07.18.2011
Tengo problemas con los fans. Creo que en una
hipotética escala de evolución humana, el fan ocupa uno de los escalones más
bajos. O el más bajo. Porque en la categoría de fanático caben desde los militares que obedecen y matan sin pensar,
hasta las adolescentes que se desgañitan por el cantante pop de moda.
Incluidos los fanáticos religiosos, todos los
fans se distinguen por intolerantes y por la falta de sentido común respecto
del tema o persona al que son adictos. Porque eso son los fans: adictos capaces
de todo con tal de conseguir un jalón (un disco, una bendición, una misión) de
eso que los vuelve tarados y felices.
No lo digo sólo por decir, sino porque (y aquí
viene la penosa confesión) yo fui un fan y sé que en ese entonces era feliz y
tarado. Fui fan del sonido gronch (hazme
el fabrón cavor) y compré revistas y me aprendí discos y usé playeras con los
nombres de las bandas y hablaba de sus vidas como si fueran mis hijos y, como
mamá cuervo, les perdonaba sus desplantes y sus traiciones mercantilistas y los
defendía de toda esa runfla de ignorantes que no sabían que Billy Mulligan
había conocido a Johnny Ripper mientras hacían fila en la misma caja de un
supermercado al cual habían ido los dos a comprar una ganzúa, lo cual les
pareció muy curioso, y que en la conversación que esto ocasionó se enteraron de
que uno tocaba la guitarra y el otro escribía letras de canciones, pero así
nomás, cantadas, porque no sabía ni tocar el pandero y que quedaron de verse a
los pocos días en la casa de Johnny, a la cual llegó Billy con Terry Thompson,
un baterista amigo suyo que acababa de llegar de Londres y que primero se
llamaron Ocus Pocus Sea Resort, pero
al poco tiempo se lo cambiaron por el actual y ya legendario Membrana, banda-maestra portadora de la
neta redonda y cuyos seguidores sabemos del poder de liberación ultraterrena y
demencial que hay en cada una de sus rolas, etcétera.
Un reverendo tarado, les digo.
Afortunadamente la vida me trató mal y con los
golpes se me fue quitando lo inocente. Dejé de ser fan cuando vi que gritar en
un concierto de Metallica y gritar en un concierto de Alejandro Fernández era
exactamente lo mismo. De entre las cosas de las que me deshice, con tan
esclarecedora revelación, fueron los estoperoles y las señas tribales las primeras en irse. A
los fans los delata siempre la uniformización en el vestir: los emos se visten
así y asá, los hipsters se visten así y asá, los nazis se visten así y asá, las
beatas así y asá. Todos siguen ciertos patrones de conducta que los identifica;
todos creen estar en el bando correcto; todos desprecian y hasta odian a los de
otros bandos (¡Ah! Los fanáticos al futbol que son capaces de matarse unos a
otros son como una carcajada ante el argumento del raciocinio humano); y todos,
a fin de cuentas, son lo que los marketineros llaman públicos meta, islas de
consumo-tipo bien definidas. La más radical de las aficiones conlleva ya un
estilo de ropa y de música y de “espíritu” que la estandariza y la acomoda en
estanterías ad hoc, con lo cual hasta el
más fanático de los vegetarianos (Hare Hare Krishna) acaba pagando su dinerito
a alguna industria contaminante que lo tiene a él como cliente cautivo. Los
fans son producidos por el mismo ente al cual alimentan, lo cual los define como
caca y fermento de sí mismos, de su sub-especie, que ha estado ahí desde los
inicios de la cultura humana, como una muestra de lo que somos y de lo poco que
nos preocupa solucionarlo.
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