“Todos los hombres desean por naturaleza conocer (Soplo leve dentro de
la taza y su vapor acaricia mis fosas).Una prueba de ello la tenemos en el goce
que nos proporcionan nuestros sentidos (Doy un sorbo milimétrico al café);
porque, aparte de su utilidad, son queridos por sí mismos (Busco la postura más
cómoda sobre este sillón milenario), y por encima de todos el de la vista.
Porque no sólo cuando tratamos de hacer algo sino también en la ociosidad
preferimos ver a cualquier otra cosa (Afuera, la noche acarrea su bisutería
universal. Será hermosa; pero ahora yo prefiero…). La razón está en que éste,
más que ningún otro, nos hace conocer y trae a luz muchas diferencias entre las
cosas (…ver la tele)".
Eso dice la voz en off que lo dijo el tal Aristóteles que vivía con unos
tales griegos en tal época inconcebible. Mis ojos, otra vez, aprenden a
quedarse callados. La pantalla maestra de historia dicta su discurso visual
para que los libros puedan seguir sirviendo de adorno en las repisas de ese
librero despatarrado al que nadie presta atención. Imágenes digitales de ruinas
ancestrales y música de fondo. El tal Aristóteles sabía de lo que hablaba, ni
hablar. Esto de ver sin querer es la pura vida. Claro que su mediterránea vista
se recrearía en horizontes menos cuadrados que el de estas 21 pulgadas y en vez
de pasar incontables horas infantiles con el tío Gamboín (Pancholín y
Salchichita) él estaría contando el número de barcos que remaban veloces hacia
cualquier otra guerra cotidiana.
Claro; pero no se me dificulta imaginarlo con el control remoto entre
las manos, saltando de un canal a otro mientras los comerciales dan cada vez
menos espacio a su programa favorito. ¿Qué canal le gustaría a Aristóteles?
Porque si la vista, como dice la tele que dijo, trae a luz muchas diferencias
entre las cosas, él se encontraría con un cúmulo innumerable de cosificaciones
decodificadas dentro de la caja idiota. Que, a final de cuentas, ni tan idiota.
Porque será el sereno, pero a mí la tele me ha servido para saber que las
barbas de Aristóteles no se parecen ni tantito a las del Ayatola Jomeini, ni
que fue lo mismo tirar el muro de Berlín que tirar las Torres Gemelas. Aunque
tampoco me ha convencido de que la Coca Cola es la chispa de la vida o de que
usando Fabuloso veré llover florecitas dentro de mi sala.
De Margaret Thatcher a los Picapiedra la única diferencia era el horario
de transmisión. Diferencia suficiente para saber que la dama de hierro nada
tenía que ver con la edad de piedra, y que no era la misma guerra de las
galaxias la comandada por Han Solo y su halcón milenario que la comandada por
Ronald Reagan y su terror millonario. He visto a Juan Pablo II doblarse de
dolor con una bala en sus entrañas, a un estudiante chino deteniendo (solo) el
avance de un tanque asesino, al Challenger explotar en hermosas formas de humo,
a Ernesto Canto llegando primero que Raúl Ramírez, a Dalí interrumpiendo a
Jacobo Zabludowski, a los cadáveres del matrimonio Ceausescu siendo apedreados
por el pueblo rumano harto de alimentarlos mientras ellos morían de hambre. He
visto torrentes sanguíneos en documentales alemanes, profundidades marinas con
el afrancesado doblaje de la voz de Jacques Costeau, mujeres africanas con los
senos al aire, espacios infinitos narrados por Carl Sagan, Aunque Usted No Lo
Crea, grabados etruscos, vasijas etíopes, acueductos romanos, jeroglíficos
egipcios, pirámides mayas, orfebrería inca, y cómo olvidar a Bob Ross y sus
infalibles arbolitos. He visto al General Lee saltar sobre cuatro patrullas, a
Automan brillando con traje de neón, a Michael Knight y su auto increíble
cruzando el desierto, a Beto el Boticario descubriendo los hilos bajo la manga
mientras Gina Montes soltaba el denanquiu más erótico de la televisión, a
Chabelo regalando Avalanchas, a Rebeca de Alba y sus piernas cada vez más
largas.He visto y he aprendido tantas cosas que se me olvidan. Mis ojos adictos
siguen archivando pequeñas dosis de Historia en los cajones profundísimos del
ocio. Y para qué negarlo: esta estúpida me ha hecho llorar, reír, pensar,
brincar, suspirar, comprender, descubrir, aficionarme, desesperar, dormir.
¿Perder el tiempo? Sí, por supuesto. Pero si Aristóteles viviera, él sería el
primero en defender esto último. ¿O cómo suponen ustedes que se hace un
filósofo?