente aquellos zapatitos.

Martín frena de golpe. ¿Qué estupidez es esa? Alguien entró a su recámara, dejó aquel par y, simplemente, se fue. Le estaban queriendo decir algo y los zapatos eran la clave, el santo y seña.

¿Quién? ¿Por qué? ¿Para qué?

Trata de recordar. El lugar en que encontró los tacones hacía imposible que no los hubiera visto cuando regresó de la fiesta. Había encendido la luz y se desvistió sentado sobre la cama, del mismo lado en que los halló después. Tenía que haberlos visto.

Pero no estaban ahí.

Nuevamente sintió un escalofrío. Ese par de objetos simples le introducían en una especie de tiempo-espacio paralelo al de su cotidianidad; le rasgaban por completo sus conceptos de realidad causal y evidencia lógica, dejándolo suspenso del tembloroso hilo que separa al milagro del absurdo.

Quien, esta vez, vino a sacarlo del limbo, fue el conductor que daba de claxonazos desesperados detras de él. Martín avanzó sin saber a dónde. El otro lo rebasó y con dicción excelente le mentó la madre.

La caja lo estaba volviendo loco. Se estacionó para poder abrirla, sacar su contenido y estar completamente seguro de su existencia. Cuando esto hacía, vio que una fotografía había quedado suelta dentro de la caja. La sacó junto con los zapatos y ahí estaba.


IV

- ¡Raquel!
- ¡Martín!
- ¡Déjame pasar!
- ¿Qué?
- O sal tú, quiero que me hagas un favor.
- ¿Qué pasa?
- ¡Necesito que te pruebes unos zapatos!

El personal y los clientes del banco miran con recelo al tipo con playera roja, shorts anaranjados, calcetines negros, tenis blancos y una caja de cartón bajo el brazo, que irrumpe de esa manera, despeinado.

La cajera a la que se ha dirigido el individuo parece ser la más desconcertada y no adivina bien qué hacer. El otro parece estar drogado, tiene cara de fanático y está poseído por una excitación nerviosa.

- Martín, por favor, vete.
- ¡No! No te voy a quitar más de un minuto. Necesito, necesito, necesito que te los pruebes.
- Señorita, ¿necesita ayuda?
- No oficial, mi amigo ya se va.
- Señor, está usted interrumpiendo la fila.
- Sí; es sólo un momento lo que necesito, Raquel.
- Señor, haga favor de retirarse. La fila...
- ¡La fila y su puta madre son lo mismo!
- ¡Martín!
- ¡Te juro que no vuelvo a buscarte jamás si me dejas probártelos! ¡Hace tanto que no te veo y sólo quiero saber si...
- ¡No! ¡Suéltenlo!
- ¡Raquel!
- ¡Agárrale los pies!
- ¡Déjenlo!
- ¡Estate quieto cabrón!
- ¡Raquel!

Los dos guardias de seguridad inmovilizaron a Martín y a empujones lo sacaron del banco. Raquel salió tras ellos, tomó la caja que había caído al suelo y se apresuró para alcanzarlos. Afuera todavía forcejeaban para retenerlo. Ella los convenció de que lo dejaran, de que no había problema, de que él ya se iría. Los guardias soltaron a Martín y aconsejaron tener cuidado a la cajera. Ella y él quedaron frente a frente después de muchos años.

- ¿Por qué me haces esto?
- Raquel, escúchame
- ¡Me van a correr por tu culpa!
- Raquel, alguien dejó esos zapatos en mi casa, se metieron sin que yo me diera cuenta.
- ¿Vienes hasta acá nada más para decirme que alguien olvidó unos zapatos en tu casa?
- Escucha, no los olvidaron... ellos... aparecieron.
- Martín, por favor, no quiero volver a verte.
- No digas eso, Raquel.
- Tú no entiendes.
- Pruébatelos, por favor.
- ¡No entiendes nada!
- Raquel, no estaría aquí si no fuera algo tan extraño. Esos zapatos...
- ¡¿Cuáles zapatos?!
- ¡Estos!

Martín le quita la caja a Raquel, la abre, toma los zapatos y se los muestra, como una ofrenda.

La cajera y el colorido intruso son vigilados desde el interior del banco por todos los que pueden hacerlo. Él está diciéndole algo, se inclina hasta quedar con una rodilla en el suelo. Ella permanece rígida, el pelo ondulado por el viento. Los mirones piensan en una declaración de amor.

Después ven que la cajera se sienta en el borde de una jardinera y que el tipo le toma un pie.

- Debo de estar loca para hacer esto. Me estás diciendo que estos zapatos aparecieron de la nada y que si me quedan tendrás una respuesta. Pero nunca he visto estos zapatos en mi vida y no creo ni una palabra de lo que dices. ¿Qué esperas? ¿Que me vaya contigo, que deje a mis hijos, a mi marido, nomás porque encontraste unos tacones de mi número junto a tu cama?
- No, Raquel, no espero nada de eso. No sé ni lo que quiero. Simplemente necesito saber.
- Dámelos.

La cajera toma los zapatos rojos que el otro le ofrece, cruza las piernas, se quita uno de los suyos.

- Son pequeños.
- Sí.
- Están bonitos.
- Póntelos.

Todos ven cuando se calza el primero.

- No me queda.
- ¿No?
- No, son como un número más chico de los que uso.

Ven como ella niega con la cabeza. Ven al otro agachar la suya.

- ¿Dices que no estaban ahí cuando te acostaste?
- No estaban, estoy seguro.
- Qué raro.

- ¿No serán de alguna chica que...
- No Raquel, no son de nadie.

Ven al tipo meter de nuevo los zapatos a la caja. Ven a la cajera ponerse de pie. Se dicen algo. El sol les pega de frente. Ella es guapa. Muchos clientes hacen fila cada semana sólo para verla contar los billetes de sus sueldos, sus pagos, sus deudas. ¿Cómo dijo el tipo que se llamaba? ¿Raquel?

Se despiden. Se dan la mano. Un beso en la mejilla. No sueltan sus manos. Ella lo abraza rápidamente. Él da media vuelta, se va. Ven a Raquel viendo a Martín perderse en la calle.


V

- ¿Bueno
- ¿Mamá?
- ¡Martín!, ¿qué cosa es esa que dijo Mauro de que se habían metido a tu casa unos ladrones con tacones rojos?
- No, mamá, no pasó nada. Mauro entendió mal, no tiene importancia. Es una tontería.
- ¡No me gusta el lugar en donde vives!
- Mamá, ¿te acuerdas de que cuando era niño era sonámbulo?
- Sí.
- ¿Y de que me preguntabas cosas cuando andaba así y yo te respondía de lo más normal?
- Sí. Bueno, así como que “de lo más normal”, pues no. Me respondías pero lo que decías no tenía sentido. Por eso me daba cuenta de que andabas sonámbulo.
- ¿Te acuerdas de alguna de esas respuestas?
- Mmm, déjame pensar. ¿Por qué te acordaste de eso? ¡Uy, hace añales! ¿Volviste a caminar dormido? ¡Puede ser peligroso!
- No, mamá. ¿Te acuerdas o no?
- Bueno... una vez te ibas a meter a bañar... eran como las tres de la mañana, escuché la regadera y fui a ver qué pasaba. Estabas a punto de meterte y yo te pregunté que qué hacías -porque estabas completamente vestido- y me dijiste que tenías pegadas la manos.
- ¿Que tenía pegadas las manos?
- Sí
- ¿Cómo?
- No, pues no sé. Estabas soñando.
- Pero también me ponía ropa de la demás gente, ¿no?
- ¡Es cierto! ¡Ya no me acordaba de eso!
- ¿Qué me ponía?
- ¡Una vez amaneciste con unos calzones de tu papá arriba de los pantalones!
- Sí, de esa sí me acuerdo.
- Y luego él te encontró en la cocina con unos aretes míos de brochecito y tú estabas sacando toda la comida del refrigerador y le dijiste que ibas a preparar la comida, “Para que ya no estuviera dando lata”! ¡Qué bárbaro, cómo me reí! Tu papá estaba furioso... ¡Y el gorro!
- ¿Cuál gorro?
- Eso estuvo extrañísimo, porque amaneciste con un gorro de estambre que no era de nadie.
- ¿Cómo que no era de nadie?
- De nadie, ni de tu papá, ni de Donata, ni mío.
- ¿Cuántos años tenía yo?
- Unos seis o siete, más o menos.
- ¡No me acuerdo!
- Es que además esa noche tuviste mucha calentura, estabas muy enfermo.
- Platícame del gorro.
- Rarísimo, porque esa noche yo me quedé en tu recámara para cuidarte y cuando, en la mañana, me desperté y te vi con el gorro, lo primero que pensé era que tu papá te lo había puesto.
- ¿Yo estaba dormido?
- Sí, bien dormido. Y le pregunté a tu papá y dijo que él no había sido, que no sabía de quién era esa cosa. Ya cuando te despertaste te pregunté y también dijiste que no sabías. Ay, ¡mira!, hasta me vuelvo a poner chinita nomás de acordarme. Nunca supimos ni de quién era, ni cómo fue que lo trajeras puesto.
- ¿Cómo era el gorro?
- Rojo, de estambre.

- ¿Martín?
- ¿Qué pasó con ese gorro? ¿Dónde está?
- Pues eso está peor, porque estoy segura de haberlo guardado en un cajón de mi clóset. Pensé en que tal vez era de uno de tus compañeros de la escuela y que cuando te pregunté te había dado pena decírmelo. Lo guardé y cuando quise sacarlo ya no estaba. ¡No estaba en ninguna parte!

- Martinete, tú sacaste el gorro, ¿verdad?
- No, ni siquiera lo recuerdo.
- ¿Se lo quitaste a un amigo?
- No, mamá, te digo que no sé nada.
- Pues es una de las cosas más raras que me han pasado. ¿Te dije que tu papá trajo menudo? Vente a comer, quedaron cervezas de anoche.


VI

Colgó la bocina del público y se quedó así, parado, quieto. Su cabeza era un aluvión de conjeturas como capas superpuestas cayendo una tras otra.

¿Y si esto es un sueño?

Un sueño de alguien más.

De alguien completamente idiota.

¿Y si todos somos sus personajes?

Sus accidentes.

¿Y si nada es real?

No, Martín, esto es real. Esto tiene peso, forma, contenido, sustancia: tócalo. Tócate. Huele tus dedos. Huele. Mira los carros, la gente, el piso. Mira el árbol, el perro. Siéntete respirar. Respira. Siéntete. Camina. Un pie después del otro, anda. Esto es real. Hace calor. Se siente. Escucha todo. El silencio no existe. Piénsalo: no existe. Piensa. Estás, eres, existes. Tú sí existes. Eres ruido de pasos, de sangre corriendo, de voz. Habla. Dite a ti mismo: existo. Nadie te sueña. Tú sueñas y nunca lo recuerdas. Tócate un brazo, la nariz, ráscate la cabeza. Hace calor. Esto es real. Estás vivo. Vive. Dilo otra vez: estoy vivo. Mira la plaza, los tordos, la basura. La basura existe al igual que tú. Y está viva. Piensa: despertaste, escuchaste la radio, orinaste un líquido anaranjado. Recuerda: Raquel es real. Raquel. Hace calor y estás solo. Un pie tras otro. Orografía. Geometría. Caligrafía. Diseño industrial. Tócate el pecho. Piensa en tu corazón: tu corazón existe aunque no lo veas. Y es rojo.

Camina, anda. Siente el nimio peso de la caja bajo tu brazo.




Hace calor.











Me retiré a las cuatro de la madrugada,
llegué a mi casa,
fumé un último cigarro




















Martín choca contra el suelo.


VII

- ¡Ya está despertando!
- ¿Está usted bien, amigo?
- ¿Qué pasó?
- Se desmayó.
- ¡Me dio un susto!
- Espere, no se pare tan rápido. Todavía está usted muy pálido, a lo mejor se le bajó la presión. Quédese sentado.
- ¿Cuánto tiempo estuve inconsciente?
- Unos minutos apenas. Se dio un buen costalazo.
- ¡Me dio un susto!
- Sí señora, a todos nos dio. Mejor tráigale un poco de agua al joven, se ve que la necesita.
- Estoy bien, gracias.
- ¡Ahorita mismo se la traigo!
- ¡Mujeres, de todo hacen escándalo! Lo que a usted le hace falta es una cerveza y un buen caldo de camarón. Se nota a leguas que anda más crudo que cochino vivo. Se le pasaron las copas anoche, ¿eh?
- Un poco.
- Lo sabía.
- Oiga, ¿y mi caja?
- Ah, caray, ¿cuál caja?
- Una caja de cartón que traía.
- No, pues...
- ¡Dónde está la caja!
- Cálmese, yo llegué un poquito después. A lo mejor la señora sabe dónde quedó su caja esa, ahorita le preguntamos.
- ¡Necesito encontrar esa caja! Ayúdeme a buscarla.
- Hombre... ahí viene ya la señora.
- Aquí está el agua, ¿se siente mejor?
- Señora, aquí el joven pregunta por una caja.
- ¿Una de cartón?
- ¡Esa misma! ¿Dónde está?
- Pues como me asusté tanto al verlo azotar así, ya no le pude decir nada a la muchacha.
- ¿Cuál muchacha?
- Una que salió de no sé dónde. En el mismito instante en que usted se cayó, apareció. Yo creo que lo venía siguiendo, porque nomás se desmayó usted y ella agarró la caja.
- ¿Para dónde se fue? ¿Cómo era?
- Agarró derechito hacia allá. Traía un vestido rojo. De pelo castaño y muy blanca. La verdad muy bonita. Hasta se me hizo raro que anduviera descalza.
- ¿Descalza?
- Sí, yo creo que no ha de andar muy lejos.

Matamoscas*

Ilustración: Zertuche Slecht Leven, Aguascalientes, Ags. México. 2012. Iba a sentarme a escribir pero me puse a matar moscas. No ...