miércoles, julio 11, 2012

Antropología del fan


 07.18.2011




Tengo problemas con los fans. Creo que en una hipotética escala de evolución humana, el fan ocupa uno de los escalones más bajos. O el más bajo. Porque en la categoría de fanático caben desde los militares que obedecen y matan sin pensar, hasta las adolescentes que se desgañitan por el cantante pop de moda.
Incluidos los fanáticos religiosos, todos los fans se distinguen por intolerantes y por la falta de sentido común respecto del tema o persona al que son adictos. Porque eso son los fans: adictos capaces de todo con tal de conseguir un jalón (un disco, una bendición, una misión) de eso que los vuelve tarados y felices.
No lo digo sólo por decir, sino porque (y aquí viene la penosa confesión) yo fui un fan y sé que en ese entonces era feliz y tarado.  Fui fan del sonido gronch (hazme el fabrón cavor) y compré revistas y me aprendí discos y usé playeras con los nombres de las bandas y hablaba de sus vidas como si fueran mis hijos y, como mamá cuervo, les perdonaba sus desplantes y sus traiciones mercantilistas y los defendía de toda esa runfla de ignorantes que no sabían que Billy Mulligan había conocido a Johnny Ripper mientras hacían fila en la misma caja de un supermercado al cual habían ido los dos a comprar una ganzúa, lo cual les pareció muy curioso, y que en la conversación que esto ocasionó se enteraron de que uno tocaba la guitarra y el otro escribía letras de canciones, pero así nomás, cantadas, porque no sabía ni tocar el pandero y que quedaron de verse a los pocos días en la casa de Johnny, a la cual llegó Billy con Terry Thompson, un baterista amigo suyo que acababa de llegar de Londres y que primero se llamaron Ocus Pocus Sea Resort, pero al poco tiempo se lo cambiaron por el actual y ya legendario Membrana, banda-maestra portadora de la neta redonda y cuyos seguidores sabemos del poder de liberación ultraterrena y demencial que hay en cada una de sus rolas, etcétera.

Un reverendo tarado, les digo.

Afortunadamente la vida me trató mal y con los golpes se me fue quitando lo inocente. Dejé de ser fan cuando vi que gritar en un concierto de Metallica y gritar en un concierto de Alejandro Fernández era exactamente lo mismo. De entre las cosas de las que me deshice, con tan esclarecedora revelación, fueron los estoperoles y  las señas tribales las primeras en irse. A los fans los delata siempre la uniformización en el vestir: los emos se visten así y asá, los hipsters se visten así y asá, los nazis se visten así y asá, las beatas así y asá. Todos siguen ciertos patrones de conducta que los identifica; todos creen estar en el bando correcto; todos desprecian y hasta odian a los de otros bandos (¡Ah! Los fanáticos al futbol que son capaces de matarse unos a otros son como una carcajada ante el argumento del raciocinio humano); y todos, a fin de cuentas, son lo que los marketineros llaman públicos meta, islas de consumo-tipo bien definidas. La más radical de las aficiones conlleva ya un estilo de ropa y de música y de “espíritu” que la estandariza y la acomoda en estanterías ad hoc,  con lo cual hasta el más fanático de los vegetarianos (Hare Hare Krishna) acaba pagando su dinerito a alguna industria contaminante que lo tiene a él como cliente cautivo. Los fans son producidos por el mismo ente al cual alimentan, lo cual los define como caca y fermento de sí mismos, de su sub-especie, que ha estado ahí desde los inicios de la cultura humana, como una muestra de lo que somos y de lo poco que nos preocupa solucionarlo.

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