Ilustración: Carol Gómez Pelegrín. Barcelona. España, 2012. |
Apagué la ficción con un chorro de humo frío y me puse los pantalones antes de que Denise trepara al último sueño. El sol pintaba de blanco las paredes verdes y en mi estómago el hambre marcaba las 10. Llené de leche y pizza fría. Salí a la calle silbando una melodía inventada por mí hacía ya muchos años, cuando era adolescente y estudiaba música. Subí al auto de Denise y esa mixtura olor a vómito y caramelo volvió a cerrar mi glotis por un instante. Pensé en eso, en Denise vomitando un caramelo rubí sobre los tapetes del auto, en alguna noche ebria muy lejos de nuestra primera mirada. Abrí las dos ventanillas y arranqué. Volví a admirar lo bonito de esa calle arbolada y esas casas de madera salidas de no sé dónde, como de película o serie televisiva. Podría acostumbrarme a vivir aquí, verme viejo con nietos enredados en las piernas, y una pipa grande, humeante, para las noches de fresco en la terraza. Paré en un autoservicio a comprar un café americano. Eché un vistazo a los encabezados de los periódicos mientras hacía fila detrás de un par de adolescentes vestidas de enfermeras; en todos se veía la jeta del gobernador en primera plana y en uno se leía claramente: 12 mil empleos. Pagué el café y un paquete de chicles sandía-yerbabuena. Al salir de ahí, tomé un teléfono público y marqué el 912 15 23. Nadie contestó. Volví a tomar rumbo poniente y sintonicé al renacuajo que da las noticias. No tardé en saber que tenía horas deshaciéndose en halagos hacia el gobernador y que estaba recibiendo llamadas de “espontánea” adhesión a la algazara oficial. Sonreí. Son unos hijos de puta.
En
una bomba de chicle sandía-yerbabuena metí la única confesión que
formularía. La goma estaba impregnada ya por la sangre de mi gingivitis y
lo que dije terminó por romperla justo en el acento final. Se
escaparon algunas cuantas letras hediondas que yo mismo aspiré sin
ascos y luego bajé nuevamente del coche, esta vez para entrar a mi casa.
Todo estaba tal cual. Pensé en cómo un acto puede cambiar hasta el
ambiente de los lugares que son propios, volviéndolos opresivos y
extraños. Revisé la contestadora; ninguno. Entré a mi recámara, me tiré
sobre la cama y me quedé mirando fijamente al techo.
Salí de bañarme a las 13 horas en punto. Reacomodé
mis facciones según lo estipulado en el contrato. La nariz y las cejas
causaron los mismos problemas de siempre y estuve a punto de dejarlas
mal puestas, cansado de su mala hechura. Pero al fin quedé perfecto. Escogí
uno de los trajes negros y una de las corbatas turquesa, zapatos negros
y brillantes, de un solo cruce de cintas, y discretas mancuernillas
plateadas. Frente al espejo recité mi nombre, mi fecha de
nacimiento, el nombre de mis padres, mis hermanos, mi mujer y mis hijas,
dije mi profesión y fingí modestia al hablar de mis logros. Luego
recibí una ovación invisible, desde el espejo, y salí de ahí
tranquilamente. Afuera, mi forma de andar delataba todo la mentira.
Desde
mi celular marqué el 912 15 23. Nadie contestó. Confirmé la hora y
decidí probar suerte. En mi camino crucé con varias personas, pero sólo
una señora mayor pareció verme con curiosidad. Le hice un leve saludo
con la cabeza y ella me respondió con un “Buenas tardes” más bien
divertido. Sentí su mirada sorprendida en mis espaldas y luego escuché
que decía mi nombre, emocionada. Entonces algo que puedo
llamar satisfacción me hizo respirar profundamente. Alcé la vista y vi
al sol hecho añicos entre las hojas de una tupida arboleda. El mundo
estaba, nuevamente, a mi favor. Desde ahí vi caer el bolo blancuzco de
la caca de una torcaza y me detuve a tiempo, justo para verla caer,
explotar entre mis pies. Una mancha blanca, beige y verdinegra; una cosa
bella que me auguraba días felices. Dirigí mis pasos a la zona
comercial y entré ahí como embistiendo o como danzando o
como ambas cosas, atravesando la banqueta del lado luminoso, escuchando
en mi cabeza las notas limpias de un grupo de metales, trompeta, saxo y
trombón, tocando algo que me recordaba otros días parecidos,
luminiscentes.
Entré
a una pequeña tienda de ropa femenina y la empleada me dejó ver lo
grande y sucia que era su sonrisa. Calculé 35 años. Pregunté por las
minifaldas y los escotes pronunciados. Le pedí que se los probara y me
dejó ver lo flaco de sus piernas y las marcas de zancudos en su pecho
enteco. Compré dos prendas y le dejé mi tarjeta.
Entré
a una pequeña tienda de ropa femenina. La atendía una sonrisa de
piernas flacas. Pregunté por las bragas y los ligueros y ella me los
modeló hasta que dijo “¡Cógeme, cabrón!” Al final le di de puntapiés y salí con las prendas puestas.
Entré
a una pequeña tienda de ropa femenina. Había dos clientas y una sola
empleada, que prefirió ignorarme a favor de las primeras. Se lo
agradecí, quería regalarle algo a Denise y necesitaba privacidad.
No
entré a ningún lugar, la calle tensaba sus extremos y de todas partes
salían ritmos humanos y distintos. Me pareció estar en el lugar
correcto, en el instante correcto, formar parte de un organismo tan
complicado como fácil de aprehender, yo, glóbulo de sangre y oxígeno,
familia de los vertebrados, comprendiendo a media tarde el secreto
sencillo y profundo de la vida, del porqué y sus porqués, como una
ecuación parvularia que siempre hubiera estado ahí, escrita en el dorso
de mi mano y que por alguna razón hasta hoy lo recordaba.
Aligeré la marcha cuando agoté todas las posibilidades de mi dicha y quedé con la mente en blanco.
Recuperé
el habla y los sentidos tendido en la cama de Denise. Le decía algo
acerca de la ingenuidad de todo un pueblo al borde de la nada, mientras
ella cepillaba su cabello húmedo, envuelta en una toalla, sentada en su
taburete tapizado, con un cigarro sin encender colgando de sus labios.
La televisión sintonizaba un noticiero, y por la ventana, detrás de él,
se perfilaban los primeros rayos del sol. Denise se levantó y dijo que
se lo tenían merecido por apáticos; buscó, luego, en el cajón superior
de su tocador y sacó unas bragas anaranjadas. Dándome la espalda, se
quitó la toalla y la pasó por sus piernas y la pelusa castaña de su
sexo; se puso las bragas y del mismo cajón sacó un brasier blanco que se
puso en un santiamén. Giró buscando algo y encontró mi sonrisa
desmañanada. Me la devolvió sin malicia y caminó hacia el otro lado de
la cama. Ahí encontró, tirado, su vestido; se inclinó y le di una
nalgada imaginaria, porque estaba muy lejos; se puso el vestido y volvió
a encontrar mi sonrisa, esta vez más grande, y ella sonrió otra vez,
entrecerrando los ojos. Subió a gatas a la cama y al llegar junto mí
pasó por encima una de sus piernas, presionando mi costillar con sus
muslos fríos. Se agachó, me cercó con sus manos, tocó mi entrecejo con
la punta del cigarro y me pidió que le subiera el zipper. Así
lo hice. Luego le quité el cigarro y nos dimos uno de esos besos
estáticos, que detienen el tiempo. Salió del cuarto dejando su aroma a
champú y un regusto dulzón en mi paladar.
Minutos
después la escuché salir de la casa y arrancar su auto. Dormité otro
rato mientras escuchaba el pronóstico del tiempo en el televisor y
trataba de crear un plan, una agenda o una guía mínima para aquel día.
Me sentía dispuesto a todo, incluido el homicidio. Recordé aquella
novela de Dumas que leí en mi juventud, donde Catalina de Medici hacía
gala de una imaginación deliciosa para asesinar a sus rivales: cartas
rociadas con veneno, lámparas que expelían gases mortíferos al encenderse, y cosas así, que evadían lo burdo, lo elemental del asesinato.
El
gobernador sería mi víctima. Me las arreglaría para dejar en uno de sus
bolsillos una carta explicando todo el embuste detrás de aquella
transacción millonaria en la que se sacrificaba una vez más el futuro de
mucha gente a favor de unos poquísimos bastardos. La firmaría Sansón
Sánchez, héroe popular.
Preparé
unos huevos con jamón. Mientras se cocían me comí un plátano. A las 13
horas en punto meneaba una taza de café. Entré al estudio, abrí mi
cuaderno y revisé las cosas que había escrito la noche anterior. No
recordaba varias partes y el párrafo final me resultó completamente ajeno. ¿Cuándo había escrito aquello? Estaba
muy bien. Incluso, la caligrafía se volvía ahí más segura y elegante.
Usaba palabras como desflore, palimpsesto, amateur y purpurado. Sonaba
muy bien en voz alta, respiraba y retumbaba como el último
movimiento de una sinfonía. En el punto final no había más que asombro,
se abría un vacío de luz intensa y el gozo y la inquietud mezclaban sus
salivas en el paladar. Luego el dolor.
Un
retortijón me dobló como un gancho al hígado y gemí, buscando apoyo
contra la pared. Me asusté como siempre, porque, como siempre, esta vez
era más fuerte, más sádico que el anterior. Pensé en mi madre y aquella
advertencia suya cada vez que me veía sufrir. Boqueé, sacudido, y caí al
piso, temblando. Todo se volvió amarillo, como siempre, distintos tonos
de amarillo, y comenzó el derretimiento.
Cuando
el aguijón me ataca, todas las cosas se derriten como cera bajo flama,
con gruesos goterones de materia y un burbujeo crepitante, prueba de su
combustión. Mis fosas se atascaron con el hedor a huevo revuelto que
salía de mi boca, de mis poros. Pronto entré a ese espacio sordo y
presurizado, anuncio del último ataque antes de quedar
libre de todo mal. Así, contemplé el escurrir alucinado de los objetos,
mientras vomitaba sin esfuerzo ni sensación de asco.
Escaldado de la lengua, mordiéndola, trapeé mis jugos gástricos y apachurré los trocitos de carne blanca que aún se movían. Procuré aromar el aire con un incienso de coco. Luego me lavé los dientes y salí a caminar por el vecindario.
El
amarillo aún teñía algunas cosas, o mejor dicho, teñía la justa mitad
de mi campo de visón, la parte baja, como un charco residual de orina o
una mancha de humedad entre dos hojas transparentes. El hedor era ya el
golpe fragante a copal que exhalo siempre que paso por uno de esos
trances. Comencé a trotar. Sabía de la inevitable llegada de un júbilo
exacerbado, como siguiente síntoma del malestar. Había un recodo entre
dos casas escondidas al fondo de uno de los caminos cercanos que iban a
dar al disecado lecho de un río, margen del vecindario idílico, sembrado
de árboles altísimos y matorrales de hojas carnosas, al que Denise me
había llevado alguna noche para fumarnos un porro y caminar entre la
espesura. Ahí quería llegar antes de que el acceso de gritos y aullidos
me hiciera su presa. Entré a la vereda un minuto antes de
la explosión. Todavía pude asombrarme de lo distinto que era el sitio a
aquellas horas del mediodía, despojado de su latir nocturno, como si se
tratase de dos planetas distintos. Me abalancé contra el tronco de un
fresno y lo abracé con todas mis fuerzas. Grité y seguí gritando y grité
y seguí gritando.
Tardé
un ratito en saber que iba sentado en el auto de Denise, con Denise
manejado y diciéndome Otra de tus pesadillas, como si dijera Son las
cuatro y media de la tarde y mira el tráfico que hay, nunca vamos a
llegar a tiempo, o nunca llegaremos a ningún lugar, o, simplemente, no
nos movemos y el calor es insoportable. Y decir también:
Asientos de mierda, pantaletas, cigarros, hermosura, piel,
elasticidad, juventud, llaves, casa, zapatos, sopa de arroz,
agüita de limón, primeros auxilios, madre, loca, hermana,
chingada, nunca más, óyelo, nunca más, insoportable,
vestido, dinero, está loca si cree que me voy a quedar con
los brazos cruzados, si cree, silencio, si se piensa, nada,
si por algún motivo
No
sé si me guste tanto olvido entre nosotros. Ella parece quererme y, por
lo que me entero, yo la quiero a ella de manera muy especial. Soy, dice
la vocecita, algo muy importante en su vida. Parece provocarme sólo
cosas buenas o cosas calientes o ambas y yo siento que todo está bien
cuando ella es Denise conduciendo el auto y la escucho decir cosas que a
nadie importan, con la pasión distendida de las confesiones terminales o
los grandes discursos, porque Denise es, ante todo, palabras, voz que
no cesa de formular y nombrar y conjurar estupideces, incontinente, como
forma primera de marcar su espacio vital en el mundo, como si las
palabras se le hicieran hojas girando en torno a su voz que es un
alambre de púas, a veces, un listón de seda, a veces, un cordel de
estambre, a veces más, y uno tuviera que retirarse, hacerse a un lado,
previniendo el embate del tornado protector que aleja y esconde a Denise
y eso mismo, dice la vocecita, me atrae, me la presenta loca y
divertida como si dijera guapa y millonaria, porque la veo y me gusta lo
que veo en su cara y sus gestos y su cuerpo y sus maneras, pero también
sé (o presiento) que me puede gustar menos que muchas otras que me han
gustado tanto, aunque Denise y su cabellera de esponja marina se ve tan
bien a contraluz esta tarde a la que reclama no sé cuántas cosas acerca
de la vida, su vida pequeñita para la que soy tan importante, como si la
tarde –que degrada al negro en tantos grises– lastimara a alguien con su belleza o inundara el mundo con frases tan trilladas.
La imposibilidad de nuestra historia reside en la mutua negativa a caminar las bien pavimentadas calles del cliché:
Recibí
muchas llamadas ese día, pero no respondí a ninguna. No supe que él
había sido uno de tantos. Teníamos mucho tiempo sin vernos y, la verdad,
yo ya no quería verlo otra vez. De sólo recordar el último invierno
juntos se me congelaba el pecho. Nunca he vivido nada peor. Todo cambió
para mí desde entonces. Aquella casa me representaba el
arquetipo de la zozobra, y él era esa casa, sus ojos eran esas ventanas
por las que nunca entraba el sol y su aspecto era el de aquel oscuro
pasillo ineludible, de una habitación desolada a otra igual, en el que
tantas veces sentí miedo y me eché a llorar. Hasta el mismo olor a axila
y tierra húmeda, perenne.
Después
de aquello nos volvimos a ver muchas veces, manteníamos los mismos
amigos (o como se le pueda llamar a toda esa gente) y yo tardé casi dos
en abandonar el rumbo. Fue curioso, porque recién nos separamos y ambos
nos veíamos con gusto, como si todo el daño desapareciera de repente,
por el simple hecho de no vernos la cara todo el día todos los días, y
sólo cosas buenas quedaran entre nosotros.
Ahora que lo digo he sentido un nudo en la garganta. Espera.
Al
pasar el tiempo, fui resintiendo lo profundo de las heridas que dejó.
Me despertaba por las noches sintiendo su presencia y, muchas veces, sus
frases llenas de odio irrumpían en mi cabeza, a media charla con
alguien más o estando a solas en mi departamento, con nitidez
electrizante. Entré en una depresión mortal y creí volverme loca.
Etcétera.
Ahora
decido el color de los ojos de Denise que se prueba un lente de color
distinto en cada uno, verde y violeta, azul y miel, y Así no puedo, le
digo, amarillo y blanco, terrorífico, y la muchacha que nos atiende se
ríe, y dice que Los verdes siempre se ven muy bien, y no sé por qué
encuentro una clase de vulgaridad risible que me aleja de la situación y
me da cuenta de Denise en shorts y ojos bicolores, y una
morenita de sonrisa fantástica, yo entre las dos, sonriendo también,
tarde luminosa, en un sitio donde todos los que pasean son extras de
películas entrañables y Denise dice que me veo más guapo si se pone los
azules y que me veo más viejo si se pone los castaños y que parezco
nórdico si se pone los violáceos y que le gustaría que me llamara Olaf y
fuera dueño de varios perros flacos, perros altos, de pelo largo, ¿cómo
se llaman?, perros lindos de gente adinerada que parecen muñequitas,
que fuera dueño de tres y saliera a pasearlos por un bosquecito todos
los días, con mi aspecto pensativo que tanto le atraería desde una banca
del prado al que ella iba a leer, y claro que ya me habría dado cuenta,
inducido en más de una forma a solicitar acceso, pero me escondía tras
mis perros y fingía que no veía a quien me veía con ojos que hacían ver
los míos de un transparente esmeralda, hasta que un día, por cualquier
cosa, nos encontramos en una tienda de esas y ella diría
algo así como Te ves más alto sin tus perritos o algo así como ¿Dónde
dejaste a las niñas? o algo así y yo mostraría sorpresa ante la bella
irrupción y diría algo así como ¿Disculpa? o ¿Es a mí? o ¿Ah? y tú dirías tu nombre y yo diría Olaf.
Pensé
en mi escritura, en lo mucho que aún tenía que aprender. Uno toma cosas
de la vida e intenta hacerlas parecer extrañas por medio de las letras,
intenta profundizar en donde no hay nada y divertirse con lo más manido
de la historia. Aproveché que Denise se entretenía viendo todo nuevo
con sus ojos violetas y marqué el 912 15 23 desde un teléfono público
junto a los baños del centro comercial.
- ¿Bueno?
Colgué,
asustado. Esa voz no era en absoluto la que supuestamente debería de
contestar. Esa voz tenía otro sexo y parecía llegar desde un sitio tan
grande como vacío. Era la voz de alguien que no sabía nada de lo que yo
sabía de esa otra voz que no me contestó y que ahora dudaba en recordar
bien, como si todo el tiempo hubiera marcado un número que sólo me había
gustado por cómo sonaba al nombrar la secuencia numérica
nuevedoce quince veintitrés sin que supiera a dónde o a quién podría
pertenecer y como si la voz que suponía debía de contestarme se hubiera
introducido en mi cabeza por obra de alguna enfermedad mental en proceso
o por la ilusión de escuchar nuevamente a alguien que hace mucho no
escuchaba, un viejo amor, un lejano hermano, una referencia de mi
existencia antes de todo esto.
(Una
bala en la frente mientras da uno de sus discursos –una de esas
tonterías retóricas que luego aplauden como tarados todos los tarados
que siempre llenan esas congregaciones. Aunque lo que me gustaría más
sería matarlo con saña, verlo de cerca, a los ojos, y hacerle saber el
listado pormenorizado de razones por las que el castigo no cesaría hasta
el último espasmo; ver al hombre poderoso hecho una piltrafa ululante, un amasijo de quejas y lloros)
¿Cómo podría saber quién era yo en realidad?
Mi
celular timbró con el sonsonete del canon de Pachelbel. 912 15 23
llamando. Denise hablando en sueco con una pareja de adolescentes
vestidos completamente de negro. La tarde sin orillas, desparramando luz
como agua tibia. Contesté:
- ¿Bueno?
- Tienes que hacerlo hoy por la noche – dijo la voz.
- Sí – contesté y noté el cambio en mi piel y en mi estatura.
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