Ilustración: Zertuche Slecht Leven, Aguascalientes, Ags. México. 2012. |
Iba a sentarme a escribir pero me puse a matar moscas. No es metáfora: las estoy matando con la sección financiera de un periódico enrollado en forma de báculo ministerial. Son gordas. Negras y gordas. Iba a escribir acerca de un tipo al que le gustaba ponerle limón a las almendras. En verdad no tenía idea de lo que iba a escribir. ¿Por qué escribe uno? La cosa es que se me antojó un café, me paré a la cocina para prepararlo y aquí estoy matando moscas. Cuando pienso "me voy a sentar a escribir", el siguiente pensamiento es "necesito música, café y cigarros", aún antes de pensar en hoja, pluma o historia. En verdad no necesito nada para ponerme a escribir. De hecho, no necesito ponerme a escribir.
Matar moscas es de las últimas oportunidades que nos quedan para ser los cazadores que ya no somos, que fuimos, que deseamos volver a ser. Un pedazo de instinto, de naturaleza elemental; un ejercicio de supervivencia: la postrera cacería de mamuts. El periódico y las paredes se van manchando de pequeñas gotas sanguíneas y patitas; de alas y blancuzcas entrañas. Las aplasto con puntería y precisión. Se siente bien. Es estupendo saber que algo sé hacer bien. Soy un australopitecus con pantalón de mezclilla y barba rasurada que de vez en cuando se sienta a escribir acerca de los misterios de la vida. Simio civilizado con naturales necesidades de matar.
Las moscas no son estúpidas. Saben encontrar lo que buscan. Cosa ésta suficiente para catalogarlas por encima de toda la raza humana. Son persistentes. Brutalmente persistentes. Las mato porque les tengo envidia.
A veces creo tener buenas ideas para ponerme a escribir. Me digo: "esa es buena idea", y dentro de mi cabeza se va tejiendo la historia, la veo transcurrir sin baches, la dejo ser. Pero todo cambia al decir: "me voy a sentar a escribir", porque entonces ya no pienso en la historia sino en el kit: música, café y cigarros. Una buena idea no sirve para nada si no se lleva a la acción. Y la acción siempre lleva nuevas cosas a la idea. Yo no soy un tipo de acción, y, la verdad, ni de ideas. Pero a veces creo tener algunas buenas. El problema es que nunca las he llevado a la acción.
De todas formas puse la taza de café en el microondas. Ahí estaban las moscas. Aquí siguen. Desde mi recámara llegan los pesados acordes de un Rachmaninoff digitalizado. Eso le da a mi cacería un tono señorial. He matado ya media docena y, de alguna forma, las que van quedando se percatan del peligro. Dejan de posarse sobre la mesa, las sillas o la estufa y se esconden en las esquinas superiores de la alacena, hacen gala de sus cualidades para ponerse panzarriba en el techo o de quedarse suspendidas de los eslabones que sostienen la lámpara. O esa otra de desaparecer aquí y aparecer allá, volando en zigzag, lejos del alcance de quien las busca. Mi instinto se agudiza, tomo posturas que mi dinosáurico ordena desde la noche de los siglos. Me quedo quieto, respiro pausadamente, la mirada atenta, el piano en crescendo, en suspenso, listo para atacar. Quisiera encontrar unas de esas inmorales que copulan descaradamente entre los holanes de la cortina, como si mi cocina fuera un hotel de paso o el asiento trasero de un sedán. Son las más fáciles de matar. Creo que cierran sus quinientos ojitos mientras cogen. ¿Qué se dirán? Varias veces he visto que una de ellas sobrevive; es decir, que siguen volando con su apachurrada amante a cuestas, o debajo, pegada. Es terrible. De sólo imaginar que eso pudiera pasarme a mí, que tuviera yo que huir de un asesino con los restos informes de mi pareja (una pierna, media teta, cuatro dientes, sin brazos, tripas colgando) indisolublemente pegada a mi cuerpo... Mato a la que queda por pura salud mental.
¿Por qué escritor? ¿Por qué no, mejor, matamoscas? Es prácticamente lo mismo. Todo es cuestión de técnica y, claro, habilidad. Yo no era tan malo para el tenis, ni para la biología, ni para las viejas. ¿Por qué escritor? Tan mal que me caen los escritores, los pintores, los conceptualizadores. Tan aburrido que me parece hablar de literatura. ¿Por qué no me pongo a vender música, café y cigarros? Cuando me preguntan qué haces y respondo "escribo", es estúpido. Estúpido. Desde ahora voy a decir la verdad: no hago nada, quisiera encontrar trabajo. Soy bueno matando moscas.
Mi sobrina ha llegado y me ayuda en la cacería, se une. He aquí a la tribu descubriendo el trabajo comunal, a dos centímetros de la organización social y los días feriados. Es buena: su estatura le permite ver lo que yo no veo. Las moscas se han apostado en los planos bajos de las cosas. "¡Ahí está!", dice mi sobrina apuntando bajo la mesa. Me agacho: ahí está. Empuño el arma, enfoco a la quieta víctima, levanto un poco el brazo y, en una fracción de segundo, le reviento el cuerpo a la desgraciada. Mi sobrina sonríe. Luego da media vuelta, gira un poco la cabeza, observa, da cinco pasos y vuelve a decir "¡Ahí está!".
¿Quién fue el imbécil que nos sacó de las cavernas?
*Publicado en su libro Matamoscas (Cuento, colección Primer libro, ICA, 2007) (Edición agotada). Y en AltavozInterna y Disculpe las Molestias (Segunda edición).