Como si leer se tratase de chupar un agridulce caramelo que pasa de un lengüetazo al otro por tonalidades que van del rojo sangre al verde cactus, del amarillo lente a la tinta azul –que no va con el relato, ustedes comprenderán-, filtrar por las pupilas el palabrerío ácido de Rocío (rocío ácido), degustarlo con la mueca extraña del que no sabe bien a qué sabe lo que prueba; lamerlo, pues, con desconfianza, para luego descubrir los sabores degradados con los que pinta sus pensares, resulta siempre una especie distinta de placer.
Nadie le da a otro del caramelo que está chupando (nadie, excepto los novios adolescentes que se han perdido el asco), como nadie invita al otro a su propia masturbación (excepto, claro, los mismos adolescentes). Por eso, cuando se descubre una ventanita con persianas entreabiertas por la que podemos observar los lúbricos y (ya no tan) solitarios devaneos del dueño de la misma, detenerse es morbosamente inevitable...
¡Momento!
Rocío no es una de esas señoras bien casadas-cuatro hijos-afiliadas al círculo literato de la cuadra-aburridas de su vida, que bajo la égida del erotismo ramplón, producen millares de poemas de una frigidez inenarrable.
Para la Cactus, el sexo es sexo y nada más –el amor será lo propio-. Baste eso para saber que acá nada de pieles ardientes bajo lenguas libertinas, todas ellas simuladas. Acá una moral propia que aprecia la franqueza de un muchacho drogado o el cinismo de quien se enamora de todos sus amigos y no coge con ninguno. Cinismo lúgubre del que ha muerto por sobredosis de lucidez.
Digo que ella se masturba con un pincel cargado, se corre, moja sus manos en la mezcla y, con dedos húmedos, comienza a teclear.
Digo también que nada de eso es cierto, pero que esto es un prólogo, carajo.
Un chino me dijo que el camino a la sabiduría estaba entre el idealismo y el sentido del humor; que a las muchas pasiones había que mezclar los muchos absurdos; y que, más que al nirvana, había que llegar al instante de perfecta pereza. No sé qué tan devaluada se encuentre en estos capitalistas momentos la sabiduría china (o la maya o la griega o la tucumana) pero creo que algo de chai va en la mezcla del mate que Rocío toma.
Canalla de veintipocos años, le brota lo genio sin querer queriendo. Fotógrafa por extensión, teniendo por cuarto oscuro al Chaco que la circunda, se ha puesto a encontrar belleza en imágenes de una cotidianeidad despreciada, en personas que siempre están ahí, justo al lado de lo ya tan visto. Y como un photoshop malintencionado, retoca los detalles, descompone el encuadre, satura los colores, todo con la finalidad de resaltar (precisamente) aquello que la estética de la corrección califica como equívoco, cacofonía aparte.
Así tenemos revelados que requieren (nótese que no exigen) de ojos irritados y luz de cantina; de ojos desvelados y luz de cabecera; de ojos viciosos y otra cosita; como si leer se tratase de acercar un poco más la nariz a la fotografía.
Yo no soy de esos lectores que subrayan, anotan o memorizan párrafos escogidos para luego recitarlos al primer paréntesis de aburrimiento en la sobremesa. Me gusta disfrutar el destello inmediato del creador en el momento justo de su descubrimiento y dejarlo ahí, en su sitio, limpio de segundas interpretaciones. No tengo que conocer a Rocío (porque no la conozco) para saber que no le gusta hablar de su literatura. Eso lo intuyo al tiempo que la leo. Creo reconocer al individuo que se sienta a escribir con la única intención de sosegar el ansia que le escose los dedos y la boca del estómago, le ahueca la garganta y le revienta el alma.
En tiempos en que el arte requiere un título, un diploma o una clasificación definitoria, lo único que pido es alguien que no se dé por enterado; que venga y me cuente cómo es que le va; y que de vez en cuando le guste exagerar los hechos por el puro placer de hacer divertido lo intrascendente.
El siglo XX nos heredó la anulación de la sorpresa... pero no: he leído a gente que dice que la Cactus es post-moderna y yo sigo sin saber qué putas significa eso. Supongo que necesitamos de ismos como del agua, la fruta y el pan. A mí me gusta leer a Rocío porque nunca sé de qué (cómo) me hablará; porque no sé si ya se le acabó el amarillo y no tiene a nadie anaranjado con quien platicar, o se le ha metido el demonio lento de la tristeza y escupe manchas negras, desesperada. A mí me gusta Rocío por mujer con todos los adjetivos; hecha -como Elena Garro dice- de objetos impares y pedazos absurdos de tiempo; lúdica suicida amante de la vida por momentos; hija de no sé qué padres iguales a todos los padres del mundo; argentina hasta la remera; loca por exceso de cordura; pueta del orgasmo solitario; pintora de la lente estilográfica; y ya.
Si no se ha entendido: bienvenidos sean, pásenle, aquí junto a mí, frente a la ventana. Navarro abrió la cajita de Pandora y está que se muere de risa, se muere de rabia, se muere de hastío, se muere, ergo sigue viva (aunque no lo quiera). Quítese la máscara y observe bien. Se volverá costumbre el rondarla, visitarle sin que sepa, chuparle las palabras.
Después de todo, ¿qué otra cosa tiene que hacer?
Nadie le da a otro del caramelo que está chupando (nadie, excepto los novios adolescentes que se han perdido el asco), como nadie invita al otro a su propia masturbación (excepto, claro, los mismos adolescentes). Por eso, cuando se descubre una ventanita con persianas entreabiertas por la que podemos observar los lúbricos y (ya no tan) solitarios devaneos del dueño de la misma, detenerse es morbosamente inevitable...
¡Momento!
Rocío no es una de esas señoras bien casadas-cuatro hijos-afiliadas al círculo literato de la cuadra-aburridas de su vida, que bajo la égida del erotismo ramplón, producen millares de poemas de una frigidez inenarrable.
Para la Cactus, el sexo es sexo y nada más –el amor será lo propio-. Baste eso para saber que acá nada de pieles ardientes bajo lenguas libertinas, todas ellas simuladas. Acá una moral propia que aprecia la franqueza de un muchacho drogado o el cinismo de quien se enamora de todos sus amigos y no coge con ninguno. Cinismo lúgubre del que ha muerto por sobredosis de lucidez.
Digo que ella se masturba con un pincel cargado, se corre, moja sus manos en la mezcla y, con dedos húmedos, comienza a teclear.
Digo también que nada de eso es cierto, pero que esto es un prólogo, carajo.
Un chino me dijo que el camino a la sabiduría estaba entre el idealismo y el sentido del humor; que a las muchas pasiones había que mezclar los muchos absurdos; y que, más que al nirvana, había que llegar al instante de perfecta pereza. No sé qué tan devaluada se encuentre en estos capitalistas momentos la sabiduría china (o la maya o la griega o la tucumana) pero creo que algo de chai va en la mezcla del mate que Rocío toma.
Canalla de veintipocos años, le brota lo genio sin querer queriendo. Fotógrafa por extensión, teniendo por cuarto oscuro al Chaco que la circunda, se ha puesto a encontrar belleza en imágenes de una cotidianeidad despreciada, en personas que siempre están ahí, justo al lado de lo ya tan visto. Y como un photoshop malintencionado, retoca los detalles, descompone el encuadre, satura los colores, todo con la finalidad de resaltar (precisamente) aquello que la estética de la corrección califica como equívoco, cacofonía aparte.
Así tenemos revelados que requieren (nótese que no exigen) de ojos irritados y luz de cantina; de ojos desvelados y luz de cabecera; de ojos viciosos y otra cosita; como si leer se tratase de acercar un poco más la nariz a la fotografía.
Yo no soy de esos lectores que subrayan, anotan o memorizan párrafos escogidos para luego recitarlos al primer paréntesis de aburrimiento en la sobremesa. Me gusta disfrutar el destello inmediato del creador en el momento justo de su descubrimiento y dejarlo ahí, en su sitio, limpio de segundas interpretaciones. No tengo que conocer a Rocío (porque no la conozco) para saber que no le gusta hablar de su literatura. Eso lo intuyo al tiempo que la leo. Creo reconocer al individuo que se sienta a escribir con la única intención de sosegar el ansia que le escose los dedos y la boca del estómago, le ahueca la garganta y le revienta el alma.
En tiempos en que el arte requiere un título, un diploma o una clasificación definitoria, lo único que pido es alguien que no se dé por enterado; que venga y me cuente cómo es que le va; y que de vez en cuando le guste exagerar los hechos por el puro placer de hacer divertido lo intrascendente.
El siglo XX nos heredó la anulación de la sorpresa... pero no: he leído a gente que dice que la Cactus es post-moderna y yo sigo sin saber qué putas significa eso. Supongo que necesitamos de ismos como del agua, la fruta y el pan. A mí me gusta leer a Rocío porque nunca sé de qué (cómo) me hablará; porque no sé si ya se le acabó el amarillo y no tiene a nadie anaranjado con quien platicar, o se le ha metido el demonio lento de la tristeza y escupe manchas negras, desesperada. A mí me gusta Rocío por mujer con todos los adjetivos; hecha -como Elena Garro dice- de objetos impares y pedazos absurdos de tiempo; lúdica suicida amante de la vida por momentos; hija de no sé qué padres iguales a todos los padres del mundo; argentina hasta la remera; loca por exceso de cordura; pueta del orgasmo solitario; pintora de la lente estilográfica; y ya.
Si no se ha entendido: bienvenidos sean, pásenle, aquí junto a mí, frente a la ventana. Navarro abrió la cajita de Pandora y está que se muere de risa, se muere de rabia, se muere de hastío, se muere, ergo sigue viva (aunque no lo quiera). Quítese la máscara y observe bien. Se volverá costumbre el rondarla, visitarle sin que sepa, chuparle las palabras.
Después de todo, ¿qué otra cosa tiene que hacer?
Fernando Paredes
México, 19 de febrero de 2007
*Casandra Cactus de Rocío Navarro, editado en el 2006, en Resistencia, Chaco, Argentina, por editorial Cospel.